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Ciro, el Grande: Un instrumento en las manos de Dios

Redacción (Miércoles, 23-05-2012, Gaudium Press) Cuenta Heródoto que en el siglo VI a. C. hubo un rey meda que tuvo un sueño misterioso interpretado así por los sacerdotes: su nieto, recién nacido, lo derribaría del trono cuando fuera adulto. Considerando esta visión como un presagio, ordenó que asesinaran al niño.

Pero después de una serie de peripecias el pequeño acabó escapando de la muerte. Creció, se convirtió en un valiente guerrero y, según el profético sueño, venció a su abuelo en una batalla, haciéndolo prisionero.

Este relato, como tantos otros de aquella remota época, mezcla el mito con la realidad. No obstante, nos muestra la figura de un personaje que al asumir el trono meda abriría una nueva etapa en la Historia de la Antigüedad.
Su nombre era Ciro II, el Grande.

Origen del reino de los medas

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El Cilindro de Ciro, escrito en caracteres cuneiformes, relata la conquista
de Babilonia y la liberación de los pueblos que allí vivían exilados

Para ambientarnos mejor en nuestra narración, conviene que retrocedamos hasta la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo. En aquel tiempo, la gran altiplanicie situada desde el monte Ararat hasta la India era habitada por un pueblo guerrero y rudo, procedente de Asia Central: los arios.

Eran de lengua indoeuropea y estaban divididos en numerosas tribus; algunas de ellas se trasladaron a Siria y Mesopotamia, mientras que otras se dirigieron al norte del actual Afganistán.

En el siglo IX a. C. una de esas tribus arias entró en guerra con el rey asirio Salmanasar III. Las hostilidades se prolongaron hasta el siglo siguiente, con Sargon II, quien consiguió someterla finalmente. Sin embargo, enseguida recuperó su independencia y bajo el liderazgo de Deyoces tomó la forma política de monarquía.

Había nacido el reino de los medas. La vida política y militar de este pueblo será consolidada por el nieto de Deyoces, Ciáxares, contemporáneo del famoso soberano caldeo Nabucodonosor, del que nos habla profusamente el Antiguo Testamento.1

Nueva manera de tratar a los vencidos

Con la muerte de Ciáxares, en el 585 a. C., heredó el trono de los medas su hijo Astiages, abuelo de Ciro por vía materna, al que nos hemos referido al comienzo de este artículo. Su imperio se extendía por un territorio de considerables dimensiones que comprendía Capadocia, el Ponto, Armenia y buena parte del actual Irán, e incluía el dominio sobre otra tribu aria: la de los persas. Al ponerse al frente de esta tribu, Ciro consiguió liberarla del yugo meda, en el año 555 a. C., y atrayendo a otros pueblos vecinos formó con ellos una federación, de la que fue su jefe.

Empezaba entonces una lucha de cinco años, que acabaría con la derrota de Astiages. En el reinado de Ciro, pasan a ser el pueblo dominante y los medas el dominado. 2 Iniciaba así el futuro Imperio Persa.

Ahora bien, un aspecto inédito en aquella época marcaría la victoria de Ciro: no sólo le perdonó la vida al rey derrotado, sino que hizo que viviera en la corte colmado de honores.

Asirios y babilonios habían fundado su imperio sobre la base de la aniquilación de los pueblos vencidos. Ciro, al contrario, enseñó al mundo cómo gobernarlos con otros métodos distintos a los de la violencia. Y cuando cayó, en la lucha contra los bárbaros de Oriente, en el 529 a. C., desaparecería un soberano como no se había visto hasta entonces, y como no se vería por mucho tiempo.

Agregando por la fuerza de las armas nuevos territorios a los que ya había recibido de Astíages, Ciro fundó un imperio superior en extensión no sólo al de Egipto, sino también al asirio- babilonio. Desde Palestina hasta Paquistán, todo el mundo estaba a sus pies. No obstante, tributaba respeto a los enemigos derrotados, tratando con tolerancia sus instituciones y sus sentimientos religiosos. «Un espíritu completamente nuevo había penetrado en el gobierno del mundo».3

«Yo he suscitado a Ciro»

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Ciro había fundado un imperio superior en extensión no sólo al de Egipto, sino también al asirio-babilonio

Sin embargo, no han sido los triunfos militares de Ciro o sus dotes de gobernante los que nos han llevado a hablar de él en este artículo, sino el hecho de haber sido elegido por Dios para una misión única, anunciada así por Isaías: «Esto dice el Señor a su ungido, a Ciro: ‘Yo lo he tomado de la mano, para doblegar ante él las naciones y desarmar a los reyes, para abrir ante él las puertas, para que los portales no se cierren. Yo iré delante de ti, allanando señoríos; destruiré las puertas de bronce, arrancaré los cerrojos de hierro; te daré los tesoros ocultos, las riquezas escondidas, para que sepas que Yo soy el Señor, el Dios de Israel, que te llamó por tu nombre. Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título de honor, aunque no me conocías'» (Is 45, 1-4).

De este modo, el gran Ciro, pagano y politeísta, entra de la mano del Altísimo en la Historia del pueblo de Israel, con la misión de reconducir a Jerusalén a los judíos desterrados: «Yo lo he suscitado [a Ciro] en justicia y allano todos sus caminos: él reconstruirá mi ciudad y hará volver a mis cautivos, sin precio ni rescate, dice el Señor de los ejércitos» (Is 45, 13).

«Por primera vez en la historia del pueblo escogido, un oráculo de Dios favorable se dirige a un rey extranjero dándole el título de Ungido», 4 concluyen Schökel y Sucre Díaz, biblistas contemporáneos.

La conquista de Babilonia

Con la muerte de Nabucodonosor II, el rey que había llevado al pueblo judío al cautiverio, el imperio babilonio entraba en una fase de decadencia. Tres monarcas se sucedieron en tan sólo siete años, hasta que en el 555 a. C. Nabonid, noble de origen arameo, asumió el gobierno, en el cual conseguirá mantenerse hasta los acontecimientos del año 539 a. C.

Este nuevo monarca, contemporáneo de Ciro, se unió en un primer momento a éste contra los medas. Aún se aliaría, más tarde, a Egipto y Lidia, con la vana intención de frenar la pujante expansión del rey persa.5 Vencido finalmente por Ciro, en Opis, cerca del río Tigris, Nabonid huyó, dejando vía libre para que las tropas persas conquistasen, sin mucho esfuerzo, Babilonia, en su ausencia gobernada por su hijo Baltasar, también mencionado en las Sagradas Escrituras (cf. Dn 5).6

Unos días más tarde, Ciro tomó la ciudad, pero perdonó a sus habitantes, e incluso rindió culto a sus dioses locales. Se sabe, por la Crónica babilónica, de su preocupación por preservar los lugares sagrados y mantener el buen curso de los actos litúrgicos.

Llegó la hora de la liberación

Los judíos desterrados veían en Ciro a un vengador de la opresión sufrida, que fue manifestada con énfasis por el salmista: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión. […] ¡Capital de Babilonia, destructora, dichoso quien te devuelva el mal que nos has hecho!» (Sal 136, 1.8). Ya antes de su llegada, los sucesos del rey persa habían despertado en ellos la esperanza de que se realizaría en breve ese deseo.

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«Ciro II, el Grande, y los Hebreos», iluminura de Jean Fouquet. Departamento de Manuscritos Franceses, París

Guiado por un Dios que no conocía, Ciro se transformó en un instrumento del Aquel que le había prometido a su pueblo: «Del Oriente llamo a un ave de rapiña, de tierra lejana, al hombre que realice mi designio.

Lo he dicho, hará que ocurra, lo he dispuesto y lo realizaré» (Is 46, 11). Al año siguiente de su dominio sobre Babilonia, no dudó en autorizar el regreso de los judíos a Palestina y la reconstrucción del templo de Jerusalén, decretando, al mismo tiempo que las poblaciones de las ciudades en las que vivían los ayudasen a restablecer en él su antiguo culto.

«Esto dice Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios del Cielo, me ha dado todos los reinos de la Tierra y me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén de Judá. El que de vosotros pertenezca a su pueblo, que su Dios sea con él, que suba a Jerusalén de Judá, a reconstruir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. Y a todos los que hayan quedado, en el lugar donde vivan, que las personas del lugar en donde estén les ayuden con plata, oro, bienes y ganado, además de las ofrendas voluntarias para el templo de Dios que está en Jerusalén» (Esd 1, 2-4).

Había llegado la hora de la liberación. Dios había decretado el final del exilio de su pueblo y quiso, en sus insondables designios, valerse de un rey pagano para aplicar su misericordia, al igual que se valió de otro para castigarlo.

Porque Él es el Señor de la Historia, que da o quita a los hombres el poder, de acuerdo con su beneplácito.
El poderoso Ciro, el que llamaba a la victoria a seguir sus pasos, ponía a los reyes a sus pies y, con su espada, reducía a sus enemigos al polvo (cf. Is 41, 2), no fue, en realidad, sino un dócil instrumento en las manos del Señor Omnipotente.7

Por Alejandro Javier de Saint Amant

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1 Cf. GOETZ, Walter (Dir.). Historia Universal. Madrid: Espasa-Calpe, 1950, v. I, pp. 614-615.
2 Cf. Ídem, p. 616.
3 Ídem, p. 618.
4 ALONSO SCHÖKEL, Luis; SICRE DÍAZ, J. L. Profetas . 1ª ed. Madrid: Cristiandad, 1980, v. I, p. 301.
5 Cf. BRIGHT, John. História de Israel . 7ª ed. São Paulo: Paulus, 2003, p. 424.
6 Posteriormente Nabonid reaparece y es capturado; sin embargo Ciro le perdonó la vida.
7 Cf. ABADIE, Philippe. El libro de Esdras y de Nehemías. En: Cuadernos bíblicos . Estella: Verbo Divino, 1998, v. XCV, p. 14.

 

 

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