Bogotá (Jueves, 10-05-2012, Gaudium Press) Breda, ciudad del sur en los países bajos, en la provincia de Brabante, no es famosa por ser actualmente un gran centro industrial estratégicamente ubicado, ni por ser vecina de Rotterdam, la patria chica de Erasmo.
Su historia registra un episodio de protocolo militar, pundonor y caballerosidad que solamente está escrito en las páginas de la civilización cristiana porque ninguna otra civilización logró alcanzar tal «Elevación de alma, producto de la fe, cortesía nacida de la caridad que hacía resplandecer valores espirituales inestimables, en un acto que en sí mismo es inevitablemente rudo y humillante, como toda rendición».(1)
El pintor español Diego Silva de Velásquez logró inmortalizarlo en un gigantesco lienzo de tres por tres metros, actualmente en el Museo del Prado en Madrid: «La Rendición de Breda»; o «Las lanzas», como acostumbran denominarlo algunos comentaristas de arte.
En el citado artículo, el autor hace una magistral descripción del gesto histórico de los personajes principales, los dos generales comandantes respetuosamente de sombrero en mano: uno católico, el vencedor, otro protestante, el vencido, pero ante todo dos maduros hidalgos, dos varones en todo el sentido de la palabra, todavía emanando de sus nobles figuras y personalidades el masculino aroma de la civilización en que nacieron y fueron formados. El vencido Justino de Nassau, el que dirigió la defensa de la ciudad asediada por los gloriosos Tercios Españoles, pretende entregarle de rodillas la llave de ella al vencedor Marqués de Spínola quien con nobleza le impide que se hinque ante él: «Se percibe en el cuadro que él felicita a su adversario por el brillo de la resistencia, amenizando así, caballerescamente, lo que la rendición tiene de amargo para el vencido»(2)
La guerra ha sido una de las actividades del hombre que más dolor, prosaísmo y resentimiento siembra en el alma humana. Esperar en ella nobles gestos de caballerosidad e incluso caridad cristiana, jamás lo imaginó la antigüedad pagana en sus atroces guerras de conquista. Tampoco hubiera podido imaginar que un pintor -también hijo de la Cristiandad- consiguiera atrapar con lujo de detalles y psicológica expresividad un momento final como fue aquella famosa rendición cuyo lienzo trescientos años después fuera rutilantemente comentado por un escritor católico de la relevancia del Dr. Plinio Correa de Oliveira. Continuidad imperecedera y profundamente coherente de una manera nobilísima de ver la vida en este valle de lágrimas, destierro al que nos lanzó el pecado, que solamente se hace soportable cuando sabemos destilar con espíritu cristiano la esencia de los hechos históricos, su trascendencia y su significado delante de Dios.
Por Antonio Borda
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(1)Plinio Correa de Oliveira, «Catolicismo» No.71, noviembre de 1956.
(2)Ibídem
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