Redacción (Miércoles, 18-04-2012, Gaudium Press) ¡Maristela estaba radiante! Aún no tenía siete años y ya iba a hacer su Primera Comunión. ¡Recibir al Señor era su deseo más grande! Por eso había estudiado con ahínco el catecismo y, sobre todo, rezaba mucho y pedía que su alma estuviese sin mancha para recibir a Jesús en la Sagrada Eucaristía.
Sin embargo, algo inquietaba a aquel inocente corazón: su padre…
Hacía casi un año que su madre se había ido al Cielo. Católica modélica, doña Jesuina le había enseñado a su hija las verdades cristianas, pero principalmente le había dado buen ejemplo en la práctica de las virtudes.
En cambio, su esposo Abelardo vivía apartado de la Iglesia. Influenciado por malos compañeros de trabajo, se había vuelto un ateo y, lo que es peor, blasfemaba. Madre e hija rezaban empeñadamente por su conversión, pero él se mantenía obstinado.
Al perder a su esposa, Abelardo se cerró aún más a cualquier cosa que hablara de Religión. No obstante, permitía que Margarita -la catequista de la parroquia- llevase a Maristela a misa todos los domingos. Lo que no imaginaba era que se estaba preparando para la Primera Comunión…
La niña encontraba en la oración consuelo a los recuerdos que sentía de su madre. En la iglesia se arrodillaba siempre delante de una hermosa imagen de la Virgen Inmaculada y le pedía que Ella fuese, ahora más que nunca, su Madre en esta tierra y que convirtiese a su padre, que por tan funestos caminos andaba.
Un domingo por la mañana, siendo la fiesta de la Inmaculada Concepción, todos los niños de la parroquia se engalanaban para rendir homenaje a la Virgen María, especialmente aquellos que tendrían la gracia de recibir a Jesús por primera vez. Maristela estaba entre ellos. Con su bello traje blanco -arreglado con esmero por Margarita- parecía un ángel, reflejando la pureza de su corazón.
Sin embargo, en vez de estar con los otros niños preparándose para participar en el cortejo de entrada de la ceremonia, Maristela se encontraba encogida en un rincón de la iglesia, cerca del confesionario, llorando. El padre Mateus, vestido ya con los paramentos, la vio de lejos y fue acercándose. Pensaba que quizás algún escrúpulo infantil estuviera perturbando la conciencia de la niña. Aunque había confesado muy bien la víspera… ¡Era un alma inocente! Le preguntó entonces:
– Maristela, hijita mía, ¿por qué estás tan triste el día de tu Primera Comunión?
– ¡Ah, padre! Todos los niños están aquí con sus papás y yo estoy solita… Usted conoce a mi papá… ¡Ayer me pegó cuando supo que recibiría a Jesús por primera vez! Y dijo que si comulgaba de verdad, ¡me pegaría todavía más!
El sacerdote se emocionó al ver que aquella alma tan joven, pero tan valiente, estuviese dispuesta a recibir los golpes de su padre, pero no dejar de recibir las caricias del Señor en la Eucaristía. Conteniendo las lágrimas, le dijo cariñosamente:
– No te aflijas, pequeña mía. Reza por él en el momento que comulgues. Y cuando regreses a tu casa, le dices que quiero hablar con él.
Maristela levantó sus negros y sorprendidos ojitos, inundados de lágrimas, y le respondió:
– Pero, padre, ¡él no va a venir! Usted sabe que hace años que no pisa la iglesia. Y me va a pegar aún más…
– ¡Confianza, Maristela! Ahora entra en el cortejo, que ya va a empezar la Misa. La niña se quedó llena de consolación durante toda la ceremonia. Las nubes de incienso perfumado, el sonido majestuoso del órgano, las músicas que parecían cantadas por ángeles, el padre Mateus con sus hermosas vestiduras y, ante todo, la imagen de la Virgen Inmaculada que parecía sonreír, le causaron enorme confianza.
En el momento de la Comunión rezó con un fervor como nunca había sentido en su vida. ¡Acababa de recibir al propio Jesús en su corazón! Solamente al volver a casa, se acordó de su padre… ¿Qué va a decir?
Aún tenía los ojos un poco hinchados por el llanto… Cuando la vio, en seguida le preguntó:
– ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué has estado llorando?
Ella le respondió con candidez:
– He llorado porque acabo de hacer la Primera Comunión y todos los niños estaban acompañados por sus papás en este gran día… Y yo era la única que estaba solita…
Abelardo inclinó la cabeza, mudo y pensativo. Pero cuando Maristela le comunicó que el sacerdote quería hablar con él, tuvo una explosión de furia.
Aunque no le pegó, como había amenazado…
Maristela no replicó. En su interior rezaba. Se encontraba tan feliz por haber recibido a Jesús en su alma, que no quería perder la convivencia que con Él tenía. Ni se quiso quitar su blanco vestido de Comunión.
Su padre la observaba de reojo.
¡Su hija estaba tan guapa con aquel traje albo! Esto le hacía pensar en su vida. Él también había hecho la Primera Comunión… ¿Por qué se apartó de Dios? Alguna cosa empezaba a inquietar su alma, endurecida por numerosos pecados.
Por la tarde, llevado por un inesperado sentimiento de ternura paterna, decidió llevar a la niña de paseo.
Cogidos de la mano, caminaban juntos por la calle. Maristela charlaba animadamente mientras conducía a su padre camino de la Plaza de la Iglesia… Abelardo se dejaba llevar por aquel «Ángel de la Guarda», y tal vez ni siquiera se diera cuenta cuando entraron en la iglesia. El templo estaba en penumbras.
Los últimos rayos del sol aún iluminaban los vitrales. Hacía tantos años que Abelardo no entraba en una iglesia…
¡Su corazón empezó a latir más deprisa!
Maristela vio al padre Mateus sentado en el confesionario, rezando el Oficio Divino. Se acercó a él y le dijo:
– Padre, ¡aquí está mi papá!
El sacerdote le saludó con demostraciones de bondad, mientras que la niña se alejaba discretamente. Abelardo, muy tocado por la gracia, se arrodilló en el confesionario y comenzó a aliviar su alma de todos los pecados que la afeaban.
Cuando las campanas tocaron anunciando la Misa de las seis, el celoso párroco aún estaba escuchando aquellas palabras de arrepentimiento bañadas por las lágrimas del feliz penitente, convertido por la inocencia y por las oraciones de su pequeña hija. Finalmente, también él pudo recibir de nuevo a Jesús Hostia en su corazón contrito -¡después de tantos años!- en el mismo día que ella lo recibiera por primera vez.
Desde el Cielo, doña Jesuina contemplaba con suma alegría la conversión de su marido. Y en la Tierra, Maristela y el padre Mateus daban testimonio de cómo Dios nunca deja de acoger a quien a Él se acerca con verdadera contrición, y de cómo es poderosa la oración hecha al Altísimo por la intercesión de la Medianera de todas las Gracias.
Por Fernanda Cordeiro da Fonseca
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