Redacción (Miércoles, 25-04-2012, Gaudium Press) Corría el año de 1944. Europa se encontraba metida de lleno en la guerra e Italia, aliada de Alemania, sufría las consecuencias de su participación en el conflicto. Padua había sido escogida como blanco de la aviación enemiga y el 14 de mayo los bombarderos arrasaron la ciudad.
La iglesia de los capuchinos fue severamente castigada, lo mismo quegran parte del convento. Habiendo cesado el tormentoso asedio, mientras la humareda se disipaba, el trágico alcance de la destrucción iba apareciendo a la vista de todos. Sin embargo, algo llamaba enormemente la atención: una pequeña parcela de aquel monasterio permanecía intacta en medio de las ruinas. La furia demoledora del ataque aéreo había respetado de manera milagrosa tan sólo una habitación y una imagen de Nuestra Señora de las Gracias.
Doce años antes -el 23 de marzo de 1932- un religioso de ese mismo convento, llamado fray Leopoldo, había profetizado que Italia se vería envuelta en un mar de fuego y sangre. Al empezar la guerra, le preguntaron si Padua sería bombardeada. Su respuesta fue clara: «Lo será, y duramente. También el convento y la iglesia serán atacados, pero no esta celdita. Aquí Dios ha derrochado tanta misericordia con las almas que debe permanecer como un monumento de su bondad».1
Y precisamente el lugar que se mantuvo intacto durante el bombardeo fue la celdilla-confesionario de fray Leopoldo Mandi?, en la que durante cuarenta años, entre diez y doce horas al día, oyó en confesión a miles y miles de almas arrepentidas.
Dalmacia: tierra de tradiciones cristianas
Al igual que San Jerónimo, fray Leopoldo era dálmata. Nació el 12de mayo de 1866 en el pueblo de Herzeg Novi («Castelnovo» en italiano), localizado en la hermosa bahía de Kotor (Bocche di Càttaro). Aunque la región de Dalmacia integre en nuestra época el territorio croata, no se desvinculó, en el panorama de la Historia, de los días en que había abrigado a los palacios vacacionales de los emperadores romanos, atraídos por el irresistible encanto de su litoral. De hecho, desde aquellos remotos tiempos hasta los días de hoy, la proximidad con la Península Itálica ha sido propicia para un intercambio cultural ininterrumpido.
Por tal influencia, la familia de fray Leopoldo era profundamente católica. Sus padres, Pedro Mandi? y Carolina Zarevi?, descendían de la antigua nobleza del lugar, y cultivaban tradiciones legadas por sus mayores, fruto de un pasado rico en servicios prestados a la nación y a la Iglesia. Esto dejó una huella indeleble en el alma del futuro sacerdote.
Era el más pequeño de los doce hijos del matrimonio y también el menos fuerte. Su complexión, poco aventajada con respecto al promedio de sus coterráneos, escondía entretanto un alma de gigante, de ese tipo de personas que cuanto más se las conoce, más grandes parecen ser, sobre todo por su unión y entrega a Dios, merecedor del nombre que había recibido en la pila bautismal: Bogdan, que significa Adeodato, «dado por Dios».
«No puedo llorar; voy a la casa del Señor»
Su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por la admirable clarividencia de espíritu,
la cual sólo la podemos explicar por ese vigor de la Fe que desde su tierna edad poseía.
De agudo sentido analítico, ya de niño se sentía chocado ante los embates surgidos del odio entre razas y religiones, ocasionados en Croacia por años consecutivos de guerra y ocupaciones extranjeras.
Conforme iba pasando el tiempo, el joven Bogdan penetraba en la raíz de aquellas discordias, y se daba cuenta que los hombres cuando se alejan de
Dios terminan por rendirse a sus malas inclinaciones. También discernía con toda claridad como la Iglesia Católica podía ser en aquella coyuntura un poderoso instrumento de paz.
Las primeras decisiones que tomó en su vida fueron coherentes con la luz interior que Dios le había concedido. Sin titubear, abrazó la vocación franciscana, en su rama capuchina, con 16 años. Desde el principio alimentaba el vehemente deseo de dedicarse a las misiones en los Balcanes, para traer de vuelta al seno de la Iglesia a aquellos que se habían separado de ella.
Había sido designado por sus superiores para que realizara el noviciado en Italia. No pudo ocultar su alegría ante los parientes, que entre llantos, fueron a despedirse de él. Habiéndole sido indagado por ésta su aparente indiferencia en un momento tan difícil para la mayor parte de los novicios, respondió sonriente: «No puedo llorar. Voy a la casa del Señor. ¿Cómo quieren que llore?» 2
Dios lo llama a ser misionero
Los meses de invierno se aproximaban al seminario capuchino de Udine, a donde llega Bogdan en noviembre de 1882. Allí, el novicio se aplicaba en sus estudios y hacía rápidos progresos, pero, sobre todo, daba buen ejemplo.
En 1884 fue transferido a Bassano del Grappa, donde vistió el hábito y tomó el nombre de fray Leopoldo. Sufría mucho debido a su débil constitución física y al rigor del noviciado de los capuchinos, pero lo enfrentaba todo con heroísmo, teniendo siempre puesta su alma en el ideal de las misiones. Al año siguiente hizo la profesión y retomó los estudios en Padua, donde hizo Filosofía; después iría a Venecia, donde cursaría Teología.
En junio de 1887, siendo estudiante en Padua, oyó claramente en el fondo de su alma la voz del Señor que le invitaba a ser misionero entre los ortodoxos para reconducirlos al seno de la Santa Iglesia. La fecha le quedó tan marcada que, medio siglo después, escribía: «Este año es el quincuagésimo aniversario desde
que oí por vez primera la voz de Dios, que me llamaba a orar, a promover el retorno de los disidentes orientales a la unidad católica».
Para compenetrarse mejor de esta misión, se obligó mediante voto a cumplirla. Estudiaba con ahínco las lenguas balcánicas y confiaba en que convertiría a aquellos pueblos, especialmente a través de la devoción a la Virgen María, que pretendía difundir a través de la palabra escrita y hablada. Tan pronto como recibió la ordenación sacerdotal, el 20 de septiembre de 1890, en Venecia, pidió autorización para salir y lanzarse a la misión. Pero ésta le fue denegada debido a su precario estado de salud.
Inesperada tierra de misión y campo de batalla
¡Dios tiene reservados misteriosos designios a respecto de los santos!
Fray Leopoldo no pudo viajar nunca a los Balcanes, como tanto lohabía deseado. El verdadero entorno de su misión era otro y se fue delineando poco a poco antes sus ojos: la Providencia quería que se sacrificase por aquel pueblo separado de la Iglesia, sufriendo un martirio interior, como víctima expiatoria.
El confesionario fue el principal instrumento para la realización de tal ofrecimiento: allí permanecía todos los días más de diez horas, a veces hasta doce, atendiendo a las almas, que consolaba, orientaba y administraba el Sacramento de la Reconciliación.
Cuarto donde el Santo atendió a miles de penitentes |
Jamás dejó de mostrarse solícito con quien iba en su búsqueda, incluso cuando se trataba de personas impertinentes o cuando el horario ya estaba muy avanzado. El minúsculo espacio de su celda-confesionario se transformó para él en un auténtico campo de batalla. Decía con frecuencia: «Debo hacerlo todo únicamente para el bien de las almas, todo, todo de verdad. Quiero y debo morir luchando».4
Sólo al final de su vida, fray Leopoldo le revelaría a un hermano lego capuchino un esclarecedor hechoque le había ocurrido al inicio de su vocación. Un día, tras administrar la Sagrada Comunión a una persona piadosa, ésta le confidenció: «Padre, Jesús me ha ordenado que le diga esto: su Oriente es cada una de las almas que aquí asiste en confesión».5
Nunca pudo ser misionero en los Balcanes, pero ejerció una proficua actividad apostólica sin perder nunca de vista ese amplio horizonte. En septiembre de 1914, dejó escrito este testimonio: «El objetivo de mi vida debe ser el retorno de los disidentes orientales a la unidad católica; esto es, debo dirigir todas las acciones de mi vida ante Dios, en la Fe y en la caridad del Señor, víctima propiciatoria por los pecados del mundo, de manera que a lo que mi insignificancia respecta mi vida dé algo a tan grande obra, por el mérito del sacrificio».6
Dotes de eximio confesor
Delgado, de baja estatura, voz débil, fray Leopoldo no aparentaba, desde el punto de vista natural, nada que pudiese atraer a la gente. Sin embargo, sus sencillas palabras, impregnadas de amor de Dios y al prójimo, calaban profundamente en los corazones y los transformaba.
Poseía en tan alto grado el don de la sabiduría y el de consejo que personas de cualquier clase social iban a pedirle su sabia orientación. Incluso altos dignatarios eclesiásticos le consultaban sobre intrincados problemas de sus diócesis o funciones.
También recibió de Dios el don de escrutar los corazones y de ello nos da testimonio, por ejemplo, José Bolzonella, de Padua, quien acudía a fray Leopoldo con frecuencia para recibir el Sacramento de la Reconciliación. Una mañana, al arrodillarse en el confesionario, el capuchino le contó, con pormenores, todo lo que había hecho. Viendo a su penitente profundamente impresionado, el sacerdote concluyó, mirándole con amabilidad: «¡Quédese tranquilo! Quédese tranquilo y no piense más en ello».7
El santo confesor demostraba un particular celo por reconducir hacia el buen camino a los penitentes que se acusaban de sus faltas contra la pureza, de una forma superficial y sin manifestar serio arrepentimiento, sobre todo cuando se trataba de hechos públicos. Reaccionaba con severidad, con el fin de moverles a la contrición y despertarles de su letargo.
Este género de pecados le causaban un verdadero horror, pues mantenía la castidad sin mancha. Llegó a decir, ya en su vejez, que aún sentía tener un alma de niño, dando a entender que conservaba intacta la inocencia bautismal.
Su trato con las almas venía marcado por una extrema bondad. Y si alguien manifestase extrañeza ante
tanta afabilidad, siempre señalaba al crucifijo, diciendo que Jesús había sido el que le había enseñado y dado ejemplo.
Poco antes de morir, había declarado que llevaba confesando desde hacía más de 50 años y que no sentía remordimiento por haber absuelto casi siempre al penitente, aunque sí pesadumbre por las pocas ocasiones en las que no pudo hacerlo; y se examinaba rigurosamente para saber si, en esos casos, había hecho todo lo que estaba a su alcance para que aquellas almas fuesen tocadas por la gracia del arrepentimiento.
No obstante, si era necesario, sabía manifestar una fortaleza capaz de vencer a los corazones más duros. Un día, se presentó ante él un pecador inveterado, alegando falsas teorías para legitimar sus errores. Fray Leopoldo, con gran caridad, procuró disuadirle de su mala actitud. Pero cuando se dio cuenta de que todos los argumentos eran inútiles, se levantó con su rostro inflamado de santa indignación y le señaló la puerta, diciéndole en tono severo: «Con Dios no se juega; váyase y morirá en su pecado».8
Como alcanzado por un rayo, el pecador cayó de rodillas llorando y pidió perdón, prometiendo renunciar por completo a sus falsos principios. El santo sacerdote lo abrazó, mezclando sus lágrimas con las suyas, y emocionado por ver la acción de la gracia le dijo: «Ahora somos hermanos».
Pidió la gracia de morir luchando
El amor extasiado por la Cruz marcó la vida de fray Leopoldo. Además del heroico empeño en las atenciones diarias de las confesiones, vivía en constante lucha contra su temperamento fuerte e impetuoso. Tampoco le faltaron los sufrimientos físicos: dolores estomacales, oftalmías, artritis deformante.
Tras la celebración de su jubileo de oro sacerdotal, en 1940, su estado de salud empeoró mucho. Una leve mejoría le permitió volver al «campo de batalla», pero poco después le diagnosticaron la dolencia que lo llevaría a la muerte: un tumor maligno en el esófago. La enfermedad progresó tanto que no podía deglutir alimento alguno, con excepción de las Sagradas Especies, gracia singular que le causaba inmensa alegría.
Al ver que se acercaba su hora final, fray Leopoldo pidió la gracia de morir luchando, y la obtuvo. El día 30 de julio de 1942, se levantó a las cinco y media de la mañana y se dirigió a la capilla de la enfermería. En la víspera, a pesar de su estado precario, había atendido varias confesiones. Después de una hora de oración, se dirigió hacia la sacristía para prepararse para celebrar la Santa Misa y entonces cayó súbitamente al suelo. Fue llevado a su lecho donde recibió la Unción de los Enfermos aún con plena lucidez. El superior del convento recitó tres Avemaría y una Salve. El santo fraile repetía las palabras, cada vez con la voz más flaca. Al terminar de decir: «¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!», su alma voló hacia el Cielo.
El buen pastor ofrece la vida por sus ovejas
La noticia de su fallecimiento se esparció rápidamente por la ciudad y las aldeas vecinas. Multitudes desfilaron ante su cuerpo, y un clamor popular decía al unísono: «Ha muerto un santo».9 Al día siguiente, un enorme cortejo triunfal le condujo al cementerio, entre dos filas de personas que permanecían arrodilladas y lanzaban flores sobre su féretro.
En 1963 el cuerpo incorrupto de fray Leopoldo fue trasladado a una capilla construida al lado de su celdilla- confesionario. El Papa Pablo VI lo proclamó beato en 1976 y Juan Pablo II lo canonizó en 1983, año que se realizaba el Sínodo Mundial de los Obispos, convocado para tratar sobre el Sacramento de la Penitencia; precisamente el que el santo capuchino había amado tanto.
Las palabras del Santo Padre, en esa ocasión, fueron muy significativas y resumen la vida de virtud heroica de San Leopoldo: «Para cuantos lo conocieron, fue únicamente un pobre fraile, pequeño y enfermizo. Su grandeza consistió en otra cosa, en inmolarse y entregarse día a día a lo largo de su vida sacerdotal, es decir, 52 años, en el silencio, intimidad y humildad de una celdilla-confesonario: ‘El buen pastor da la vida por las ovejas'».10
Por el P. Edwaldo Marques EP
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1 BERNARDI, P.E. Leopoldo Mandic – Santo della riconciliazione. 7ª ed. Padova: Violato, 2004, p. 49-50
2 Ídem, p. 9
3 Ídem, p. 62
4 Ídem, p. 37
5 VALDIPORRO, OFMCap., Pedro de. Não me conheces? – Frei Leopoldo – Capuchinho. 4ª ed. São Paulo: Paulinas, 1958, p. 56
6 Ídem, p. 55
7 Ídem, p. 145
8 BERNARDI, op. cit., p. 41
9 Ídem, p. 82
10 JUAN PABLO II. Homília en la Misa de canonización de San Leopoldo Mandi?, el 16/10/1983. In: L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 23- X-83.
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