Necesidad de la oración

Redacción (Martes, 10-04-2012, Gaudium Press) Imaginemos el siguiente escenario: el choque de dos ejércitos enemigos. Uno de ellos cuenta con soldados adiestrados, tanques de guerra, municiones, granadas… El otro se destaca por poseer armas poderosísimas, superiores a cualquier otro instrumento bélico. Entretanto, a pesar de tener al alcance tan precioso recurso, sus combatientes se ven en una trágica situación: ¡ninguno de ellos sabe utilizar tales armas! Son ellas excelentes, y constituyen poderoso auxilio en la lucha contra el adversario, pero exigen peritos que conozcan sus funciones, pues, de lo contrario, de nada valdrá poseerlas, si no logran ponerlas en movimiento.

Tal dilema, en el cual se encuentran estos pobres militares, representa bien la imagen del cristiano que no recurre a la oración.

Después de haber cometido el pecado original, el hombre, una vez favorecido por la gracia y por todos los dones que Dios le había concedido en el Paraíso, introdujo en sí mismo una raíz de pecado y se vio privado de todos los privilegios, a merced de sus pasiones desregladas y de las miserias de su frágil naturaleza. Lanzado al mar impetuoso de la existencia en este valle de lágrimas, constantemente se ve en la contingencia de enfrentar adversarios poderosísimos: a veces el demonio, a veces el mundo, a veces las malas inclinaciones de la propia carne.

Estos tres enemigos poseen armas eficaces para tentar al hombre y hacerlo tropezar a lo largo del camino. Pero Dios, que jamás abandona a sus hijos, concede un medio infalible, al mismo tiempo espada y escudo, para vencer tales contendores: ¡la Oración! Y el cristiano que desconoce el valor y los beneficios de ella, bien puede ser comparado a aquellos soldados que cuentan con armas de gran alcance, pero no saben hacer uso de ellas.

Así como para la subsistencia del cuerpo es necesario el alimento, así también es la oración para la vida del alma.
Para eso, es indispensable tener siempre presente el consejo dado por el Apóstol: «orad sin cesar» (1 Ts 5, 17). En todas las circunstancias de la vida, en cualquier edad, en todos los lugares, que nadie se juzgue dispensado de la oración, ¡por más virtuoso que parezca! Además de proporcionarnos una aproximación con el Creador, ella también tiene la finalidad de «sacar del camino de la muerte a las almas de los difuntos, robustecer a los débiles, curar a los enfermos, liberar a los poseídos, abrir las puertas de las prisiones, romper las cadenas de los inocentes. Ella perdona los pecados, aleja las tentaciones, hace cesar las persecuciones, reconforta a los de ánimo abatido, llena de alegría a los generosos, conduce a los peregrinos, calma las tempestades, detiene a los ladrones, da alimento a los pobres, enseña a los ricos, levanta a los que cayeron, sustenta a los que vacilan, confirma a los que están de pie».

La oración nos ayuda a vencer todos los obstáculos y nos da sustento y fortaleza para escalar la montaña de la perfección. Encontraremos en este camino muchas piedras y borrascas: momentos de oscuridad, sensaciones de abandono, caídas inevitables, tramos empinados donde nos parece faltar el aliento; por otro lado, tendremos también las consolaciones y las alegrías indecibles, en los cuales nos sentiremos acariciados y cargados por la Providencia.

En todas estas situaciones, siempre será la oración «[…] una simple mirada lanzada al Cielo, un grito de reconocimiento y de amor en medio de la prueba o en medio de la alegría». Debemos, por tanto, intensificar continuamente nuestras invocaciones y súplicas y rezar en todas las ocasiones, en unión con Nuestro Señor Jesucristo, implorando a Él las gracias necesarias para nuestro progreso en la vida espiritual y nuestra salvación. Como bien afirma San Agustín, Él es quien «ora por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; recibe nuestra oración como nuestro Dios. Reconozcamos en él nuestra voz, y en nosotros su voz».

Por Ana Rafaela Maragno