Redacción (Viernes, 25-05-2012, Gaudium Press) Hay ciertas particularidades de la convivencia humana que, por ser triviales, con más fidelidad son transmisoras de la personalidad y la cultura de los pueblos. En general son acciones espontáneas, surgidas de una necesidad vital y con finalidad práctica.
En tal caso se encuadra el oficio de vendedor. Realmente, no hay quien, al visitar un país por primera vez, no se entretenga a analizar cómo es atendido durante las compras. Muchos hasta basan su opinión sobre el pueblo de ese lugar por lo que pudieron percibir en los vendedores. Hay en eso cierto riesgo, porque, al ejercer esa función, el hombre tiene que agradar por profesión, y su trato no puede servir de paradigma de una nación. Entretanto, cuando hablamos del tipo más rudimentario de vendedor, que es el que vende por las calles, sin fijarse en un establecimiento, encontramos al hombre del pueblo en su estado más auténtico.
Foto: Flappingwings |
Es lo que se observa con facilidad en la grande y misteriosa India. Ese singular país tiene tal variedad de cultura, que aquello que se observa en el sur difiere enormemente de las costumbres del norte, por ejemplo. Tomemos, entonces, algunos flashes de vendedores en el sur, en el estado de Kerala, propiamente.
Viviendo en la ennoblecida capital, Trivandrum, se puede observar a gusto un sinnúmero de vendedores, cada uno con sus peculiaridades. Comenzando por los que viajan en los trenes. Gran parte del transporte interestatal es hecho por eficaces líneas férreas, buena herencia de los ingleses. De cuando en cuando, rompiendo el monótono ruido de los rieles, surge un vendedor de té. Con una predicación propia, ofrece a los viajeros ‘tea or coffee’. El viajero cauteloso duda un poco de la higiene del producto ofrecido, pero seducido por el buen olor del producto, acaba por comprarlo. El vendedor, que tiene que ser también medio equilibrista, le agradece con una sonrisa, si le da tiempo, porque son muchos los clientes que sostienen los vasos de papel sobre los cuales él hace chorrear el perfumado té. Enérgico, salta del tren en la próxima estación, donde se reabastece para continuar la labor.
Mucho más ceremonioso es el vendedor de leche, que se presenta antes de las 7:00 horas de la mañana en la puerta de las residencias. En general viene montado en una bicicleta, que trae en el maletero un galón con la leche, cuya limpieza es garantizada por una bolsa blanca de algodón que veda la tapa. Asegura él que la leche es de óptima procedencia, y, en las pocas palabras que conoce del inglés, explica al extranjero que las vacas son de su familia, que las cría para poder ofrecer leche fresca a la población. Habla con tal convicción, que se es llevado a creer que la familia es altamente benemérita por la función que ejerce. Error. Caminando un poco por los barrios más pobres, sin dificultad el visitante puede encontrar la casa del vendedor, donde son criadas las vacas, o mejor, la vaca. Se reduce el establo a un cuadrado de madera, con proporciones un poco mayores que las de la vaca. El pobre animal, ciertamente, tendrá mucha dificultad en acostarse y levantarse. Sin ningún terreno que la aísle de la casa de sus amos, estos deben ser cuidadosos al abrir y cerrar la puerta, pues pueden recibir una patada o ser «acariciados» por el rabo del animal. Pero por lo menos tienen la ventaja de poder ordeñarla sin salir de casa.
Un poco más tarde, por las 9:00 horas de la mañana, se presenta la vendedora de peces. Va directamente a la puerta de la cocina y en un malayalam rápido presenta los fresquísimos peces que consiguió a la orilla del mar en aquella madrugada. Pobrecita. No son peces muy nobles, pero la vendedora aparenta ser tan pobre, que se tiene pena de no comprarlos. Además, ella los limpia y da la receta de cómo prepararlos. Y en un torrente de palabras va contando su vida y sus dificultades, mientras ejecuta su servicio, agachada y con el colorido ‘saree’ bien preso para no ensuciarse. Como es poco comprendida, compensa con expresiones fisionómicas y sonrisa la dificultad de la lengua. Insiste en, antes de seguir su camino, lavar el piso en el cual limpió los peces. ¡Ah… esta vida en Kerala es entretenida!
Con el tiempo, la vendedora, curiosa, quiere saber de la vida de las extranjeras. De dónde son, qué hacen allí… ¡Ah! ¡Son misioneras! ¿Y cómo rezan? Un día, toma coraje y pide, cubriendo el rostro con el palú de saree para ocultar la timidez, si puede entrar y ver la imagen de la Madre de Dios a quien las hermanas rezan. ¡Oh! ¡Pero es linda! ¿Entonces esa es Madre y Virgen? ¿Y Ella es buena? ¿Se puede pedir a Ella todo? Y, sin dudar, de rodillas y con las manos extendidas hacia arriba, en un llanto convulsivo, pide en voz alta por el hijo enfermo hace tanto tiempo. Pide por el marido que se fue, pide por ella misma. Después, medio avergonzada por la expansión de sentimientos, sale con rapidez. Pero vuelve. Al día siguiente, llega cantando y con una sonrisa alegre. Trae un pescado de categoría, ¡ninguna espina! Y la vida continúa.
Allá por las 11:00 horas, llega, haciendo un ruido metálico, el planchador de ropa. Él viene empujando una gran mesa sobre ruedas, en la cual plancha cualquier tipo de ropa, y con una perfección y rapidez que dá envidia a nuestros tintoreros electrónicos. Las camisas le salen sin la mínima arruga, los largos sarees, vistosos y bellos, sin embargo difíciles de planchar por causa de su tamaño y del tipo de tejido, en minutos quedan perfectos, sin pliegues y doblados con esmero. La pesada plancha a carbón es manoseada con destreza. A pesar de flaco, el hombre es vigoroso, y para mantener las brasas encendidas, gira con energía la plancha en círculos completos. Al final, sonríe satisfecho ante la fisionomía sorprendida de las extranjeras. «¿Sé hacer bien mi servicio, cierto?», parece decir con la mirada. Finalizado el trabajo, presenta la cuenta: 20 rupias, por un montón de ropa, o sea, medio dólar.
Papel importante ejerce en el contacto con todos esos vendedores la cocinera e intérprete, Annie. Delgada y ágil, de color bien oscuro, con sonrisa encantadora y discreta, desempeña su función sintiéndose un poco mejor que sus sufridos compatriotas vendedores. Al final, ella tiene trabajo fijo, en una casa, sirviendo a extranjeros. Entretanto, los trata a sus connacionales con bondad cristiana, buscando favorecerlos y dirigir el corazón de las hermanas hacia ellos. Es bien vista por ellos, que la saludan con alegría.
Y así, todos los que se presentan son como un caleidoscopio de tipos humanos, con algunos trazos comunes: una religiosidad latente, cierto fondo melancólico, una bondad todavía no enteramente cultivada, un deseo de encontrar qué admirar para imitar o para servir y una necesidad de ser reconocidos en sus cualidades.
¿No es verdad que un pueblo así atrae y forma un saludable contraste con el desgastado mundo occidental, en el cual la religiosidad fue substituida por el materialismo más craso, la bondad desapareció en el abismo del egoísmo y la admiración fue aplastada por la envidia? Recemos para que este pueblo pueda preservarse en medio de ese torbellino global, para las nuevas eras, previstas y deseadas por tantos santos, donde la bondad del Inmaculado Corazón de María se extenderá como un manto protector sobre todas las naciones.
Por Elizabeth Kiran
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