Redacción (Lunes, 02-04-2012, Gaudium Press) Corrían los primeros días de noviembre del 397. En el pueblo francés de Candes, un anciano obispo yacía gravemente enfermo en un monasterio. Multitudes procedentes de Poitiers y de Tours hacían guardia en la puerta de aquel santo lugar. El día 8, tras su fallecimiento, el silencio intercalado por oraciones cedía lugar a una bulliciosa discusión:
– Martín ha sido nuestro monje y nuestro abad. Por eso les pedimos que nos entreguen el cuerpo, decían los habitantes de Poitiers.
– Dios os lo quitó a vosotros y nos lo ha dado a nosotros, replicaban los de Tours. Según la tradición, su tumba tiene que quedarse donde fue consagrado.
¿Qué es lo que había hecho en vida este prelado para provocar tal disputa?
Atracción por la vida de anacoreta
Martín nació en la región de Panonia, situada entre Austria y Hungría, en el 316 ó 317. Su familia pertenecía a la aristocracia galo-romana y era pagana. Su padre le puso este nombre en homenaje al dios de la guerra, pues significa «aquel que está consagrado a Marte». Era un oficial del ejército romano y quería proporcionarle a su hijo una brillante carrera militar.
La infancia de Martín transcurrió en Ticinum, actual Pavía. Pero no se han registrado los episodios de esta etapa de su vida, a excepción de éste: cuando tenía 10 años de edad, desapareció de su casa, dejando a sus progenitores afligidos; dos días después apareció bien alimentado y sin ninguna marca de malos tratos.
¿Qué le había ocurrido? A las insistentes preguntas de sus padres, parientes y vecinos daba como respuesta un silencio envuelto de mucha paz. Mucho tiempo después se conoció lo que había pasado: el niño fue a visitar a los cristianos, pues anhelaba conocerlos y aprender algo sobre el Dios de los mártires, de los que había oído hablar bastante. Sin embargo, sentía más atracción aún por los hombres que en Oriente dejaban todo lo que el mundo podía ofrecerles y se retiraban a regiones desérticas para llevar una vida de ascesis y oración.
Cada día iba aumentando su deseo de unirse a esos anacoretas, ya fuese en Egipto, Siria o a donde Dios quisiera conducirlo. No obstante, tenía por delante un largo camino que recorrer hasta conseguir ese ansiado objetivo.
«Martín me ha cubierto con este vestido»
Se vio obligado a alistarse en el ejército a los 15 años, debido a un edicto imperial. Los historiadores divergen sobre el tiempo que duró su servicio militar. Algunos piensan que permaneció el período exigido por entonces: veinticinco años. La mayor parte de su vida de soldado la pasó en Amiens, como miembro de la Guardia Imperial.
Fue allí donde ocurrió el célebre episodio que quedó inmortalizado en las páginas hagiográficas de Martín y en incontables obras de arte. Durante el riguroso invierno del año 335, el santo pasaba por una de las puertas de la ciudad cuando se encontró con un mendigo que temblaba de frío y que extendiéndole la mano le pedía auxilio. No tenía dinero para darle, pero sin titubear sacó su espada, dividió su manto por la mitad y le entregó una parte al infeliz. Esa misma noche el joven soldado vio en sueños a Jesucristo vestido con la mitad de la prenda que había regalado. Y oyó que con una voz potente le decía a una multitud de ángeles: «Martín, que todavía no es más que un catecúmeno, me ha cubierto con este vestido».1
Aunque aún no había sido bautizado, su alma estaba ya impregnada de caridad cristiana. En la vida militar no se comportaba como sus compañeros de cuartel. Así, por ejemplo, al igual que cualquier otro miembro de la Guardia Imperial, también él tenía un caballo y un esclavo -ser despreciable y sin derechos, según los criterios de aquella época. Sin embargo, el joven soldado lo trataba como hermano, al punto de lavarle los pies y servirle durante las comidas.
Regreso a Panonia y controversia arriana
¿Cuándo fue lavado en las aguas bautismales? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Probablemente en Amiens, pues cuando dejó el ejército, en el 356, se dirigió a Tréveris, donde existía una comunidad católica.
Le atraía la fama de santidad del obispo Hilario y viajó a Poitiers para tomar como maestro y guía al venerable prelado. Éste lo recibió con los brazos abiertos y quiso ordenarlo diácono. Aunque al sentirse indigno de ese noble cargo sólo aceptó la orden menor del exorcistado.
Profundizó en el conocimiento de la doctrina cristiana y, dispuesto a renunciar al mundo por completo, creyó que era su deber visitar a sus padres, que habían regresado a Panonia, porque ansiaba verlos profesar la fe cristiana. Su maestro le animó en este intento y, al mismo tiempo, le hizo prometer que volvería. Emprendió el viaje enfrentando muchas dificultades y escapó por poco de ser asesinado por bandoleros cuando atravesaba los Alpes. Finalmente se encontró con sus progenitores y les habló de Cristo, de la vida eterna y les animó a que recibieran el Bautismo. El corazón materno se sintió enseguida inclinado a creer en aquella doctrina un tanto misteriosa, pero sublime, que su hijo les había expuesto. Sin embargo, su padre se mantuvo obstinado en las costumbres paganas.
Es importante recordar que en aquella época se estaba trabando una férrea lucha contra los herejes arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo y, en consecuencia, su sacrificio redentor. En Panonia el número de partidarios de Arrio era bastante considerable, incluso entre el clero. Martín fue azotado por defender la buena doctrina y tuvo que huir a Poitiers.
Camino de esta ciudad se enteró de que San Hilario había sido desterrado a Frigia por el emperador Constancio, al haberse negado a firmar un decreto que exigía la condenación de San Atanasio, el adversario más implacable contra esa herejía.
Primer monasterio en tierras francesas
Martín sufría por la ausencia del venerable Hilario y ante la inseguridad de poder volver a encontrarse con él. Mientras tanto, decidió establecerse en una pequeña isla italiana cercana a la ciudad costera de Albenga, que le pareció muy apropiada para su primera experiencia de vida eremítica.
Tres años más tarde el santo obispo volvió a Poitiers y hacia allí también viajó Martín. Bajo el auspicio de Hilario, se instaló en Ligugé, a orillas del río Clain, para ser ermitaño, dedicado sólo a la oración y a la contemplación. No obstante, poco duró su anhelado aislamiento: numerosos cristianos atraídos por su ejemplo se reunieron a su alrededor, formando una pequeña comunidad que dio origen al primer monasterio que se instituyó en tierras francesas.2
En esa época la fama de santidad de Martín ya era muy grande y San Hilario consiguió persuadirlo, finalmente, para que aceptara las órdenes mayores. Casualmente, Martín se había ausentado de Ligugé para ir a visitar al santo obispo a quien consideraba un verdadero padre. Porque en esa convivencia, cargado de veneración por su maestro, el discípulo se preparaba, sin saberlo, para la realización de los designios de la Providencia.
Obispo de Tours, contra su voluntad
En el 371, cuatro años después de la muerte de San Hilario, falleció Liborio, Obispo de Tours. Martín fue invitado
a asumir esta sede episcopal, pero lo rechazó de inmediato. No veía cómo conciliar la vida eremítica con las tareas de un pastor de la Iglesia.
Pero si tan resuelto estaba a rehusar el cargo, más decididos aún estaban los cristianos de Tours por conseguir que aceptara. Cierto día uno de sus habitantes fue a Ligugé y le pidió de rodillas que fuera con él a su ciudad a curar a su esposa.
Siempre dispuesto a socorrer al prójimo, el santo ermitaño se sintió en la obligación de acompañar a aquel hombre. Durante el recorrido -tres días a pie- se fue juntando a ellos una multitud cada vez más numerosa. En las cercanías de Tours, todos los que le rodeaban manifestaban el mismo deseo: «Martín era el más digno del episcopado. ¡Dichosa sería la Iglesia que tuviera un obispo como él!».3 Sólo entonces se dio cuenta de la trampa que le habían montado…
En el ejercicio de la tarea episcopal mostró infatigable celo por el rebaño que el Señor había confiado a su cuidado. No esperaba que el pueblo fuera a su encuentro: iba hasta los sitios más recónditos y a veces rebasaba los límites de su diócesis, en su empeño por propagar la verdad de Cristo.
Por esa época recibió la visita de un abogado recién convertido al cristianismo, Sulpicio Severo, que impelido por la fama de santidad quiso conocerlo personalmente. No fue decepcionado en sus expectativas. Cuenta la confusión que sintió cuando el santo obispo le invitó a comer, pues antes de la comida le lavó las manos y la víspera le había lavado los pies: «No pude oponerme ni contradecirle. Su autoridad tenía tal fuerza que el no haber aceptado hubiera sido como un sacrilegio».4
Sulpicio decidió ser su discípulo y escribir su biografía. Comenzó a acompañarle a todas partes, analizando con amor y admiración todos los hechos que presenciaba, los cuales transmitió a la posteridad en un libro muy popular en la Edad Media titulado Vida de San Martín.
Regla viva para los monjes de Marmoutier
Con todo, las obligaciones episcopales no le apartaban de su ideal: siempre deseoso de contemplación y oración, construyó -no muy lejos de la ciudad- una celda donde se recogía de vez en cuando. Al igual que en Ligugé se le juntaron numerosos discípulos y llegó a formar en aquel lugar otra comunidad cenobítica: el famoso monasterio de Marmoutier.
En ese lugar San Martín daba gran énfasis a la caridad fraterna. La convivencia entre hombres consagrados a Dios por amor a un mismo ideal debía estar exenta de riñas y rivalidades. La vida comunitaria tenía que formar a varones dispuestos a todo tipo de osadías al servicio de la Iglesia. Ese monasterio no tenía constituciones escritas, sino una regla viva: el ejemplo de su fundador.
Como en otros cenobios que surgieron bajo la inspiración del santo obispo, en Marmoutier se daba prioridad a la oración. El trabajo, en aquella época, aún era considerado como una ocupación inferior y por eso a él se dedicaban tan sólo los monjes más jóvenes, que dividían el tiempo de oración con el oficio de copista. Nadie podía poseer, comprar o vender nada. La túnica, hecha de piel de camello, y la abstinencia de vino en las comidas señalaban la ruptura definitiva con el mundo.
Marmoutier se convirtió en un centro de formación para clérigos y monjes. Su fama se difundió tanto que al fundador le llegaban pedidos de todas partes para que les enviase a sus hijos espirituales.
Su descanso era hacer bien a las almas
En la «edad de oro» de los Padres de la Iglesia, San Martín no se destacó como un hombre de gran cultura ni tampoco por la discusión de temas doctrinales candentes. Para eso Dios había suscitado a otros santos varones. La Providencia quiso de él arduos esfuerzos de evangelización.
La historiadora Régine Pernoud narra: «De hecho, se le ve constantemente por los caminos que, atravesando campos y bosques, conducen a una población. Por ellos va cuando va a destruir templos paganos o a disuadir a los campesinos para que no adoren los árboles y las fuentes. […] Martín predica a tiempo y a destiempo. Se dirige a las multitudes y también a grupos reducidos».5
En estas misiones apostólicas en las poblaciones rurales, extirpaba las creencias y supersticiones paganas y les inculcaba la doctrina cristiana. No se contentaba únicamente con convertirlos, sino que se ocupaba en dar a los neófitos una adecuada formación cristiana. Donde encontraba ánimos exaltados, su trato bondadoso suavizaba los corazones.
Incansable en la defensa de las verdades de la fe, fue totus tuus no sólo para Dios, sino también para las almas confiadas a su cuidado. La bondad y la osadía eran la nota tónica de su actividad pastoral. Su vida cotidiana era una conjugación de sacrificios, labor apostólica y oración. Su descanso era hacer bien a las almas.
Su rostro resplandecía como el de un ángel
Cuando contaba ya con cerca de 80 años de edad y sintiéndose agotado fue llamado a restablecer la paz entre los sacerdotes de la población de Candes, que se encontraban en una desoladora situación de discordias.
Salió apresuradamente para exhortarles a la caridad fraterna y obtuvo el pleno éxito en esta última misión. Sulpicio Severo no acompañó a su maestro en este viaje, pero una mañana soñó con él, vestido de blanco, sonriente y esplendoroso. «Su rostro era de fuego, sus ojos brillantes como las estrellas y sus cabellos luminosos».6 Y vio como, transportado en una nube veloz, era acogido en los Cielos entreabiertos.
Sulpicio se despertó sobresaltado y poco después un criado entró en su habitación y le dijo: «Han llegado hace poco dos monjes de Tours y dicen que el obispo Martín ha muerto».7 Pero de hecho, ¿qué había pasado? Tras restaurar la concordia entre los sacerdotes de Candes, el venerable anciano se sintió abandonado por sus propias fuerzas y comunicó su estado a los religiosos del monasterio donde estaba hospedado.
Entre lágrimas rogaban a Dios insistentemente la permanencia en la Tierra de su extremoso padre y le pedían a éste que también hiciera lo mismo. Sin embargo, San Martín no temía morir, ni rechazaba el combate de la vida. Acostado en el suelo sobre un lecho de cenizas, se abandonaba en las manos de Dios, preparado para hacer su divina voluntad. Su rostro resplandecía como el de un ángel. El fallecimiento del venerado obispo provocó una conmoción muy grande. Y después de la célebre discusión entre los habitantes de Poitiers y los de Tours sobre qué ciudad tenía derecho a quedarse con sus restos mortales, los habitantes de Tours consiguieron «robar», de noche, tan inestimable tesoro. La población entera salió a recibirlo.
«Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, […] recibirá cien veces más y heredará la vida eterna» (cf. Mt 19, 29). San Martín pudo experimentar el cumplimiento de esta promesa de Cristo: aún en vida, vio a su alrededor una multitud de hermanos y hermanas en la fe y una abundancia de hijos espirituales.
Su evangelización echó raíces robustas y profundas que le convirtieron en uno de los santos más venerados de la Iglesia.
Por la Hna. Lucilia Lins Brandão Veas, EP
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1 PERNOUD, Régine. San Martín de Tours. Madrid: Encuentro, 1996, p. 22.
2 Cf. LLORCA, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica – Edad Antigua. Madrid: BAC, 1996, p. 604.
3 PERNOUD, op. cit., p. 44.
4 Ídem, p. 14.
5 Ídem, p. 78.
6 SULPICIUS SEVERUS. Lettere e dialoghi. Testi patristici. Roma: Città Nuova,
2007, p. 131.
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