Bogotá (Lunes, 14-05-2012, Gaudium Press) Cada vez más nos convencemos de lo pernicioso a todo nivel del egoísmo y de lo curativo que es el acto contemplativo.
Adquirir el hábito de contemplar y de admirar: Es ese uno de los grandes logros en la vida de un hombre. Y como hábito bueno que es, cuesta algún esfuerzo adquirirlo, pero el premio es gigantesco.
El egoísmo no es solo pensar únicamente en sí, el vivir exclusivamente para el beneficio personal. Es eso, pero no solo eso. Egoísmo es fundamentalmente no abrirse a la contemplación de Dios en el Orden del Universo. Egoísmo es por ejemplo despreciar un colibrí en el jardín de casa o en un parque -que mueve agilísimamente sus alas, y brilla con las refracciones maravillosas del sol que toca su pétreo plumaje- porque… porque hay que ir a conseguir mucho más dinero, o hay que comer algo ya… y no de aquí a un minuto.
Egoísmo es no contemplar, aunque solo sea unos recogidos instantes, esos maravillosos atardeceres que Dios con frecuencia nos regala, atardeceres multicolores, atardeceres fuertes o tenues, atardeceres amarillos, o violetas, o color durazno, o azules brillantes.
Egoísmo es particularmente no admirar con espíritu religioso las múltiples cualidades que Dios puso en el ser humano, cualidades que incluso se mezclan con defectos, pero que un alma admirativa y contemplativa sabe distinguir, sabe apreciar, sabe valorar, y sabe hacer depender de Dios.
Nada más complejo y complicado que el hombre. Pero nada más entretenido que contemplar al hombre.
Por ejemplo, contemplación de aquel que en su juventud tal vez imprevisora, posee la fuerza característica, tiene el empuje que cree conquistar el mundo para su causa, tiene la candidez de quien se siente seguro de alcanzar todos sus ideales, y enfrenta sin temor el dolor y la lucha. Contemplación admirativa, pues, de la fuerza, del idealismo, de la candidez, para no caer en lo que la literatura llama -con profundidad de sentido- «la venalidad de la edad madura».
Imagen representando a San Vicente Ferrer |
O contemplación de aquel anciano que en sus postreros años posee la sabiduría del tiempo, la serenidad que dan las visiones de conjunto adquiridas paso a paso a lo largo de los años, la bondad de quien sabe que muchas veces más se consigue con una gota de miel que con torrentes de hiel.
Contemplación de esa persona con la que nos encontramos algún día por ‘acaso’ y que nos impresionó por su capacidad de análisis y de síntesis, por su habilidad para llegar rápida y ágilmente al fondo del asunto, por su facultad de expresar con claridad y buen juicio sus ideas.
O contemplación de ese otro que nos impactó por su capacidad de acción y de realización, por su agilidad organizativa, por sus facultades para explicar a los otros los motivos que deben inspirar la acción, por su facilidad para inspirar a los demás la unión en torno a un ideal, a la consecución de una meta.
Y así por delante.
¿No se siente que así, en la contemplación, la vida se torna divertida?
Y no solo divertida sino «religiosa», en el sentido de que viendo que toda cualidad no es sino reflejo de Dios, podemos unirnos y amar a Dios, en la contemplación de todas las cualidades existentes en el Orden del Universo.
Entretanto, sabemos que al mismo tiempo que el hombre tiene la inclinación a admirar -particularmente lo más perfecto-, tiene también la tendencia a envidiar: envidia, sinónimo de egoísmo, sinónimo de cerrarse a la admiración y a la contemplación.
Para sobreponernos a esta nefasta tendencia fruto del pecado original, para curarnos de ella, para ello está la gracia, están la oración y los sacramentos de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana. Pero a Dios rogando y con el mazo dando: cumple a nosotros hacer el esfuerzo ‘terapéutico’, que vaya convirtiendo a nuestras almas en esa fuente fuerte, pura y ascendente, que a partir del Orden creado, va en pos de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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