Bogotá (Jueves, 29-03-2012, Gaudium Press) Concluyendo ese magnífico documento pontificio que es la ‘Evangelium Vitae’, el Beato Juan Pablo II hace, como un incentivo poderoso para el respeto a toda vida humana, una sublime llamada a la contemplación de la grandeza del ser humano:
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
Muy lindo, inspirado el texto anterior, es claro, papal, la voz del sucesor de Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, el Vicario de Cristo. Una prodigiosa llamada del Papa viajero a tornarnos contemplativos en la criatura visible más perfecta que existe, el ser humano.
Es que la contemplación del hombre, en medio de la complejidad de su ser, y en buena medida por causa de ello, es la cosa más entretenida que existe. Para quien la sabe realizar, más entretenida que cualquier película de cine, de televisión, que cualquier novela, pues tiene el impacto y la fuerza de lo real.
Cada historia de vida, cada acción humana, cada motivación de cada suceso relacionado con el hombre, cada rostro, hasta los hechos humanos más pequeños, cuando se relacionan con las historias de vida, terminan siendo grandes y entretenidos para quien los sabe ver con ojos contemplativos. Eso sí, hay que tener el hábito y por ende el gusto de contemplar, de salir de sí para observar el universo que nos rodea.
Entretanto, e indiscutiblemente, en la medida en que escalamos en la importancia de los hombres, las historias se hacen más y más interesantes. Que interesante por ejemplo la figura y vida de un Talleyrand, el príncipe y a la vez el obispo forzado y apóstata, el prelado sacrílego, el hombre de Iglesia que no quiso morir fuera de la Iglesia, el diputado sibilino de los Estados Generales, y el traidor y presidente de la Asamblea Nacional, el embajador y canciller del Emperador advenedizo, el salvador de la derrotada Francia ante la codicia de todos los representantes de la Europa vencedora en el Congreso de Viena, el Primer Ministro de la historia de Francia. Qué sagacidad, qué inteligencia, y al tiempo qué podredumbre, qué vacío existencial, qué angustias en sus últimos días particularmente relacionadas con la fe, y entretanto qué grandeza, aunque meramente humana.
Y si tal vez un tanto empalagados de una vida grande para el mundo, pero en la que percibimos en sus trasfondos sus muchos vacíos, quisiésemos algo que realmente pudiese entusiasmarnos como vida humana, tenemos para escoger la pléyade ya gigantesca y maravillosa de los santos de la Iglesia católica.
Por estos días leíamos una magnífica biografía de San Ignacio, escrita con la meticulosidad y la penetración propia del buen espíritu inglés. Dios mío, qué hombre el de Loyola. Qué fuerza de voluntad, qué brillante y clara inteligencia, qué espíritu práctico, qué decisión, qué facilidad para valorar en su justa medida las cosas de este mundo, y las cosas del cielo. Un hombre, que -es claro, auxiliado por la gracia- dijo un venturoso día «quiero ser santo» y casi que al instante fue convirtiéndose en uno de los más grandes que registra la hagiografía católica, tanto que el mundo sigue aún pendiente de su legado.
Entretanto, terminada esa sublime historia de una gigantesca y santa vida humana, sentíamos algo que ya nos había ocurrido en el pasado, y es que queríamos algo más, algo a más. Y, por la gracia de Dios, sabíamos dónde buscarlo, en qué lugar encontrarlo, era allí, en la voz de Aquel que dijo ‘Yo soy el camino, la Verdad y la Vida’. Volvimos a leer el Sermón de la Montaña, y nuestro espíritu descansó con el Absoluto, con Ese que no es inteligente sino que es la Inteligencia, con Aquel que no posee una suma fuerza de voluntad, sino que es la Voluntad. El Hombre-Dios, aquel que reconózcase o no partió la historia en dos.
Sin embargo, la re-lectura de la voz de Cristo no aniquiló nuestros intereses biográficos. Queremos ahora sumergirnos tal vez en la vida de Carlos V, o recorrer los insignes caminos de ese portento que fue San Ambrosio. Y no obstante, ya sabemos que el emperador hispano-alemán o el abogado-obispo santo, serán observados y hasta admirados, siempre bajo la regla de Jesucristo el Absoluto. Porque sólo Él, el Hombre que hizo que millones y millones de hombres los adorasen como Dios, es verdaderamente grande, y todo lo grande es un reflejo mayor o menor de Él.
Pues, como afirmaba Plinio Côrrea de Oliveira, «todo cuanto es virtud que yo veo que reluce en la Iglesia, yo debo imaginar en Él. Y yo veo que reluce en la Iglesia de aquella manera, porque en Él tiene la fuente. Y que aquello en Él es de un modo a perder de vista. Una bella ceremonia de Iglesia. Las campanas que tocan, el incienso que llena el aire, las palomas que revolotean y la multitud genuflexa que pide perdón: ‘Agnus Dei’… y todo, todo lo demás. Son reflejos de Él. Ahí se comprende a fondo la Iglesia como ella es. Pero es reportándose a Él, e imaginándolo a Él…»
Por Saúl Castiblanco
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