Redacción (Martes, 12-06-2012, Gaudium Press) Definir qué es la belleza es una tarea compleja. Después de todo, como reza el dicho popular, «sobre gustos no hay nada escrito»… Y si eso siempre ha sido difícil, aún más lo es hoy, en un mundo globalizado que se mueve alrededor de mayor información en menor espacio y tiempo.
En efecto, agitada por constantes y profundas renovaciones tecnológicas, nuestra sociedad ha mundializado la cultura, pero a costa de hacer omnipresente una estética irreflexiva, esclava de los impulsos y de las sensaciones pasajeras, vacía de significado, si no extravagante.
Se corre el riesgo, afirma Benedicto XVI, de considerar la vida como mera sucesión de hechos y experiencias en detrimento de la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza, que nos proporcionan la felicidad y la alegría. No obstante, los hombres no pueden ser vistos simplemente como «consumidores en un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la verdad».1
Por lo tanto, hoy más que nunca es oportuno preguntarse: ¿la belleza es una simple cuestión de gustos? ¿Debemos renunciar definitivamente a darle un sentido objetivo y pasar a analizarla bajo el prisma de una psicología individualista? ¿Hasta qué punto su concepto está influenciado por la política o por la economía, con sus peculiares intereses de mercado? ¿Su esencia se ve alterada por la vorágine de las modas cambiantes y contradictorias, tan propia de una sociedad de consumo? ¿O en esta cuestión existe una mayor profundidad filosófica, que abarca la existencia humana y su finalidad, y la hace objetiva?
Parece que nuestra sociedad ha relegado al olvido los valores trascendentales2 -verdad, bien y belleza- grabados por Dios en lo hondo del alma del hombre. Ahora bien, ¿esto significa que ha perdido definitivamente la disposición natural de admirar, de buscar la belleza?
Creemos que no. Al contrario, nos parece que la saturación informativa y sensorial del día a día provoca que el alma de nuestros contemporáneos se vuelva más sedienta que nunca de esos valores.
Una intuición de lo bello y de lo bueno
Cuenta Mons. João Scognamiglio Clá Dias que encontrándose en París, hace ya algunos años, observó una escena muy expresiva, a pesar de su apariencia corriente: dos niñas estaban jugando en un parque, corriendo de un lado a otro. Se notaba que eran hermanas, la mayor de unos siete años y la otra quizá de unos tres. En determinado momento la pequeña empezó a corretear por uno de los jardines floridos, por donde estaba prohibido pisar, y su hermana la amonestó así: » Madeleine, ce n’est pas beau! » – «Magdalena, eso no es bonito». Fue suficiente para que parase y diera la media vuelta, sonrojada y turbada.3
¿Qué hizo que esa niña, aún sin la edad para tener pleno uso de razón, quedara avergonzada por haber realizado un acto que no era bonito? ¿Por qué su hermana no le dijo: » Madeleine, ce n’est pas bien! » – «Magdalena, eso no está bien»? ¿Cómo sabe un niño que el mal es feo y errado? ¿Por qué desde la aurora de su existencia en esta Tierra la criatura racional relaciona el bien con la belleza? ¿El niño es un pequeño «filósofo» que sabe hacer uso de los conceptos trascendentales?
Este ejemplo nos demuestra que el hombre posee intuiciones que revelan la riqueza de una realidad tal vez poco percibida. Y desvela el amplio panorama de la naturaleza humana, con sus capacidades y potencias, que toca en un punto clave de la existencia del hombre: su trascendencia y sus relaciones con las realidades metafísicoespirituales, es decir, la apertura de su alma más allá de la materia visible.
Los instintos espirituales
De hecho, hay en el ser del hombre -como criatura inteligente- «instintos espirituales» que se manifiestan precisamente cuando empieza a tener conocimiento de que existe, por la noción de su propio ser y del ser de todo aquello con lo que entra en contacto.4 Esta noción, sumamente sustanciosa, es como el alimento propio de su inteligencia, pues es lo que le permite conocer todas las cosas, asegurándole su salud mental. Si sus aprehensiones no fuesen verdaderas y reales, enloquecería.
Este conocimiento comienza a evidenciarse cuando el niño abre sus ojos a la luz, distinguiendo su ser del ser de su madre, pero dependiente de ella; percibiendo que el sonajero es real y verdadero, pues escucha su ruido; que la leche le satisface la sensación de hambre, siendo por eso buena; que la luz y los colores son atrayentes y bonitos, entreteniéndole y haciendo que desee conocer y aprender más y más. Intuye que siempre hay algo más que conocer, más allá de la realidad que ve y aprende experimentalmente, sin comprender conceptualmente aún cualquier expresión abstracta y formal.
No hay ningún momento en el que se aprende tanto como cuando se es niño, y éste no disocia el entretenerse del comprender. «En este nuestro mundo de seres al que acaba de llegar, el ser del hombre empieza a manifestarse y exclamar en consonancia con la verdad, bondad y belleza de los seres que observa».5
Ese conocimiento del propio ser y del ser inteligible y verdadero de las cosas sensibles -previo a cualquier raciocinio con principios claros y establecidos- es, no obstante, una aprehensión intelectual todavía confusa, sin explicitaciones racionales, y ocurre en la inteligencia espontánea, denominada habitualmente sentido común. Admite verdades y principios sobre los cuales el hombre no se equivoca, tales como el de identidad y su corolario, o el de contradicción, cada ser es lo que es y no puede ser otra cosa; o el de causalidad, todo efecto supone una causa; o el de finalidad, todo agente obra por un fin, que es su propio bien. Esta intuición, llamada sindéresis, es un hábito de la razón con el que nacen los hombres, no lo adquieren por la repetición de los actos6 o por un don divinamente infuso. Permite conocer estos primeros principios, así como percibir las propiedades trascendentales de todos los entes.
Sin embargo, al igual que los demás actos intelectuales, este hábito exige el desarrollo de la inteligencia.
Podría ser denominado protoconciencia, a la manera de un sello de lógica, verdad, bien y belleza presente en el alma humana, porque fomenta el bien, censurando el mal, impeliendo, por consiguiente, a la verdad y a la belleza, y amonestando sus contrarios u opuestos.
El papel de los sentidos en la percepción de la belleza
Santo Tomás admite el argumento aristotélico de que no existe nada en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos, considerándolo sólo en el orden de la naturaleza y no en el de la gracia, pues ésta última no está sometida a las leyes naturales.
De este modo, al estar el hombre compuesto de materia y espíritu, afirma que «nuestro conocer empieza por los sentidos»,7 pues los datos de la experiencia sensible se vuelven inteligibles por la acción del intelecto, que los abstrae y eleva a la condición de realidades inmateriales y espirituales.
Santo Tomás |
Entre los sentidos externos, hay dos que son superiores, la vista y el oído. Según el Angélico, es verdad que se dice bellos sonidos e imágenes bellas, pero no aromas, sabores o texturas bellos.8 Por lo tanto, estos dos sentidos son los que le abren a la razón la vía de acceso a lo bello, que en él se deleita, pues lo bello en la concepción tomista es » id quod visum placet – lo que agrada a la vista».9
Sin embargo, la belleza no se restringe a la percepción sensorial, pues el hombre también la percibe en todas sus dimensiones espirituales, ya que esta percepción es intrínseca a su propio ser. Los sentidos externos son instrumentos para la percepción sensible, pero es el intelecto que, por así decirlo, «lee» lo bello de las cosas, en razón de su verdad y bien. Entonces, aparece claramente la trascendencia de la belleza, que tiene algo en común con la verdad y la bondad, pues manifiesta la relación de la cosa bella con el espíritu, despertando un placer espiritual, aunque sea en la contemplación de la belleza sensible, pues sólo es posible captar la belleza, como tal, espiritualmente.
Por este motivo, no es raro que una persona se quede sin saber qué decir ante algo muy bello.
Comprende y capta el mensaje, sin tener necesidad del concepto estético.
Es por esta misma razón que, en sentido opuesto, la pequeña Madeleine identificó una acción por sí misma mala y errada, al romper con las reglas establecidas, como fea.
El «sensus pulchri»
Por eso hay en el ser humano un tipo de atracción, un magnetismo por la belleza, manifestado desde su más tierna infancia, por el que el niño busca cosas bonitas en sus primeros contactos con éstas. Un clásico ejemplo de esto es el de las bolas de diferentes colores que le son presentadas a un bebé para que juegue con ellas. Escogerá primero la de un color más vivo y atrayente. Sólo después se interesará por las demás.
Así, vemos que esta especie de instinto de lo bello es el punto de partida para encontrar, de manera casi inconsciente, la verdad y el bien.
Porque la belleza no es sino el esplendor de todos los trascendentales reunidos. O, como afirma Vilela, es «el ‘splendor veri’ de los platónicos, el ‘splendor oridinis’ de San Agustín; y más: es decir que ella es ‘splendor boni’ y ‘splendor perfectionis’ . […] Es el esplendor del ser, del ser que es uno , a través de su perfección, de su verdad y de su bondad resplandecientes, en cuanto aprehendido ese resplandor, por la inteligencia, y mientras esa aprehensión es fuente de alegría para la voluntad.
Y para el hombre en su totalidad, ya que en el hombre las cosas entran en el espíritu por los sentidos. Por eso la belleza es tan envolvente. 10
Von Balthasar corrobora enteramente ese pensamiento: «Nuestra palaba inicial se llama belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión».11
Mons. João S. Clá hace una interesante analogía a este respecto: así como las plantas poseen el instinto de buscar el sol -el heliotropismo-, el niño tiene «un agudo sentido de lo maravilloso, debido al cual mira con indiferencia todo lo que no satisface su deseo en esta dirección.
Esta especie de ‘kaloi-tropismo’ [atracción por lo bello] indica que, al lado de los diversos trascendentales, el pulchrum tiene un papel absolutamente insustituible para la conservación y perfeccionamiento de la primera mirada sobre el ser».12
A este tipo de instinto espiritual de la belleza llamamos » sensus pulchri «.
La percepción de lo bello como vía para las relaciones con Dios
San Agustín |
Por todo lo expuesto, es posible deducir que la belleza es connatural al hombre, así como él es connatural al bien, su finalidad última. Por ese instinto del alma -el sensus pulchri- percibe lo perfecto, lo proporcionado y lo luminoso. Y en ese conocimiento de todas las cosas encuentra como «peldaños» que lo elevan más en la «escalera» de la búsqueda del bien y de la belleza -y también de la verdad- comprendiendo que debe haber un arquetipo de todo: la Verdad, el Bien y la Belleza en sí. En cada paso, su espíritu se deleita y se sosiega en la contemplación, pues «pertenece a la razón de lo bello que con su vista o conocimiento se aquiete el apetito»,13 afirma Santo Tomás.
No obstante, este apetito no se siente nunca plenamente satisfecho en esta Tierra. El hombre, provisto de inteligencia y voluntad, tiene necesidad de conocer y amar con sed de infinito, porque su espíritu, dentro del límite de la materia, busca lo ilimitado. El límite repugna al hombre; la naturaleza humana anhela la plenitud.
Plinio Corrêa de Oliveira recurre a una metáfora muy interesante para explicar este fenómeno, valiéndose de la imagen del monte Fuji, de Japón, que se eleva de un modo imponente en un paisaje encantador.
Sin embargo, por ser de origen volcánico, a su forma cónica, regular y perfecta, le falta el vértice. Al ver esa estampa del cono truncado, enseguida se tiende a imaginar el pico que lo completaría. Hacía la analogía de esta tendencia con la búsqueda de la perfección en el hombre: está siempre en busca de los «conos del Fujiyama», no sólo de sí mismo, sino también de todas las cosas, algo que los perfeccione y asemeje a la Perfección Absoluta, que es Dios, dándole la clave de la impostación de su alma en esta vida terrena.14
Sin embargo, sujeto a las realidades concretas y temporales, el hombre busca en las criaturas ese vértice que le falta, sin éxito, encontrando únicamente la frustración, pues las cosas de este mundo sólo forman parte de un conjunto cuya cúspide se encuentra en el Cielo, donde está Quien le podrá saciar la sed de infinito. Tal es la amonestación que hace el Libro de la Sabiduría: «Si, cautivados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el mismo autor de la belleza. Y si los asombró su poder y energía, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo, pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre por analogía a su creador» (Sb 13, 3-5).
Por lo tanto, la percepción de la belleza, el encanto y el maravillarse con algo bello llevan a percibir a Dios, que no es sino el Autor de toda belleza, siendo Él mismo la Belleza en sí. De este modo, en la contemplación de las bellezas de la grandeza del mar o del silencio de las montañas, del cielo estrellado, de un paisaje desértico o de una fuente, se produce un conocimiento experimental, moviendo sentidos externos e internos, en un auténtico proceso estético y místico: «No cuesta trabajo ver en todo esto la caligrafía del Creador».15
San Agustín, el gran cantor de la belleza, también afirma que las cosas creadas hablan, en sí mismas, de Dios: la belleza de las cosas las trasciende y revela el Creador, pues si son bellas las cosas que hizo, cuánto más bello no será quien las ha hecho. 16 Y ésta es una de las principales inquietudes de los hombres: por la «obra de arte» conocer al «Artista».
Paso a paso, por la admiración y fascinación, la razón va escalando la montaña de lo concreto en dirección a su «cono», lo imponderable, siguiendo las huellas de ese Artista, para lograr penetrar en sus misterios y relacionarse con Él.
Maravillarse: un acto de religión
De esta forma, podemos afirmar con Soto Posada que el «gozo estético no es meramente sensible o inteligible, sino que tiene un plano mo ral y religioso».17 el agrado -el placet que Santo Tomás afirma que provoca en el ser del hombre el conocimiento de la belleza- se produce porque «como todo ser participa del ser de Dios, gozar de su belleza es gozar de Dios: la experiencia estética se hace fruición teológica y mística». 18 La experiencia estética, la admiración, el asombro ante la belleza que placet , entonces, se convierte en un puente hacia la espiritualidad, pues la sed de infinito del hombre sólo se saciará en el encuentro con Dios. Maravillarse, pues, es un acto de religión. En las inmortales y hermosas palabras de San Agustín: «Nos hiciste Señor para Ti e inquieto está nuestro corazón hasta que repose en Ti».19
Esta concepción se hizo sentir de modo especial en las artes medievales, que eran hechas de manera a maravillar al hombre y a ayudarle a entrar en contacto con Dios. Analizando el arte y la estética en la Edad Media -en la que fueron desarrollados los problemas estéticos a partir de la Antigüedad Clásica, bajo un prisma cristiano-, Umberto Eco opina que ese nuevo significado que se dio al tema de lo bello sólo fue posible porque la concepción de belleza cristiana se introdujo en el sentimiento del hombre, del mundo y de la divinidad. El filósofo medieval no hablaba de todos estos conceptos de modo abstracto, sino que los remitía a experiencias concretas y su campo de interés estético era mucho más amplio que el de los días actuales, porque estaba estimulado por la conciencia de la belleza como dato metafísico. El hombre moderno sobrestima las artes plásticas, porque ha perdido ese sentido de belleza inteligible.
Para los medievales, la belleza inteligible constituía una realidad moral y psicológica, y la cultura de la época estaría insuficientemente iluminada si no tomase en cuenta este factor.20
La consecuencia de tal mentalidad medieval fue que se degustaba lo bello con la finalidad de amar a Dios, por eso existía una inclinación -secundaria, en el sentido de que era en función de ese amor-, un » amor ornamenti , a las iglesias suntuosas, al canto bello y a la bella música», 21 sin despreciar la belleza moral, también «sensible», presente en los ascetas y místicos.
El flash: la llave para alcanzar la santidad
No cabe duda, pues, que la emoción estética, la admiración -el sensus pulchri en acción- abre el espíritu humano a la luz de la trascendencia.
Por eso, esa fascinación puede ser en ocasiones una especie de pedestal para la acción de la gracia, una luz que brilla repentinamente, y el alma sale del plano natural para tener una experiencia mística sobrenatural.
Plinio Corrêa de Oliveira definía esa contemplación o experiencia mística como flash , una gracia que proviene del Espíritu Santo, iluminando el alma, como un asombro, a semejanza de la emoción estética.22 El motivo de la elección de la palabra «flash», según él, era porque «así como a la hora de sacar una fotografía la máquina produce una luz intensa y rápida, cuyo repentino destello permite captar la imagen y sin el cual ésta no se captaría, así también esa gracia actúa a manera de un flash , emitiendo una luz intensa. Esta luz hace que el ‘objetivo’ de nuestra alma vea y grabe aspectos que normalmente no vería o no grabaría.
Esta figura, sacada de un aspecto técnico de la vida contemporánea, ilustra didácticamente este fenómeno sobrenatural».23
Se puede decir, análogamente, que la percepción estética también sería como un flash que ilumina la sensibilidad y la inteligencia, maravillando, agradando -» id quod visum placet «- y aquietando el apetito instintivo del ser humano. El sensus pulchri , siendo el motor de ese asombro, de la fascinación, del flash , se convierte en la llave que abre las puertas del ser del hombre a su encuentro y relación con Dios, a quien el hombre busca por instinto espiritual y connaturalidad, ya que busca la Verdad, el Bien y la Belleza en la plenitud, encontrando la santidad.
¿La belleza salvará al mundo?
La belleza tiene, por tanto, la capacidad de abrir la mente y el corazón del hombre al encuentro con Dios, su salvación, a quien busca tal vez sin saberlo. A partir de la experiencia del encuentro con lo bello, mediante ese asombro, esa fascinación, ese flash , se abre a la humanidad una Via Pulchritudinis , la cual «no puede limitarse a una consideración meramente filosófica. Pero la mirada de lo metafísico nos ayuda a comprender por qué la belleza es una vía regia para llegar a Dios».24
Es una forma superior de conocimiento que «despierta al hombre a la real estatura de la verdad», la verdad bella, «la verdad que redime», que en Cristo iluminó «al mundo de belleza creado por la fe», y en el rostro de los santos «su propia luz se hace visible»,25 pues la famosa belleza que salva, de Dostoievski, no es otra sino la belleza redentora del Salvador.
Aunque este lenguaje actualmente presente un esteticismo globalizado y alejado de la verdadera idea de belleza -como hemos visto al comienzo de estas líneas-, el sensus pulchri continúa latente en el corazón del hombre y a través de él se abre la posibilidad de su rescate y de su salvación, para que por medio de él se encuentre con Dios.
Con palabras llenas de esperanza, asegura Mons. João S. Clá: «El hombre de hoy no ha perdido su ca pacidad de admirar, por más que la sociedad le haga muchas otras invitaciones.
Es necesario proporcionarle ocasiones para que, maravillándose, discierna en las cosas lo que éstas tienen de bello, de bueno y de verdadero, o su ausencia, y con eso pueda volverse hacia lo esencial: Dios».26
Aquí queda, por tanto, una invitación a nuestros lectores: que puedan ser testigos vivos de toda la exposición doctrinaria aquí desarrollada, y que no silencien su sensus pulchri , maravillándose y abriéndose a esa trascendencia y al flash -pues sólo la espiritualidad de la belleza, llamada kalós por los griegos, puede hacer que el hombre se reencuentre con la presencia de la Belleza divina-, convirtiéndose en teokalófaros , en la feliz expresión de Arboleda Mora. Dice él que quien es portador de algo es porque posee ese algo. Así «algunos monjes primitivos de la antigua Iglesia eran conocidos por la santidad de su vida y por eso el pueblo los llamaba los teóforos -portadores de Dios. Quien expresa a través de su vida la belleza de Dios, bien puede ser llamado teokalóforo -portador de la belleza de Dios».27 Quien encuentra y ama, posee lo que ama, y debe ser, pues, portador de lo que posee.
En este sentido, podemos definitivamente terminar con Dostoievski, con toda propiedad: «la belleza salvará al mundo». Porque si «el alma ‘maravillable’ es un alma maravillosa, capaz de hacer maravillas»,28 con almas «maravillables» y maravillosas, que se relacionan y se unen a Dios, reconociendo la maravilla de la Creación y de la Redención, maravillas pueden ser hechas en este mundo y la faz de la Tierra puede ser renovada.
Por la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP
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1 BENEDICTO XVI. Ceremonia de acogida de los jóvenes. Discurso del Santo Padre Benedicto XVI . Barangaroo, Sydney Harbour, 17/07/2008.
2 Todo ente posee cualidades inherentes a su propio ser, que son sus propiedades intrínsecas, las cuales van más allá, trascienden el orden categorial. Y, como tales, añaden algo al conocimiento del ente, estando siempre presentes en él e íntimamente vinculadas entre sí. Son llamadas, por eso, de trascendentales y se acostumbra a reducirlas a cuatro: unum, verum, bonum, pulchrum – la unidad, la verdad, el bien y la belleza. Sobre este tema, véase FORMENT, Eudaldo . Id a Tomás: Principios fundamentales del pensamiento de Santo Tomás . 2ª ed. Pamplona: Fundación Gratis Date, 2005, pp. 66-74.
3 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La «primera mirada» del conocimiento y la educación: un estudio de casos . Tesis de Maestría en Psicología. Bogotá: Universidad Católica de Colombia (UCC). Facultad de Psicología, 2009, p. 112.
4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, I, q. 5, a. 2.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. O primeiro olhar da inteligência. En: Lumen Veritatis . São Paulo. Año III. Núm. 12 (Jul.- Sept., 2010); p. 14.
6 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I, q. 79, a. 12.
7 Ídem, I, q. 1, a. 9.
8 Cf. Ídem, I-II, q. 27, a. 1, ad. 3.
9 Ídem, I, q. 5, a. 4, ad. 1.
10 VILELA. Orlando O. Alma criadora de símbolos . 2ª ed. Belo Horizonte: Diálogo, 1954, pp. 100-101.
11 VON BALTHASAR, Hans Urs. Gloria: Una estética teológica. La percepción de la forma . Madrid: Encuentro, 1985, p. 22.
12 CLÁ DIAS, La «primera mirada» del conocimiento y la educación: un estudio de casos , op. cit., p. 110.
13 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 27, a. 1, ad. 3.
14 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Contemplar o «cone do Fujiyama» – ver as coisas na sua ordem ideal paradisíaca : Conferencia. São Paulo: 10 nov. 1989.
15 VON BALTHASAR, Hans Urs. El problema de Dios en el hombre actual . 2ª ed. Madrid: Castilla, 1966, p. 139.
16 Cf. SAN AGUSTÍN. Sermo CXLI , c. 2, n. 2: ML 38, 776; Enarratio in Psalmo CXLVIII , n. 15: ML 36, 1947.
17 SOTO POSADA, Gonzalo. La estética medieval. En: Cuestiones Teológicas y Filosóficas . Medellín. UPB. Núm. 43-44 (1989); p. 171.
18 SOTO POSADA, Gonzalo. El arte y el artista en la Baja Edad Media. En: Cuestiones Teológicas . Medellín. UPB. v. XXXV, Núm. 83 (Ene.- Jun., 2008); p. 1 36.
19 SAN AGUSTÍN. Confessionum . L. I, c. 1, n. 1: ML 32, 661.
20 Cf. ECO, Umberto. Arte y belleza en la estética medieval . 2ª ed. Barcelona: Lumen, 1999, pp. 13-14.
21 Ídem, p. 15.
22 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A fidelidade ao alcandorado : Conferencia. São Paulo, 16 junio 1978.
23 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O «flash», o que é? : Conferencia. São Paulo: 15 mayo 1973.
24 PONTIFICIO CONSEJO DE LA CULTURA. Concluding Document of the Plenary Assembly – 27-28 March 2006 – The Via pulchritudinis. Beauty as a Way for Evangelisation and Dialogue. 2,
2.2. En: Culture e Fede . Civitas Vaticana: Pontificium Consilium de Cultura, 2006, v. XIV/2, p. 121.
25 RATZINGER, Joseph. A beleza e a verdade de Cristo. En: Communio . Revista Internacional de Teologia e Cultura. v. XXVII, Núm. 4 (Oct.- Dic., 2008); pp. 920; 924.
26 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Beleza e Nova Evangelização. In: Lumen Veritatis . São Paulo. Año IV. Núm. 14 (Ene.- Mar., 2011); p. 25.
27 ARBOLEDA MORA, Carlos Ángel. Um carisma encantador. Os Arautos do Evangelho como teokalófaros. En: Arautos do Evangelho . São Paulo. Núm. 99 (Mar., 2010); p. 36.
28 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A admiração é a nossa estrela de Belém : Conferencia. São Paulo, 13 mayo 1988.
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