Redacción (Martes, 08-05-2012, Gaudium Press) Los siglos XVI y XVII fueron tiempos difíciles para la Iglesia en Inglaterra. La otrora denominada Isla de los Santos se encontraba agobiada por problemas de índole política que enseguida transcendieron a la esfera eclesiástica, con las más graves repercusiones.
En 1534, Enrique VIII se autoproclamó Jefe Supremo de la Iglesia en Inglaterra y declaró reo de muerte a quien no reconociese su autoridad. Al año siguiente fueron decapitados dos de los más prominentes opositores al Acta de Supremacía: San Juan Fisher y Santo Tomás Moro. Los monasterios, conventos y cofradías fueron disueltos. Una implacable persecución se desató contra los que permanecían fieles al Papa.
En medio a esas circunstancias históricas nacía en Londres, el 25 de enero de 1540, Edmundo Campion.
Alumno brillante, orador elocuente, profesor querido
Hijo de padres acomodados, el pequeño Edmundo estaba dotado de una inteligencia sin par y de una gran facilidad para el estudio de las letras, lo que hacía que se abriera ante sí un futuro brillante. Tuvo tal progreso en el colegio que fue el estudiante escogido, con sólo 13 años, para hacer el discurso de bienvenida, en latín, a la reina María I, cuando entró solemnemente en Londres, en 1553.
El donaire y la vivacidad del niño cautivaron a los presentes. Entre ellos estaba Sir Thomas White, fundador del Colegio San Juan de Oxford, que lo acogió bajo su protección y lo llevó a esta institución, con el fin de educarlo y formarlo.
Edmundo no defraudó a su bienhechor. Coronó sus estudios con brillo, correspondiendo a las esperanzas de su maestro. Por su privilegiada inteligencia y gran elocuencia, era siempre el orador escogido para hacer discursos en las ocasiones importantes. Como profesor, se destacó de tal forma que alumnos de otros cursos venían a asistir a sus clases como simples oyentes.
Fue nombrado jefe de los inspectores de disciplina de la Universidad. En poco tiempo se hizo querer y se volvió popular entre los estudiantes al punto de «crear escuela»: se formó en Oxford un grupo de estudiantes denominados «los campionistas», porque le imitaban en su manera de hablar, en sus gestos, en su modo de ser e incluso de vestir.
Encuentro con la reina Isabel I
Poco tiempo después de su coronación como reina, Isabel I visitó Oxford con una gran comitiva, para pasar unos días con los estudiantes de la célebre Universidad. Tenía como objetivo reclutar para su causa a jóvenes universitarios o profesores de gran talento. La visita duró seis días y constó de varios actos académicos, entre los cuales estaba un homenaje del cuerpo docente. El orador elegido fue Edmundo Campion que entonces tenía 27 años de edad.
La reina le escuchó con mucha satisfacción, le hizo ofrecimientos muy lisonjeros y le puso bajo la tutela de su canciller, William Cecil, que más tarde se refirió a él como «uno de los diamantes de Inglaterra».1
Empieza la batalla por la fidelidad
Casi instintivamente, Campion rechazaba las reformas implantadas en la esfera espiritual por Enrique VIII y sus sucesores. Sin embargo, inebriado por las posibilidades de una brillante carrera, se dejó llevar por los acontecimientos y prestó el juramento de supremacía en 1564, reconociendo a la reina como gobernante suprema de la Iglesia en Inglaterra.
Cuatro años más tarde, recibió de manos del obispo anglicano de Gloucester la ordenación diaconal. Mientras tanto, el futuro mártir se dedicaba a los estudios de Filosofía aristotélica, de Teología natural y de los Santos Padres, no tardando mucho en tomar conciencia de su falta. Profundamente perturbado por los remordimientos, buscó a un sacerdote católico, hizo una buena confesión y asumió públicamente su condición de hijo de la Iglesia.
Tenía muy claro que su actitud le obligaría a dejar la carrera académica, pero no dudó en hacer ese sacrificio. Tampoco ignoraba que si permaneciese en Inglaterra en esas circunstancias, se estaría exponiendo a grandes riesgos. Por eso dejó Oxford y se mudó a Dublin en 1569.
Un nuevo porvenir: el sacerdocio y el martirio
Al año siguiente, el Papa San Pío V promulgó la bula Regnans in Excelsis, excomulgando a la reina Isabel I. Tras este acto pontificio, los ánimos se exasperaron y la situación de Edmundo se volvió especialmente delicada. Los irlandeses no lo veían con buenos ojos por haberse dedicado a escribir una versión de la Historia de su país bajo el prisma inglés; los católicos lo miraban con recelo por el hecho de haber sido ordenado diácono anglicano; y los anglicanos y luteranos lo detestaban por ser un «papista».
No tuvo otra alternativa que la de regresar a Inglaterra, con el nombre de Mr. Patrick y disfrazado de lacayo. Llegó a Londres a tiempo de ser testigo del juicio de uno de los primeros mártires oxonienses: San Juan Storey, jurista, ejecutado en 1571 por su fidelidad al Romano Pontífice. Entonces se dio cuenta como la Santa Iglesia necesitaba en su nación almas dispuestas a una donación total, para sustentar en la fe a los católicos y mantener el estandarte de catolicidad erguido en aquella otrora conocida Isla de los Santos.
Este hecho despertó en su alma la vocación al sacerdocio, con la disposición de sacrificar todo, incluso su vida, si fuera preciso, en defensa de la Iglesia de Cristo. El martirio pasó a formar parte de sus pensamientos y de su futuro.
En el seminario en Douai
Decidido a corresponder sin demora al llamamiento del divino Maestro, emprendió un viaje a Flandes en un momento crítico, pues todos los viajeros eran tenidos por sospechosos. Tras muchas peripecias, consiguió llegar al seminario de Douai, fundado y dirigido por el Padre William Allen, el futuro Cardenal, también oxoniense.
En este seminario, que fue el punto de partida para muchos santos y mártires, estudió Teología, Exégesis y Divinidad. La copia de la Suma Teológica que usó Campion durante sus estu dios se conserva hasta hoy; en ella se aprecian las anotaciones que hizo al margen del argumento de Santo Tomás sobre el «bautismo de sangre», es decir, el martirio.
El martirio parecía que era el único tema de conversación en el seminario de Douai en aquella época. Todos se juzgaban indignos de tan gran privilegio, pero contaban con el auxilio de la gracia. Convencidos de la realidad expresada en la famosa frase de Tertuliano: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos»,2 estaban dispuestos realmente a todo.
Edmundo permaneció allí nueve años y recibió las órdenes menores y el subdiaconado. Pero tenía su corazón siempre atormentado por haber prestado el juramento de supremacía. Desconfiando de sus propias fuerzas, depositaba su confianza «en Aquel que conforta» (cf. Flp 4, 13), y se esforzaba al mismo tiempo en preparar su alma en la humildad. Anhelaba, para ello, una vida de austera disciplina y obediencia. Pensaba que quizá sólo así podría hacerse «digno del verdugo y de la horca por su Dios». 3
Sacerdote jesuita
Entonces se fue a Roma, como peregrino, y solicitó el ingreso en la Compañía de Jesús. El superior general, el P. Everardo Mercuriano, le recibió como novicio y lo destinó a Brünn, en Austria. Más tarde fue transferido a Praga, donde estudió cinco años más y recibió la ordenación sacerdotal en 1578.
Comenzaba para el padre Edmundo una fase de intensas actividades de apostolado. Era llamado constantemente para predicar y atender confesiones en las ciudades próximas, y no dejaba de dar asistencia a los fieles en los hospitales y en las cárceles.
Un día, recibió una carta del Cardenal Allen, en la que le comunicaba que había organizado una incursión de misioneros en Inglaterra y que él, el P. Edmundo, formaba parte del grupo. «El General accedió a nuestras súplicas; el Papa, verdadero padre de nuestro país, lo consintió; y Dios nos permitió que nuestro querido Campion, con sus dotes extraordinarios de sabiduría y gracia, nos fuese por fin restituido».4 Se aproximaba el deseado martirio… Sus compañeros del Colegio de Praga le dieron un pergamino con la profética inscripción: «Padre Edmundo Campion, mártir».
¡Cien mil conversiones en un año!
El 18 de abril de 1580 salió de Roma, con la bendición del Papa Gregorio XIII, una pequeña caravana de misioneros, entre ellos tres jesuitas: el P. Robert Persons, superior, el P. Edmundo Campion y el hermano Ralph Emerson. Recibieron también la bendición de San Felipe Neri, en el Oratorio, y los ánimos de San Carlos Borromeo, en Milán, por donde pasaron.
Su misión era puramente espiritual: procurar a las ovejas perdidas, recuperar a los católicos que vacilaban o contemporizaban bajo el régimen persecutorio, enfervorizar a las almas fieles. Jamás podrían inmiscuirse en problemas políticos, menos aún participar en confabulaciones, o incluso simples conversaciones, contrarias a la reina.
No fue sin grandes riesgos y dificultades que consiguieron cruzar el Canal de la Mancha y entrar disfrazados en Dover, pues espías ingleses en Roma habían enviado noticias de su salida, y en toda Inglaterra la fuerza policial estaba movilizada para impedir la entrada de estos «ilegales» en su territorio.
Los católicos ingleses, animados por la llegada de los sacerdotes, se encargaron de hospedarles y facilitarles las condiciones necesarias para ejercer su ministerio apostólico. De esta manera, pudieron durante más de un año desempeñar sus funciones sacerdotales, siempre en una situación de peligro. Disfraces, nombres falsos, precarios escondites, aprensión en los momentos de búsquedas policiales, todo esto formaba parte de la rutina de los heroicos misioneros.
Campion predicaba con frecuencia sobre el primado de Pedro. Celebraba la Santa Misa, atendía confesiones, daba consejos, alentaba a los frágiles, «todo como en las catacumbas», 5 dice uno de sus biógrafos. Más aún, traía de vuelta al rebaño de Cristo a innumerables ovejas descarriadas. «¡Cien mil conversiones en un año!», exclamaba el mismo autor.6
El «jesuita sedicioso»
Estando refugiado en York, el P. Campion escribió, en latín, su obra más famosa: Decem Rationes (Diez razones para ser católico), en seguida divulgada por todo el país. El 29 de junio de 1581 aparecieron en los bancos de la iglesia de Santa María de Oxford 400 ejemplares de esa obra, que habían sido dejados por alguna mano desconocida…
Como respuesta a esta audaz iniciativa de los misioneros, la reina ofreció una gran recompensa por su captura, sobre todo la del P. Campion. El 16 de julio, festividad de la Virgen del Carmen, él y el Hno. Emerson se encontraban en una casa de Lyford Grange, administrando los Sacramentos. Camuflado entre los fieles estaba un espía, llamado George Eliot. Igual que Judas el infame, salió después de comulgar, para denunciar a los misioneros a quien le pagaba el salario de su vil oficio. No tardaron en llegar los agentes del Gobierno, que registraron la casa y detuvieron a los ministros de Dios.
Atados en caballos y cabalgando de espaldas, fueron conducidos hasta Londres, donde entraron entre manifestaciones de escarnio de un reducido populacho. En el sombrero del P. Edmundo había puesta una inscripción que decía: «Campion, el jesuita sedicioso».
Juicio y condena
En la Torre de Londres se inició el proceso contra el P. Campion. La reina quiso hablar personalmente con él. Le ofreció la vida, la libertad, honras e incluso la diócesis de Cambridge, a condición de que reconociese su supremacía espiritual en el Reino de Inglaterra.
El valiente varón rechazó todas esas ofertas. Entonces se dio proseguimiento a las investigaciones. Aunque sometido a terribles torturas, el P. Campion se defendió con tanto acierto que sus acusadores no encontraban medio de incriminarlo. Fue necesario recurrir a declaraciones de falsos testigos.
En un ridículo juicio realizado en Westminster, el 20 de noviembre, se decretaba la sentencia de muerte en la horca, seguido de destripamiento y descuartizamiento. San Edmundo y sus compañeros condenados, el P. Sherwin y también el jesuita Briant, la acogieron con el cántico jubiloso del Te Deum laudamus y de un versículo del salmo 118: «Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en Él» (v. 24).
George Eliot, el delator, procuró al santo misionero en el calabozo para pedir perdón. Y fue perdonado inmediatamente.
El martirio
Isabel I quiso hablar con el Santo en la Torre de Londres |
Caía una lluvia fina y fría sobre Londres en la mañana del 1 de diciembre de 1581. Los tres condenados fueron conducidos al patíbulo amarrados a una estera de mimbre tirada por caballos. Al pasar el arco de Newgate, San Edmundo consiguió erguir la cabeza lo suficiente para poder saludar a una imagen de la Virgen que se encontraba en un nicho. Al llegar a Tyburn, donde estaban preparadas las horcas, Campion subió con toda la firmeza que le permitían sus miembros dislocados por las torturas. Se oyó un murmullo de admiración entre los espectadores, seguido de un largo silencio. Comenzaba allí una nueva cosecha de conversiones, entre ellas la de un joven que se hizo jesuita y, 14 años después, sufrió idéntico martirio: San Enrique Walpole.
Con la cuerda ya en el cuello, el P. Campion fue interrogado por última vez por un consejero de la reina, que le exigía una confesión pública de sus «traiciones».
La Historia registra sus postreras palabras: «Si ser católico, es ser traidor, me confieso tal. Pero si no, pongo por testigo a Dios, ante cuyo tribunal voy ahora a presentarme, que en nada he ofendido a la reina, a la patria o a nadie por lo que merezca el titulo o la muerte de traidor».7
Por último, rezó el Padrenuestro y el Avemaría, y pidió a los católicos presentes que recitasen el Credo mientras él expiraba. Entregaba de esta manera su alma al Creador, como mártir de la fidelidad a la Cátedra de Pedro.
Por la Hna. Hilary Loretta-Ann Bonyun, EP
1 WAUGH, Evelyn. Edmundo Campion. San Francisco: Ignatius Press, 2005, p. 68.
2 TERTULLIANO. Apologget., 50; PL 1, 534.
3 BRICEÑO J., SJ, P. Manuel. San Edmundo Campion. In: ECHEVERRÍA, L., LLORCA, B., REPETTO BETES, J.L. (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2006, vol. 12, p. 19.
4 WAUGH, Op. cit., p. 87.
5 BRICEÑO J., SJ, Op. cit., p. 21.
6 Ídem, ibídem.
7 Ídem, p. 23.
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