Redacción (Jueves, 26-04-2012, Gaudium Press) Es imposible no sentir una profunda emoción al contemplar alguna expresiva imagen de la Madre Dolorosa y meditar estas palabras del profeta Jeremías, que la piedad católica aplica a la Madre de Dios: «Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor» (Lam 1,12).
Cuatro grandes privilegios
«No olvides los dolores de tu madre» (Eclo 7,27). Es grato imaginar que este precepto del Espíritu Santo haya inspirado en los cristianos de los primeros siglos una especial veneración por los sufrimientos de la Madre de Dios y nuestra.
A tal respecto, Santa Isabel de Hungría (†1231) afirma haber sido agraciada con una aparición de San Juan Evangelista, quien, a su vez, le reveló la visión que él mismo tuvo el día de la partida de la Virgen al Cielo, presenciando el encuentro de ella con su Divino Hijo.
En ese primer encuentro -relató San Juan- el Redentor y su Madre conversaron sobre los sufrimientos que ambos soportaron en el Calvario. Al final, la Virgen María pidió a Jesús gracias y privilegios especiales para todos los que recordaran y se compadecieran en la tierra con los lamentos, las lágrimas y los dolores que ella padeció en unión a él, para nuestra Redención. Y su Divino Hijo atendió prontamente ese pedido, concediéndole cuatro grandes favores.
Primero: quien invoque a la Virgen María por sus dolores y llantos tendrá la dicha de hacer verdadera penitencia de sus pecados antes de morir.
Segundo: tendrá la protección y el amparo de Nuestra Señora de los Dolores en todas las adversidades y trabajos, especialmente en la hora de la muerte.
Tercero: quien, rememorando los dolores y llantos de la Santísima Virgen, también incluya los de la Pasión en su entendimiento, recibirá en el Cielo un premio especial.
Cuatro: de esa Soberana Señora obtendrá todo cuanto pida para su salvación y utilidad espiritual.
Cómo progresó esa devoción
Ya el siglo IV algunos insignes doctores de la Iglesia -San Efrén, San Ambrosio y San Agustín- desarrollaron conmovedoras reflexiones sobre los dolores de María. A fines del siglo XI otro doctor de la Iglesia, san Anselmo, propagaba la devoción a Nuestra Señora de los Dolores. Muchos monjes benedictinos y cistercienses hacían coro a esta difusión. En el siglo siguiente, el gran san Bernardo de Claraval, también doctor de la Iglesia, llevó más lejos la práctica de esta devoción. A todo ellos se sumaron los ardorosos frailes servitas, ya en el siglo XIII.
En concomitancia a este crecimiento de la devoción, fueron floreciendo espléndidos monumentos artísticos y literarios de alabanza a la Madre de los Dolores. Uno de ellos -el himno Stabat Mater, compuesto hacia 1300 por Iacopone de Todi- fue adoptado en la liturgia y despierta en los oyentes los mejores sentimientos de ternura y compasión hacia la Virgen sufriente: «Estaba la Madre dolorosa en llanto a los pies de la Cruz, de la cual pendía su Hijo…»
En la imaginería sagrada se destaca la «Piedad», representación de la Madre desconsolada y bañada en lágrimas, contemplando el cuerpo sagrado e inerte del Hijo que yace en sus brazos virginales. Y la «Soledad»: el Hijo fue sepultado ya, y la Madre, privada incluso del divino cadáver para contemplar, sólo guarda en sus manos un sudario.
En 1423, para reparar los ultrajes de los herejes husitas que desfiguraban, con sacrílego furor, las imágenes de Nuestro Señor y de la Virgen Santísima, el Concilio Provincal de Colonia instituyó la conmemoración litúrgica de los Dolores de María. Tres siglos más tarde, en 1727, el Papa Benedicto XIII la inscribió en el Calendario Romano, ampliando la celebración a la Iglesia del mundo entero.
Actualmente, la liturgia rinde tributo a Nuestra Señora de los Dolores el 15 de septiembre, fecha establecida por el Papa San Pío X en 1913.
Los Siete Dolores de María
Los siete dolores, las siete tristezas o las siete espadas… El relato de los Santos Evangelios proporcionó a la piedad popular los elementos para formar la colección de los siete padecimientos de la Virgen Madre.
«Una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35), profetizó Simeón a María en el Templo. Fue su primer gran dolor. Siguen después los demás, en el orden cronológico del Evangelio: la huída a Egipto, la pérdida del Niño Jesús en el Templo, la subida al Calvario, la Crucifixión de Nuestro Señor, el descendimiento de la Cruz y la sepultura.
Durante cierto tiempo, la memoria de la Virgen de los Dolores se conmemoró bajo el título de celebración de los Siete Dolores de María, introducida en la liturgia en 1668 por iniciativa de la Orden de los Frailes de los Siervos de María (Servitas). Esta Orden goza el privilegio de un prefacio propio para la conmemoración litúrgica del 15 de septiembre, en donde se recita esta emocionante oración a Dios Padre, verdadera joya de piedad y teología:
«Tú, para restaurar al género humano, con sabio designio asociaste benignamente la Virgen a tu Hijo Unigénito; y ella, que por la acción fecunda del Espíritu había llegado a ser su madre, por un nuevo don de tu bondad se hizo su auxiliar en la Redención; y los dolores que no sufrió trayendo al mundo su Hijo, los sufrió severísimos para hacernos renacer en ti».
Por Lucía Pérez Wheefock
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