lunes, 25 de noviembre de 2024
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Los doce frutos del Espíritu Santo

Redacción (Martes, 29-05-2012, Gaudium Press) El alma enteramente dócil a la moción del Espíritu Santo se hace fuerte como una secuoya, florida como un ipé y generosa como la vid. Pero si, por el contrario, se deja dominar por los impulsos de la carne, se embrutece, se afea y se reduce a la esterilidad.

Carne y espíritu son realidades incompatibles. «La concupiscencia de la carne corre vertiginosa hacia el vicio y se complace en las delicias de un descanso rastrero. En la concupiscencia del espíritu ocurre a la inversa: arde en deseos de consagrarse por entero a las cosas espirituales». 1

Afirma Arrighini: «Planta admirable es, por tanto, el cristiano que se rige y gobierna bajo la influencia del Espíritu Santo: todas sus obras son como divinizadas y hechas fructíferas por el mismo divino Espíritu». 2 De hecho, comenta el P. Royo Marín: «Cuando el alma corresponde dócilmente a la moción interior del Espíritu Santo, produce actos de excelente virtud, que pueden ser comparados a los frutos de un árbol».3

Sobre estos hechos hablaremos en el presente artículo. Proceden de los dones del Paráclito y de las virtudes, y se diferencian de los dones como el fruto difiere de la rama o el efecto de su causa.

Los doce principales frutos del Espíritu Santo

Si consideramos los frutos del Espíritu Santo como todos los actos últimos y deleitables de las virtudes y de los dones -en otras palabras, como todas las obras virtuosas con las que nos deleitamos-, su enumeración debería ser muy extensa. Sin embargo, el Apóstol distingue solamente doce en su Epístola a los Gálatas: «El fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad».4

San Agustín explica que San Pablo no trataba de dar un número exacto de esos dones, sino de mostrar en qué «género de cosas» debemos encontrarlos.5

Santo Tomás, por su parte, considera adecuada esa enumeración paulina, al explicar que «todos los actos de los dones y de las virtudes pueden reducirse, según una cierta conveniencia, a esos frutos».6 Y clasifica los frutos enumerados por el Apóstol conforme los diferentes modos por los que el Espíritu Santo procede con nosotros.

La mente humana, aclara el Doctor Angélico, debe estar ordenada en sí misma, en relación con lo que está a su lado y con lo que le es inferior. Los tres primeros frutos del Espíritu Santo -caridad, gozo y paz- ordenan el alma en sí misma con relación al bien, mientras que la paciencia y la longanimidad lo hacen con relación al mal. Bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad la ordenan en relación con lo demás; modestia, continencia y castidad en relación a aquello que nos es inferior.

Caridad

La caridad – «la afección primera y raíz de todas las afecciones», según Santo Tomás- es el primer fruto del Espíritu Santo. En ella el Paráclito se da de forma muy especial «como en propia semejanza», porque Él es, en la eterna e inefable convivencia entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, el amor sustancial del Padre para con el Hijo, y del Hijo para con el Padre.7

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Modelo perfecto de bondad, lo encontramos en la parábola del Hijo Pródigo

Cuando un alma está llena de la savia divina del Espíritu de la caridad, el amor la arrebata y transforma por completo. Así ocurrió con Santa María Magdalena, la pecadora pública perdonada y restaurada al punto de encabezar la lista de las vírgenes invocadas en la Letanía de los Santos.

Tocada por un audaz sentimiento, no vaciló a la hora de comprar los mejores perfumes y, ajena al respeto humano, lanzarse a los pies de Jesús, lavárselos con sus lágrimas y enjugárselos con su cabello. Fue una manifestación de amor vehemente, exclusivo y -casi se diría- irreflexivo, al no medir esfuerzos ni calcular consecuencias. Bien se le puede aplicar las palabras de San Francisco de Sales: «La medida del amor es amar sin medida». O las de San Pedro Julián Eymard: «¿Y qué es el amor sino una exageración?»

Sin embargo, nótese que la caridad no siempre va acompañada de consolaciones para el alma que la practica, pues siendo una virtud teologal reside en la voluntad, y no en el sentimiento. Así, «no se trata necesariamente de un amor sentido, sino de un amor intensamente querido; y aún más querido, en las almas fervorosas, cuando menos sensible fuese».8

La verdadera prueba de la autenticidad de la caridad es el hecho de que va acompañada de una completa repulsa al pecado, pues dice San Agustín: «Quedará demostrado que amas lo que es bueno si vieras en ti que odias lo que es malo».9

No podemos olvidarnos, finalmente, de un fundamental desdoblamiento de este fruto del Espíritu Santo, enseñado por el propio Cristo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 39). En el decir de San Agustín, «el amor al prójimo es como el principio del amor a Dios».10 Y «no hay peldaño más seguro para subir al amor de Dios que la caridad del hombre para con los demás».11

Alegría

Corolario del amor a Dios y al prójimo, es la alegría, «porque todo amante se goza en la unión del amado, y la caridad tiene siempre presente a Dios, a quien ama, según aquello de: ‘El que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él’ (1 Jn 4, 16). De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo».12

Lejos de confundirse con las alegrías pasajeras procedentes de frivolidades o de acciones prohibidas por la Ley de Dios, que enseguida se transforman en frustración, la alegría del Espíritu Santo es toda ella sobrenatural y penetra hasta el fondo del alma. Por eso puede decir San Pablo: «Esto me llena de consuelo y me da una inmensa alegría en medio de todas las tribulaciones» (2 Co 7, 4).

Paz

«Pero la perfección del gozo es la paz», afirma el Doctor Angélico.13 Y esto, bajo dos aspectos: primero, «cuanto a la quietud que lleva consigo el cese de las perturbaciones exteriores; porque uno no puede gozar perfectamente del bien amado si en su fruición es perturbado por otras cosas». 14 Y segundo, «en cuanto a la calma del deseo fluctuante, pues no goza perfectamente de algo aquel a quien no le basta aquello de que goza».15

No hay entonces absolutamente nada que pueda perturbar al alma que se abandona a la acción del Espíritu Santo, pues «tiene conciencia de estar en la posesión del único bien al que está apegada; sabe que posee a Dios; sabe que es amada por Él ‘hasta la locura’, a pesar de su miseria y, a su vez, también ama a Dios sin medida».16

¡Qué buscada es la paz en nuestros días y cómo parece que se escurre entre nuestras manos! En una existencia agitada y ruidosa, marcada a fondo por la violencia y por el pecado, todo concurre para arrancarnos la paz interior. Qué actuales son las palabras de Jeremías: «Ellos curan a la ligera el quebranto de mi pueblo, diciendo: ‘¡Paz, paz!’, pero no hay paz» (Jr 6, 14).

Paciencia

Tras considerar los frutos del Espíritu Santo que ordenan la mente hacia el bien, veamos aquellos que la llevan a actuar de forma correcta ante la adversidad: la paciencia y la longanimidad. La primera nos hace inalterables ante la inminencia de los males; la segunda, imperturbables por la dilación de los bienes, pues carecer de éstos tiene razón de mal.17

Derivada de la fortaleza, la virtud de la paciencia «inclina a soportar sin tristeza de espíritu ni abatimiento de corazón los padecimientos físicos y morales».18 Según Santa Catalina de Siena, la paciencia es la «reina que está en la torre de la fortaleza, que vence siempre y nunca es vencida».19 Es lo que ocurrió con el justo Job quien habiendo perdido sus riquezas, a sus hijos y su salud continuaba glorificando a su Creador con la misma actitud de alma: «El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!» (Jb 1, 21).

Cuando el Espíritu Santo produce en nuestras almas ese fruto, nos volvemos conformes a la voluntad de Dios; anhelamos imitar el ejemplo de Jesucristo y de María Santísima en la Pasión; nos compenetramos de la necesidad de reparar nuestros pecados, purificándonos en el crisol del sufrimiento.

Longanimidad

Por la longanimidad, el Espíritu Santo nos lleva a aguardar con ecuanimidad, sin quejas ni amargura, los bienes que esperamos de Dios, del prójimo y de nosotros mismos. No se trata de una espera pasiva y perezosa, sino de una manifestación de ánimo que se extiende en el tiempo, de una dilatada esperanza que nos hace fuertes de alma en las demoras espirituales.

Frutos de la longanimidad fueron producidos en abundancia por Santa Mónica, durante el largo período en el que temía por la salvación eterna de su hijo Agustín, descarriado en la inmoralidad y en la herejía. Sin jamás desalentarse en la confianza, rezaba persistentemente por su conversión. Complacido en contemplar en esa madre ejemplar los frutos que Él mismo había sembrado, Dios le dio la honra sublime de tener a su hijo elevado a la condición de una de las grandes lumbreras de la Santa Iglesia.

Bondad

Después de estar bien dispuesta la mente con relación a sí misma, cumple ajustarla en relación con lo que tiene a su alrededor: el prójimo. Esto pasa, en primer lugar, por la bondad, es decir, por «la voluntad de hacer el bien».20 Por efecto de nuestra unión con Dios, somos compelidos por el Espíritu Santificador a beneficiar a los demás. Nuestra alma como que se dilata y expande, al punto de convertirnos, en cierto modo, en amor.

Pues «así como el carbón o la viga de acero, en sí mismos negros y fríos, se hacen brillantes y ardientes como el fuego, también el alma inmersa en este brasero de amor que es el Espíritu Santo se hace semejante en todas las cosas al divino Espíritu». 21 Jesús dejó registrado el paradigma de esta bondad en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). Dios es el padre que espera ardientemente el regreso de aquellos que se apartaron de Él por el pecado y se encuentran enlodados e impregnados de mal olor. Está ansioso, por decirlo así, de vernos ir en busca de uno de sus ministros en el misericordioso tribunal de la Reconciliación, para perdonarnos, curar nuestras heridas espirituales y fortalecernos con tal que no reincidamos en las mismas faltas.

Benignidad

El fruto de la benignidad se distingue del de la bondad por ser ya, no sólo un querer, sino un practicar efectivo del bien. Aquí el carbón o la viga de acero del ejemplo anterior no brillan y arden únicamente, sino que queman e inflaman. Por eso «se llaman benignos aquellos a quienes el buen fuego del amor enfervoriza para hacer bien al prójimo».22

Modelo de ese amor que «se inflama a favor del prójimo» fue San Vicente de Paúl. Le pedía a Dios con insistencia que le diese un espíritu benigno; y consiguió, con el auxilio de la gracia, domar su temperamento seco y colérico, convirtiéndose cortés y afable. Se transformó hasta el punto de hacérsele natural una pulidez de trato maravillosa, con palabras siempre amables para cualquier tipo de personas.23

Mansedumbre

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San Francisco, perfecta mansedumbre y modestia

Una tercera disposición de la mente al ordenarse con relación al prójimo es la mansedumbre, por la que refrenamos la ira y soportamos con serenidad de espíritu los males infligidos por los demás. Santa Teresa del Niño Jesús nos da bellísimos ejemplos de mansedumbre ante impulsos de irritación, enseñándonos a practicar esta virtud en la vida cotidiana.

He aquí uno de ellos. Un día se encontraban las monjas trabajando en la lavandería del convento, constituida por grandes estanques comunitarios, y una de las hermanas, por falta de atención, le lanzó a la santa un chaparrón de agua con jabón. Esto, como es natural, le provocó un impulso de indignación. Pero calmada por la blandura del Espíritu Santo, enseguida se contuvo, recurriendo a un piadoso subterfugio de imaginarse que el Niño Jesús estaba jugando con ella… rociándola de agua y jabón.

Fidelidad

Como último fruto de nuestras buenas relaciones con el prójimo, tenemos a la fidelidad, que nos hace «cumplir la palabra dada, las obligaciones asumidas, los contratos estipulados». 24 La fidelidad completa a la mansedumbre, en el sentido de que la primera nos lleva a no perjudicar al prójimo con la ira y la segunda a no defraudarlo ni engañarlo. Ahora bien, «esto pertenece a la Fe, entendida como fidelidad», afirma Santo Tomás. «Si se entiende por Fe aquella por la que se cree en Dios, entonces por ella se ordena el hombre a lo que está sobre él, de modo que el hombre somete su entendimiento a Dios y, consiguientemente, todas sus cosas». 25

Modestia

Por fin, tras haberse ordenado la mente en relación a lo que está a su alrededor, cumple hacerlo respecto a lo que le es inferior, y esto ocurre en primer lugar por la modestia, «que pone moderación en todos los dichos y hechos».26

Esta virtud mantiene nuestros ojos, labios, risas, movimientos, en fin, toda nuestra persona, sin excluir la ropa que la reviste, «dentro de los justos límites que corresponden a su estado, ingenio y fortuna».27 San Agustín recomienda particular cuidado con la modestia exterior, que puede tanto edificar como escandalizar a los que nos rodean. 28 Nótese que la afirmación del Obispo de Hipona no hay que interpretarla en un sentido exclusivamente negativo.

La modestia exterior incluye también el deber positivo de revestirse de ropas, gestos y actitudes propias a edificar al prójimo y dar gloria a Dios. Se lee en la vida de San Francisco de Asís un episodio que ilustra cómo el cumplimento de ese deber puede producir en las almas un efecto equivalente o quizá mayor que el de un sermón. En cierta ocasión, invitó a un fraile, discípulo suyo, que le acompañara: – Hermano, vamos a predicar, le dijo.

Tras recorrer toda la ciudad en silencio, San Francisco cogió el camino de vuelta al convento. Sin entender lo que había pasado, el fraile le preguntó:

– Pero, padre mío, ¿no dijiste que íbamos a predicar? Estamos regresando y no hemos dicho una sola palabra… ¿Y el sermón?

– Ya lo hemos hecho. ¿No has percibido que el ver a dos religiosos andando por las calles con estas vestimentas y en actitud de recogimiento vale tanto como un sermón?, le respondió el santo.

Continencia y Castidad

También en relación con lo que le es inferior -o sea, las pasiones- ordenan al hombre la continencia y la castidad.

Según Santo Tomás, se distinguen una de otra «bien porque la castidad refrena al hombre en lo ilícito, mientras que la continencia le refrena incluso en lo lícito; o bien en el sentido de que el continente siente las concupiscencias, pero no se deja arrastrar por ellas, mientras que el casto ni es arrastrado ni las padece.29 De hecho, el alma que produce el fruto de la castidad se vuelve realmente angélica. Muy al contrario de los tormentos interiores de agitación y ansiedad, en los que vive quien se entrega a las pasiones desordenadas, el casto ya se anticipa al gozo del Cielo en la Tierra.

La continencia, por su parte, «robustece la voluntad para resistir las concupiscencias desordenadas muy vehementes»;30 por tanto, indica un freno, en cuanto que uno se abstiene de obedecer a las pasiones.31 Prepara, de este modo, el alma para esa castidad, pues «los que hacen todo lo que está permitido acabarán haciendo lo que no lo está».32

Espíritu de Amor e intercesión de María

0524a_La_Virgen_con_el_Niño_y_San_Juan_Bautista_-_Francisco_de_Zurbarán_-_Museo_de_Bellas_Artes_-__Bilbao.jpgCual barco golpeado por las olas de la tempestad, el alma siente en este valle de lágrimas los falaces atractivos de la carne, invitándola a naufragar. Muy bien expresa San Pablo esta difícil situación: «Pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rm 7, 23-24).

Ante los ojos del bravo navegante que, en vez de desanimarse, yergue la vista en busca de la salvación, siempre habrá un faro que lo guíe: «La ley del Espíritu, que da la Vida, te ha librado, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no podía hacer la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios lo hizo» (Rm 8, 2-3).

Dada nuestra natural insuficiencia, agravada por las consecuencias del pecado original, se hace indispensable el auxilio divino para que completemos la ardua carrera rumbo a la eterna bienaventuranza. Y el Espíritu del Amor viene siempre en socorro de nuestra flaqueza, con sus gracias y dones. Él no cesa de interceder por nosotros «con gemidos inefables» (Rm 8, 26) y aún nos da por medianera y abogada a su fidelísima esposa. Sepamos recurrir siempre a Ella. Pues la poderosa intercesión de María Santísima es el camino más seguro para transformar la hierbecilla estéril en frondosos árboles cargados de frutos. ²

Por Flavio Roberto Lorenzato Fugiyama

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1 JUAN CASIANO. Colaciones, 4, 11. CSEL 13, 105: NCE 19, 191; apud Abba Daniel, in EDWARDS, Mark J. La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia y otros autores de la época patrística: Nuevo Testamento – Gálatas, Efesios, Filipenses. Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v.VIII, p. 124

2 ARRIGHINI, A. Il Dio ignoto: lo Spirito Santo. Marietti: Torino – Roma, 1937, p. 402-403

3 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 8. ed. Madrid: BAC, 1999, p. 179

4 En el texto original de la citada Epístola, escrita en griego, se mencionan sólo nueve Frutos del Espíritu Santo. Sin embargo, la Vulgata Latina enumera los doce indicados arriba, ya consagrados por la Tradición (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1832).

5 Cf. SAN AGUSTÍN, Super Epistolam ad Gl, c. 5, vv. 32-33. In: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 70, a. 3, ad. 4

6 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., ibídem.

7 Cf. Ídem, I-II, q. 70, a. 3.

8 Cf. RIAUD, Alexis. A ação do Espírito Santo na alma. Quadrante: São Paulo, 1998, p. 91

9 SAN AGUSTÍN, Comentarios a los Salmos: gloria de la venida de Dios a juzgar, 96, 15, v. X. In: LASANTA, Pedro Jesús y OLMO VEROS, OSA, Rafael. Diccionario doctrinal de San Agustín. Madrid: Edibesa, 2003, p. 29

10 SAN AGUSTÍN. De las costumbres de la Iglesia católica, I, 27, 51. In: LASANTA y OLMO, OSA, op. cit., p. 37

11 Ídem, I, 26, 48. In: Ídem, ibídem.

12 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 70, a. 3

13 Ídem, ibídem.

14 Ídem, ibídem.

15 Ídem, ibídem.

16 RIAUD, op. cit., p. 99

17 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 70, a. 3

18 ROYO MARIN, OP, Antonio. Teología Moral para seglares. 7ª ed. Madrid: BAC, 1961, v. I, p. 432

19 SANTA CATALINA DE SIENA. Dialogo. In: ARRIGHINI, op. cit., p. 411

20 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 70, a. 3

21 RIAUD, op. cit., p. 110

22 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 70, a. 3

23 Cf. Vie de Saint Vincent de Paul, par Abelly. IV, 61-67. In: LEGUEU. Le Saint Esprit. Angers: Imprimerie P. Desnoes, 1905, p. 146

24 ARRIGHINI, op. cit., p. 413

25 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 70, a. 3

26 Ídem, ibídem.

27 ROYO MARIN, OP. Teología Moral para seglares. Op. cit., p. 451

28 Cf. SAN AGUSTÍN. Regula ad servos Dei: ML 32, 1380

29 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q.70, a.3.

30 ROYO MARIN, OP. Teología Moral para seglares. Op. cit., p. 449

31 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q.155, a.2.

32 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA. Paedagogus 1.2 c. I (MG 8, 0399).

 

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