Redacción (Lunes, 11-06-2012, Gaudium Press) Afirmaba el Papa Pío XII que todo se refleja en los ojos: no sólo el mundo visible, sino las pasiones del alma. «Incluso un observador superficial -dice el Pontífice- descubre en ellos los más variados sentimientos: cólera, miedo, odio, afecto, alegría, confianza o seriedad».
De hecho, cuando dos personas conocidas se encuentran en la calle y se saludan, basta con mirarse para saber cómo se encuentra el otro.
Fachada del convento de Nuestra Señora de la Esperanza, en la isla de San Miguel, Azores (Portugal), donde se venera el Santo Cristo de los Milagros |
Y si uno de ellos percibe indicios de que su amigo está pasando por dificultades, enseguida intentará ayudarle. Pues en determinadas ocasiones una mirada revela más que mil elocuentes palabras.
Ahora bien, si tanta profundidad existe en la mirada de las simples criaturas, ¿qué decir del Hombre Dios?
De los ojos de nuestro Salvador, dice San Jerónimo, «irradiaba una especie de fuego celestial y en su rostro brillaba la majestad de la divinidad». 2 Eran, seguramente, riquísimos en expresividad, brillo e incluso colorido, transmitiendo a su interlocutor un inagotable torrente de imponderables, cuya fuente sólo podía ser divina.
La mirada de Jesús, escribe Plinio Corrêa de Oliveira, era «muy serena, casi aterciopelada… En el fondo, no obstante, revela una sabiduría, rectitud, firmeza y fuerza que nos llenan al mismo tiempo de encanto y de confianza».3
Ahora, transcurridos más de dos mil años desde que Cristo iluminó la Tierra con su presencia, ¿se nos habrá cerrado definitivamente la posibilidad de contemplar esos ojos que miraban llenos de amor a sus coetáneos, invitándolos a penetrar en los abismos de su Sacratísimo Corazón?
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Cada pueblo tiende a considerar la figura humana del Señor de acuerdo con su propia vocación. Así, el espíritu sereno, modesto y acogedor del pueblo portugués lo conduce a destacar especialmente en Jesús su paternal solicitud y afecto.
La mirada de Jesús era muy serena, casi aterciopelada, revelando una sabiduría, rectitud, firmeza y fuerza que nos llenan al mismo tiempo de encanto y de confianza |
En el país del cual Brasil heredó la fe, raras son las imágenes del Redentor que manifiestan la cólera divina o esa forma de dolor lancinante, tan habitual en los crucificados y Nazarenos de la vecina España.
Las pinturas y esculturas portuguesas, aunque representen una escena de la Pasión, reflejan siempre la dulzura y paciencia con las que Jesús aceptó los tormentos más grandes para salvarnos. Y ese es precisamente el rasgo que más impresiona en la imagen del Señor Santo Cristo de los Milagros, venerada en la isla San Miguel, del archipiélago de las Azores.
Esculpida hace tres siglos, representa el momento en que el Señor, con las mejillas marcadas por los malos tratos de los soldados romanos, era presentado por Pilatos a un populacho que gritaba: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Jn 19, 6).
A los que se acercan a esta imagen, les conmueve especialmente su mirada, porque la expresión de ese Ecce Homo refleja una bondad y deseo de perdonar inefables, e invita incluso hasta los pecadores más empedernidos a beneficiarse del indecible manantial de la misericordia divina.
Los ojos del Santo Cristo de los Milagros no evocan tanto al Jesús omnipotente que multiplicó los panes y los peces o atemorizó a los mercaderes del Templo, sino a Aquel que al comienzo de su agonía pedía la compañía de Pedro, Juan y Santiago por estar sintiendo una tristeza mortal (cf. Mt 26, 38). A través de esta imagen el Señor muestra a las almas lo que les falta para ser puras, mientras les suplica que dejen de herir su Sagrada Faz con pecados e imperfecciones.
Ante tanta bondad, el alma lusitana, como la de todos los hijos de la Santa Iglesia, es invitada a permanecer unida al Corazón divino, pase lo que pase. Recordando que, aun cuando en algunas ocasiones pueda parecer distante, Jesús sufrió por nosotros hasta el punto de juzgarse abandonado por el Padre en lo alto de la Cruz, para conseguir nuestra salvación.
Por Raphaela Nogueira Thomaz
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