Redacción (Jueves, 07-06-2012, Gaudium Press) A sus siete años ya era una niña inteligente y precozmente contemplativa, de un espíritu firme. Un día se encontraba visitando al canónigo Isidoro Angles, muy amigo de la familia, y en determinado momento -cansada de jugar y de la infantil conversación con su hermana y amigas- se acercó al sacerdote y le susurró al oído:
– Sr. Angles, seré monja. ¡Quiero ser monja!
– ¿Pero qué dice esta traviesa?, exclamó la madre, sobresaltada.
Intuitiva como era, la mujer se había dado cuenta que esas palabras tenían una seriedad no muy propias a la edad de su hija. Conocía bien a Isabel y presentía la realización de ese deseo manifestado con tanta firmeza. Estuvo toda la noche atormentada; al día siguiente fue en busca del canónigo y ansiosa le preguntó si realmente daba crédito a esa vocación para su hija. La respuesta le traspasó el corazón como una espada:
– Sí que lo creo.
Victoria sobre un temperamento irascible
Había nacido el 18 de julio de 1880, en el campamento militar de Avor, cerca de Bourges, Francia, donde su padre era capitán; cuatro días después María Isabel Catez era bautizada. Poseía un genio fuerte e impetuoso, personalidad decidida, mirada ardiente, bulliciosa, habladora y muy cariñosa. Se había unido con enorme afecto a su hermana Margarita, tres años más joven, la cual era de índole opuesta: tranquila e incluso tímida.
Cuando tenía sólo siete años vio fallecer a su padre en sus brazos, víctima de un paro cardiaco. Este hecho le marcó profundamente y le dio una sensible experiencia de lo efímero de las cosas terrenas. Pocos meses después la viuda se mudó con sus dos hijas a un apartamento; desde allí se podía ver a cierta distancia el Carmelo de Dijon.
Esa niña de carácter violento e irascible batallaba por dominarse, ya desde la más tierna edad, con voluntad de hierro. Su hermana atestigua a este respecto: «Llegó a una dulzura angelical a fuerza de luchar consigo misma. La recuerdo muy pequeña con verdaderos accesos de cólera, gritando, pataleando… Esta niña tan difícil se convirtió en una joven de gran serenidad».1
En una carta dirigida a su madre el 1 de enero de 1889, demostraba bien ese deseo suyo de vencer su propio temperamento: «Al desearle un feliz Año Nuevo, tengo la alegría de prometerle que seré bien comportadita y obediente; que ya no le daré más una oportunidad para que me regañe; que no lloraré más y que seré una muchachita ejemplar para que usted se sienta complacida en todo». 2
Meses después, en una nueva misiva a su madre, así escribe: «Espero tener muy pronto la felicidad de hacer la Primera Comunión; por eso me portaré más bien todavía, porque le pediré a Dios nuestro Señor que me haga aún mejor». 3
De hecho, el 19 de abril de 1881, día en el que recibió el anhelado Pan de los ángeles, el temperamento de la joven Catez se transformó de forma súbita y profunda. Después de la ceremonia le confió a María Luisa Hallo, su íntima amiga: «No tengo hambre; Jesús me ha alimentado».4 Aquel primer contacto con Jesús en la Sagrada Hostia había sido decisivo en su itinerario espiritual. A partir de entonces «el Maestro tomó posesión total de su corazón», 5 afirma el P. Philipon.
Ese mismo día en el que había recibido la Eucaristía por primera vez, fue a visitar el Carmelo y sintió una emoción muy honda cuando la priora, la Madre María de Jesús, le explicó que el nombre de Isabel significaba «Casa de Dios». Tales palabras marcaron indeleblemente a la niña, llamada a una convivencia singular y profunda con la Santísima Trinidad -con «mis Tres», como diría más tarde-, habitando con especial intensidad en su alma.
Armonía entre la vida mística y la vida social
Dotada de peculiares dones musicales, a los ocho años empezó a estudiar en el Conservatorio de Dijon, donde fue galardonada en varias ocasiones. Con sólo trece años recibió el primer premio de piano, en un concierto que repercutió en la prensa local y por ello pasó a ser conocida en la ciudad como una instrumentista de gran talento.
No fue a la escuela, a parte del Conservatorio. Era costumbre en aquella época que las niñas recibieran la educación en casa, con profesoras particulares contratadas por la familia. Además que las clases de piano le ocupaban mucho tiempo y era invitada constantemente a conciertos o veladas musicales.
La Sra. Catez y sus hijas tenían un gran círculo de amistades. En la Francia del siglo XIX, aún perfumada por la «dulzura de vivir», las relaciones sociales proporcionaban innumerables placeres inocentes, como las sesiones musicales, el tenis, los picnics y las excursiones a la montaña o a encantadores pueblecitos franceses. Todas estas actividades mantenían a Isabel y sus amigas continuamente ocupadas, dentro de un ambiente de alegría difícil de imaginar hoy en día.
Así, los paseos, la música y otras muchas diversiones formaban parte del día a día de Isabel. Le encantaban las montañas y los bosques, los juegos, las iglesias y las aldeas francesas.
Disfrutaba también intensamente de los frecuentes viajes que su familia hacía por el sur de Francia. Era feliz en medio de una sociedad que no impedía para nada la práctica de la virtud ni creaba dificultades a la vida interior de aquella contemplativa adolescente.
La misma Isabel narra un acontecimiento decisivo en su itinerario espiritual ocurrido en esa época, poco antes de cumplir los catorce años: «Un día, durante la acción de gracias, me sentí irresistiblemente impulsada a escoger a Jesús como único esposo; y sin más dilaciones, me uní a Él por el voto de virginidad. […] la resolución de ser toda suya se hizo en mí más definitiva aún». 6
Una vez que se acabaron las vacaciones la primogénita de los Catez regresaba ya a Dijon, cargada de saudades del Carmelo, cuyo carrillón escuchaba con placer, cuyo jardín divisaba desde su ventana y a cuya capilla dirigía sus pensamientos. Un impulso místico la transportaba a aquellos muros benditos, tan cercanos, pero al mismo tiempo tan distantes.
Anhelo por el encuentro con el Esposo
Después del verano de 1898, cumplidos los 18 años Isabel tomó la firme determinación de entrar en el Carmelo. Sin embargo, se encontró con un obstáculo insuperable: la perentoria negativa de su madre, a la que, aún sufriendo enormemente, se sometió con resignación. Sólo cuando cumpliera los 21 años, la mayoría de edad de la época, sería autorizada a realizar su anhelo.
Los años de espera no hicieron sino favorecer una evolución espiritual en Isabel, apoyada en grandes maestros del Carmelo, especialmente Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Lisieux, fallecida hacía poco, en 1897. Con especial fuerza resonaría en el espíritu de la futura religiosa la lectura de Historia de un alma, que ya circulaba por toda Francia.
Durante una Misión de los redentoristas, realizada en Dijon en 1898, nació en el corazón de Isabel el deseo de ser víctima expiatoria, de conseguir almas para su Esposo, de ayudarle a cargar la Cruz.
Registró estos propósitos en su Diario Espiritual, el último día de la Misión, que concluía en estos términos: «¡Oh Esposo mío, mi rey, mi vida, mi amor supremo, susténtame siempre en este camino de la Cruz que he escogido para compartirlo, porque sin ti nada puedo!» 7
En junio de aquel año, la Sra. Catez autorizó a su hija a que visitara a las carmelitas e Isabel presentó a la priora del convento su pedido de admisión. De ahí en adelante se fue apartando cada vez más de la vida social. Seguía compareciendo a algunas reuniones, pero su espíritu estaba ausente.
A principios de 1900 participó en unos ejercicios espirituales predicados por un jesuita, el P. Hoppenot. El día de la clausura, el 27 de enero, anotó en su Diario Espiritual: «Me entregué de tal forma al buen Maestro que me abandoné a Él y le confié todos mis deseos más queridos. Sólo quiero que Él quiera. Soy su víctima. Que haga de mí lo que le plazca. Que me asuma en el momento que quiera, porque estoy lista y vivo en la expectativa de eso». 8
Surgieron todavía varios impedimentos que retardaron su entrada en el Carmelo, pero su anhelo, por fin, se hizo realidad el 2 de agosto de 1901. Aun siendo postulante, ya se sentía carmelita y todas las cosas del convento le encantaban. El jardín, los claustros, la regla, el recogimiento, el silencio… de tal manera todo le hablaba de Dios que llegó a afirmar: «Sólo un ligero velo parece separarnos y que está a punto de aparecerse». 9
En la festividad de la Inmaculada Concepción de ese mismo año tomó el hábito de novicia y menos de dos años después, el 11 de enero de 1903, hizo la profesión religiosa.
Purificada por el sufrimiento
No obstante, durante el noviciado se retiraron esas gracias primaverales. El alma de la esposa de Cristo, a Él ofrecida como víctima por amor, empezaba a ser acrisolada en el dolor y la probación: «A las radiantes claridades de postulante sucedieron, para Sor Isabel de la Trinidad, las tinieblas de una noche profunda», atestigua la priora de la época, la Madre Germana de Jesús. «Es imposible decir lo que sufrió entonces esta inocente hija, poco antes asentada en una paz que parecía inalterable». 10
«La mano divina -esclarece el P. Philipon- no le ahorrará las purificaciones supremas por la que Dios acostumbra introducir a las almas heroicas en la paz inmutable de la unión transformante, y elevarlas por encima de todo gozo y de todo dolor». 11 De este modo, la joven risueña y bulliciosa, acostumbrada a apurar con entusiasmo los inocentes placeres de la vida, aprendía a aceptar con connaturalidad los sufrimientos más terribles.
El secreto más íntimo
Analizando el itinerario espiritual de Isabel de la Trinidad, el teólogo dominico ya mencionado, Marie-Michel Philipon, describe pormenorizadamente la actuación de los dones del Espíritu Santo sobre ella y afirma que ha sido el de la sabiduría -el más divino de todos los dones- el que le permitió participar, en el más alto grado posible en esta Tierra, del conocimiento experimental que Dios tiene de sí mismo en el Verbo, que da origen al Amor. 12
Isabel se sentía como hija adoptiva de la Trinidad, en una completa connaturalidad con Ella, de manera que todos sus actos provenían de su alma y, al mismo tiempo, de Dios. Vivía constantemente, por así decirlo, en el corazón mismo de la Trinidad y desde este centro indivisible su alma contemplaba todas las cosas en sus razones más elevadas, más divinas.
Todo en esta Tierra -incluso el dolor y el sufrimiento- para ella quedaba en un segundo plano. Poseía, «por instinto, el sentido de las cosas eternas y divinas, y precisaría violentarse para descender al nivel de las niñerías al que se arrastran numerosas almas, incluso religiosas -que se dicen contemplativas- y que no saben olvidar sus miserias y su nada». 13
Ése era el secreto más íntimo de Isabel, manifestado en su vida y en sus escritos. Su gran ambición era «decirle a todas las almas qué fuente de fuerza, de paz y de felicidad encontrarían si consintieran en vivir en esa intimidad» de las personas divinas. 14
«Laudem gloriæ»
La espiritualidad trinitaria de Sor Isabel le hacía poseer, como hemos visto, algo parecido a una visión anticipada de los hábitos de la eternidad, colmándola de paz y haciendo su vida deiforme.
Con todo, antes de llegar a la visión beatífica, el alma de esta privilegiada carmelita aún necesitaba subir un peldaño más rumbo a la perfecta unión con el Amado. Y este proceso se inició, fortuitamente, durante una conversación espiritual con otra religiosa a propósito de un corto pasaje de una de las epístolas de San Pablo: «ut simus in laudem gloriæ eius» – «para que alabemos su gloria» (cf. Ef 1, 12).
Por una gracia toda ella especial, aquellas palabras del Apóstol de los gentiles le desvelaron el núcleo de su espiritualidad y la esencia de su misión en esta Tierra. Daba comienzo a una nueva etapa de su vida, en la que el lema Laudem gloriæ pasaría a ser su denominación antonomástica. Sor Isabel la usaría incluso como firma, con el objetivo de marcar este rico período caracterizado por un completo abandono a la Providencia Divina. «Para ser alabanza de gloria -dirá- es necesario morir a todo lo que no sea Él, a fin de que sólo se vibre bajo su toque». 15
Es difícil, para quien está poco acostumbrado a los arcanos de la mística, comprender toda la profundidad espiritual y teológica contenida en ese brevísimo lema. Refleja una elevadísima etapa de la vida interior, en la cual el alma trasciende hasta la propia búsqueda de la santidad para preocuparse exclusivamente con la gloria divina. Ya no se trata más de ir en pos de los medios para alcanzar el Cielo, sino de iniciar en esta Tierra «el Sanctus en la patria de los bienaventurados». 16
«Janua Coeli»
Dentro de esta anticipada satisfacción celestial, se detenía con frecuencia a meditar en las relaciones de María con la Trinidad. Se imaginaba al Padre inclinándose sobre Ella, deseando que fuese Madre en el tiempo de Aquel de quien es Padre en la eternidad. Y vislumbraba al Espíritu de Amor -que preside todas las operaciones de Dios- en Ella engendrando al Verbo Encarnado, a partir de su Fiat.
El deseo de ser esclava del Señor, a ejemplo de Nuestra Señora, le encantaba. La íntima unión de María con la Trinidad había abierto a los hombres la «puerta del Cielo» – Janua Coeli-, trayendo al mundo al Salvador.
Cuando ya estaba muy enferma, Sor Isabel le pedía a la Santísima Virgen que velase por su salida del Carmelo hacia el Cielo, al igual que le había protegido en su entrada en el convento. María iba a ser la puerta propiciadora de su encuentro definitivo con la Santísima Trinidad. «Janua Coeli dejará entrar a Laudem gloriæ», oyeron que decía en sus últimas horas de agonía. 17
«Voy a la vida, a la luz, al amor»
En la primavera de 1905, Isabel empezó a sentir los primeros síntomas de una dolencia incurable en su época: la enfermedad de Addison. Sabiendo que estaba camino de la muerte, creció en ella el deseo de hacer el bien a las almas, uniéndolas a la Trinidad Santísima. Se multiplicaron los escritos de despedida y las cartas con consejos espirituales. A meditaciones de su último retiro, hecho en agosto de 1906, en las que traslucía la perspectiva de la eternidad, donde parecía que ya vivía su alma: «¡Cuán hermosa es la criatura así despojada, liberada de sí misma! […] Sube, se eleva por encima de los sentidos, de la naturaleza; se supera a sí misma; domina toda alegría y toda tristeza, y todo lo transpone para únicamente descansar cuando hubiera penetrado en el interior de Aquel a quien ama». 18
A finales de octubre de ese año, la enfermedad se agravó irremediablemente. Conocía que se aproximaba la hora ansiada de vivir con «sus Tres» y en los últimos días de su agonía repetía «con voz encantadora» estas palabras: «Voy a la luz, a la vida, al amor…». 19
La superiora no le abandonaba día y noche, y fue testigo de cómo soportó con paciencia y serenidad la separación de esta vida terrena. Desfigurada por el dolor, llegó a dejarla irreconocible. El 9 de noviembre, a las cinco y cuarenta y cinco de la madrugada, se volvió hacia el lado derecho, inclinó la cabeza hacia atrás y su figura se iluminó.
Sus ojos, cerrados desde hacía varios días, se abrieron, como si entreviera algo por encima de la Madre Germana que rezaba arrodillada en la cabecera. De esta manera partía al encuentro de «sus Tres».
* * *
Tras su muerte, Sor Isabel continúa siendo un ejemplo de alta espiritualidad y singular vida trinitaria, invitándonos a seguir sus huellas en la experiencia de la vida en Dios. Más que enseñanzas teológicas transmitió para los siglos futuros una rica vivencia mística, madurada de forma impresionante en tan sólo unos pocos años en el Carmelo y abundantemente relatada en cartas y otros escritos.
Este legado para el porvenir es así descrito por el Papa Juan Pablo II en la homilía de su beatificación: «A nuestra humanidad desorientada que ya no sabe más encontrar a Dios o lo desfigura, que busca alguna palabra en la que fundar su esperanza, Isabel le da el testimonio de una apertura perfecta a la Palabra de Dios que ha asimilado al punto de alimentarse de ella verdaderamente su reflexión y su oración, al punto de encontrar ahí todas las razones de vivir y de consagrarse a la alabanza de su gloria». 22
Por eso su mensaje se difunde hoy con una singular fuerza profética.
Por la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP
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1 SESÉ, Bernard. Vida de Isabel de la Trinidad. Madrid: San Pablo, 1994, p. 23.
2 SCIADINI, OCD, Patricio (Org.). Elisabete da Trindade. Obras Completas. Petrópolis, Vozes, 1994, p. 19.
3 Ídem, p. 20.
4 SESÉ, op. cit., p. 26.
5 PHILIPON, OP, Marie-Michel. Doutrina espiritual de Elisabete da Trindade. 2. ed. São Paulo: Paulus, 1988, p. 32.
6 SESÉ, op. cit., p. 37.
7 SCIADINI,OCD, op. cit., p. 437-438.
8 SCIADINI, OCD, op. cit., p. 444.
9 SESÉ, op. cit., p. 104.
10 SESÉ, op. cit., p. 114.
11 PHILIPON, OP, op. cit., p. 31.
12 Cf. PHILIPON, OP, op. cit., p. 192-226.
13 PHILIPON, OP, op. cit, p. 222.
14 ÉLISABETH DE LA TRINITÉ. Carta 302, de 2 de agosto de 1906, a su madre. In: PHILIPON, OP, op. cit., p. 223.
15 ÉLISABETH DE LA TRINITÉ. Carta 256, de diciembre de 1905, al Canónigo Angles. In: PHILIPON, OP, op. cit., p. 117.
16 Ídem, ibídem.
17 Ídem, p. 169.
18 ELISABETH DE LA TRINITÉ. Último retiro de «Laudem gloriæ». Décimo sexto día. In: SCIADINI, OCD, op. cit., p. 507.
19 SESÉ, op. cit. p. 201.
20 JUAN PABLO II. Homilía, Ceremonia de beatificación, 25/11/1984
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