Redacción (Jueves, 24-05-2012, Gaudium Press) ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo» (Gn 4, 10). La pregunta que Dios le hace a Caín todavía resuena en nuestros días, recordándoles a los hombres el primer fratricidio de la Historia, cuya causa sólo fue una: la envidia. Caín no aguantó el ver a su hermano Abel corresponder generosamente al amor que Dios le manifestaba.
Las victorias de David despertaron la envidia del rey Saúl |
Desde la aurora de la humanidad ese vicio, que el Antiguo Testamento dice que «carcome los huesos» (Pr 14, 30), viene provocando desgracias entre los hombres. Impulsados por la envidia los hermanos de José lo vendieron como esclavo (cf. Gn 37, 11-28) y Saúl arrojó su lanza dos veces contra David con el objetivo de «clavarlo en la pared» (1 Sm 18, 7-11). Llegada la plenitud del tiempo también será ése el motivo por el que los fariseos entregaron a Jesús al tribunal de Pilatos: «Sabía que se lo habían entregado por envidia» (Mt 27, 18).
No es de extrañar, por tanto, que San Agustín la considere como «el pecado diabólico por excelencia».1
O que San Basilio pregunte si puede haber una enfermedad del alma más terrible que la envidia. Pues para este Padre de la Iglesia, Caín fue el primer discípulo de Lucifer y de él aprendió a ser homicida.2 «Por la envidia del diablo entró la muerte al mundo» (Sb 2, 24).
Fray Luis de Granada, por su parte, la considera «uno de los pecados más poderosos y más perjudiciales que hay y que más extendido tiene su imperio por el mundo, especialmente por las cortes y palacios, y casas de señores y príncipes; aunque ni deja universidades, ni cabildos, ni conventos de religiosos».3
Ahora bien, si ese mal es tan grande, ¿existirá algún remedio para él? O, mejor aún, ¿un medio eficaz para prevenirlo? Es lo que intentaremos desvelar en este artículo. Para ello, empecemos conociendo mejor este defecto que es al mismo tiempo una pasión y un pecado capital.
Conceptos coincidentes a lo largo de los siglos
Etimológicamente la palabra «envidia» procede del verbo latino invidere, que significa mirar maliciosamente. De ahí el origen del famoso juego de palabras de San Agustín: «Video, sed non invideo» – Veo, pero no envidio.4
Las características atribuidas a ella por los más variados autores a lo largo de los siglos son notablemente coincidentes. Aristóteles la define en su Retórica como un dolor causado por la buena fortuna que gozan algunos de nuestros semejantes, no con la intención de conseguirla para nosotros, sino por el simple hecho de que la posean ellos.5
Santo Tomás de Aquino, citando a San Juan Damasceno, caracteriza a la envidia como «la tristeza del bien ajeno».6 Y explica que aquélla «es siempre mala» porque hace sentir pesar ante lo que debería causar alegría, es decir, el bien del prójimo.7
Con pequeñas variantes, manifiestan idéntica opinión tratadistas recientes como el dominico Royo Marín, que la define como «tristeza del bien ajeno en cuanto que rebaja nuestra gloria y excelencia». Y añade que de ella proceden «el odio, la murmuración, la difamación, el gozo en las adversidades del prójimo y la tristeza en su prosperidad».8
Precocidad de esta pasión en el alma humana
La pasión de la envidia está de tal manera arraigada en la naturaleza humana caída por el pecado que, antes incluso de que sea capaz de formular sus primeras concepciones sobre el mundo o pueda balbucear alguna palabra, algunas de sus características ya se pueden manifestar en un niño. Así, San Agustín escribe en su libro Confesiones: «Yo mismo he visto y experimentado a un niño de pecho, que aún no sabía hablar, y tenía tales celos y envidia de otro hermanito suyo de leche, que le miraba con un rostro ceñudo y con semblante pálido y turbado».9
Igualmente Mons. João Scognamiglio Clá Dias pone de relieve la precocidad de este defecto: «¿Cuántos de nosotros no nos lanzamos en los abismos de la ambición, de la envidia y de la codicia ya en los primeros años de nuestra infancia?», 10 se pregunta.
Y añade: «Hay pasiones que permanecen aletargadas hasta la adolescencia, pero no así la envidia; ésta se manifiesta ya en la infancia y acompaña al hombre hasta la hora de su muerte. A los padres no les será difícil observar signos de este vicio en sus pequeños. Hermanos y hermanas, entre ustedes, no pocas veces tendrán problemas al imaginarse eclipsados por las cualidades o privilegios de sus más cercanos. ¿Cuántas veces no ocurre que es necesario separar a hermanos, o hermanas, con la intención de corregir esas rivalidades que pueden llegar a extremos inimaginables, como sucedió entre los primeros hijos de Eva: Caín y Abel?». 11
Cuatro grados de gravedad creciente
Teniendo en cuenta el objeto sobre el que se aplica, el pecado capital de la envidia ha sido clasificado por los moralistas en cuatro grados, en orden creciente de gravedad.
La Envidia, según Giotto |
El primero y más grosero consiste en envidiar los bienes temporales del prójimo, como, por ejemplo, riqueza, honra, dignidades o belleza física. El segundo se refiere a los bienes intelectuales, tales como cultura, ciencia, habilidades, dones artísticos o entendimiento. En el tercer grado, mucho más grave, el envidioso pone la mira en las virtudes y bienes espirituales del prójimo, entristeciéndose al ver que otros los poseen y son, por eso, honrados y alabados como santos.
Finalmente, puede llegar hasta la envidia de la gracia fraterna, uno de los pecados contra el Espíritu Santo.12
Sobre este grado supremo el Doctor Angélico nos enseña: «Hay, sin embargo, un tipo de envidia considerado entre los pecados gravísimos, y es la envidia de la gracia del hermano, en el sentido de que alguno se duele incluso del aumento de la gracia de Dios, y no sólo del bien del prójimo. Por eso se considera como pecado contra el Espíritu Santo, ya que con ese tipo de envidia el hombre tiene de algún modo envidia al Espíritu Santo, que es glorificado en sus obras».13
Se vuelve contra los más cercanos
Se puede afirmar que la envidia es uno de los pecados que más asemeja al hombre con los demonios, «que en gran manera tienen pesar de las buenas obras que hacemos y de los bienes eternos que alcanzamos».14 Despierta sentimientos de odio y tiende a sembrar divisiones incluso en el seno de las familias, pues se vuelve principalmente contra aquellos que son más cercanos a nosotros.
En este sentido, afirma Aristóteles: «Sentirán envidia estos tales de aquellos que son iguales a ellos o lo parecen. Llamo iguales a los que lo son en linaje, o en parentela, en edad, en hábitos, en fama, en bienes de fortuna, […] ya que se envidia a los que están cerca en el tiempo, el lugar, la edad, la fama o el linaje. De donde se dice: ‘También la familia sabe envidiar'».15
La razón de esto nos la enseña Santo Tomás: «La envidia nos viene de la gloria de otro, porque aminora la que cada uno para sí desea. Esto no se plantea respecto de quienes están a mucha distancia de uno. De ahí que el hombre no tenga envidia de quienes están muy distantes de él por el lugar, el tiempo o la situación; la tiene, en cambio, de quienes se encuentran cerca y con quienes se esfuerza por igualarse o aventajar».16
La envidia también es fuente de perturbación para la propia alma de quien la practica. «No hay paz ni sosiego», afirma Tanquerey, «mientras no se consigue eclipsar, dominar a los propios rivales; y como es muy raro que se consiga lograrlo se vive en perpetua angustia». 17
El que se deja arrastrar por la envidia, explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias, «pierde el reposo de espíritu y pasa a vivir constantemente en la preocupación, en la inquietud y en la ansiedad. Estará siempre atormentado por el temor de ser dejado de lado, de ser olvidado, igualado o superado. Su existencia será un infierno anticipado y esas pasiones serán sus mismos verdugos».18
La emulación no es envidia
Aunque frecuentemente sean confundidos, envidia, celos o codicia son sentimientos distintos. En términos sencillos, podríamos resumir las diferencias entre ellos como siendo los celos el anhelo por mantener aquello que se tiene; la codicia, el deseo de poseer aquello que no se tiene; y la envidia, la tristeza al ver que el otro posee un determinado bien. También se oye hablar con cierta frecuencia de una «envidia sana» o positiva, que consiste en desear algo que el otro tiene -por ejemplo, la virtud-, pero sin entristecerse ni desearle ningún mal. Ahora bien, este sentimiento no debe ser denominado como envidia, sino de emulación, que es definida por Tanquerey como «un sentimiento loable que nos lleva a imitar, igualar y, si fuera posible, sobrepasar las cualidades de los demás, pero por medios leales».19
Pero también nos enseña Tanquerey que la emulación, para que de hecho sea una virtud cristiana, ha de ser honesta en su objeto, noble en su intención y leal en cuanto a los medios de actuación. En otras palabras, nunca podrá valerse de la intriga o de cualquier otro proceso ilícito, sino del esfuerzo personal, del trabajo y principalmente del buen uso de los dones recibidos de Dios.20
¿Existe remedio eficaz para tan grande mal?
Ahora, ¿qué hacer para luchar contra esa pasión tan precoz y universal y al mismo tiempo tan deletérea? Al igual que ocurre con todos los defectos, el primero y más importante antídoto contra la envidia consiste en la práctica de la virtud de la caridad. «El amor -enseña San Pablo- es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad» (1 Co 13, 4-6).
También la virtud de la emulación, de la que ya hemos hablado, es un arma eficaz para combatirla, pues «considerar como modelos a los mejores de entre nuestros hermanos para imitarlos, o incluso sobrepasarlos, es, en último análisis, reconocer nuestra imperfección y querer ponerle remedio, aprovechando los ejemplos de los que nos rodean».21 Para actuar así debemos compenetrarnos de que las cualidades y virtudes del prójimo no disminuyen las nuestras, sino al contrario, nos incentivan a avanzar, también nosotros, en el camino de la perfección.
Con todo, existe igualmente otro remedio, íntimamente vinculado a la virtud de la caridad, que creemos que es uno de los principales antídotos contra la envidia. Se llama admiración.
De la admiración surge el amor
San Pablo, pórtico de la Catedral de Amiens |
De la misma manera que la envidia es la fuente del odio, la admiración lo es del amor. Y por eso bien se podría decir que el primero de los Mandamientos incluye el deber de «admirar a Dios sobre todas las cosas». El alma que practica esa virtud adquiere algo que la hace, a su vez, digna de admiración. Porque «transfunde en nosotros -explica Plinio Corrêa de Oliveira- aquello que admiramos. Cuando admiramos desinteresadamente algo, aquello entra en nosotros, y a fuerza de contemplar tanta fuerza quedamos más fuertes; a fuerza de contemplar tanta dulzura, quedamos más desapegados». 22
«¡Cuánta felicidad, paz y dulzura tienen las almas que son desinteresadas, reconocedoras de los bienes y cualidades ajenos, restituidoras a Dios de los dones concedidos por Él!», exclama
Mons. João S. Clá Dias en uno de sus Comentarios al Evangelio.23 Y Plinio Corrêa de Oliveira añade que si mantenemos nuestro espíritu en ese «estado de admiración», veremos en poco tiempo que en nuestra alma nace «un paraíso constante, una alegría fija, estable y continua».24
En consecuencia, debemos pedir a Nuestra Señora, Madre Admirable, que aparte de nuestras almas todo y cualquier atisbo de envidia, dándonos, en sentido contrario, la gracia de tener un alma altamente admirativa que se alegre con el bien de sus hermanos y alabe a Dios por su liberalidad y bondad. El que así procede «notará en poco tiempo cómo su corazón estará sosegado, la vida en paz y la mente libre para navegar por horizontes más elevados y bellos. Aún más: se convertirá él mismo en blanco del cariño y de la predilección de nuestro Padre Celestial». 25
Por el Diac. Ignacio de Araújo Almeida
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1 CCE 2539.
2 Cf. SAN BASILIO MAGNO. Homilia 11 – De Invidia. c. 3. MG 31, 375.
3 GRANADA, Luis de. Guía de Pecadores, l. II, c. 7. In: Obras de Fray Luis de Granada. La Publicidad: Madrid, 1848, t. I, p. 132.
4 SAN AGUSTÍN. In Evangelium Ioannis Tractatus 44, 11. ML 35, 1718.
5 Cf. ARISTÓTELES. Retórica, l. 2, c. 10.
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO . Suma Teológica, II-II, q. 36, a. 1, s. c.
7 Cf. Ídem, a. 2.
8 ROYO MARÍN, Antonio. Teología moral para seglares . Madrid: BAC, 2007, p. 260.
9 SAN AGUSTÍN. Confesiones. l. 1, c. 7. ML 32, 665-666.
10 CLÁ DIAS , João Scognamiglio . O Precursor e a Restituição. In: Arautos do Evangelho . São Paulo. Núm. 37 (Ene., 2005); p. 8.
11 Ídem, p. 9.
12 Cf. PUENTE, Luis de la. Meditaciones de la vía Purgativa. Barcelona: Pablo Riera, 1856, t. I, p. 176.
13 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 36, a. 4, ad. 2.
14 GRANADA, op. cit., p. 132.
15 ARISTÓTELES, op. cit., l. 2, c. 10.
16 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 36, a. 1, ad. 2.
17 TANQUEREY , A. Compêndio de Teologia Ascética e Mística . 4ª ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1948, p. 483.
18 CLÁ DIAS , op. cit., p. 11.
19 TANQUEREY, op. cit., p. 482.
20 Cf. Ídem, p. 484.
21 Ídem, ibídem.
22 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 14 jun. 1968.
23 CLÁ DIAS , João Scognamiglio . O verme roedor da inveja . In: Arautos do Evangelho . São Paulo. Núm. 9. (Sept., 2002); p. 11.
24 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 19 jun. 1971.
25 CLÁ DIAS . O verme roedor da inveja, op. cit., ibídem.
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