Bogotá (Miércoles, 20-06-2012, Gaudium Press) El fin total, el más radical del hombre no es su realización plena, es su unión más completa con Dios, donde se da su plenificación. Y como nos enseña la teología, este fin está por encima de la naturaleza humana, solo puede ser alcanzado con gracia, con ayudas sobrenaturales, cuya iniciativa es meramente divina.
Entretanto, Dios no es celoso con su gracia sino que la reparte a manos llenas, a todos los hombres, particularmente a los bautizados.
Constantemente, como aquel Padre amoroso que golpea solícito la puerta de la casa de su hijo, la gracia toca una y otra vez el pórtico de nuestros corazones, pidiendo ser admitida en ese recinto para tornarlo sagrado, solicitando aunque sea una corta audiencia a nuestra voluntad, como si no fuera todo un Dios quien nos visita, asumiendo el papel de vasallo, hasta de mendigo…
Gracia, gracia, ‘todo es gracia’ decía Santa Teresita. Algo muy cierto, aunque a veces incomprensible para nuestro miserable egoísmo; pero sí, todo es gracia, sin la gracia nada podemos, y con la gracia somos ‘divinos’.
En los últimos tiempos, y en mérito a la debilidad de las más recientes generaciones, la gracia de Dios va comúnmente asociada a expresiones sensibles, normalmente bellas, que son ‘aprovechadas’ por Dios para manifestarnos algo de su Ser divino. Es lo que con cada vez más gaudio la Iglesia descubre como la ‘vía del pulchrum’.
La vía del pulchrum no es solamente la vía de la belleza, sino la vía de la manifestación de Dios a través de la belleza. Ejemplifiquemos.
En días recientes la Reina Isabel de Inglaterra conmemoró su jubileo de diamante como gobernante de los británicos, la única monarca de ese país que ha tenido tan longevo reinado junto con la Reina Victoria. Los ingleses celebraron con pompa, garbo y circunstancia esa solemnidad y el mundo entero admiró.
Los soldados, jóvenes en su gran mayoría, portaban su uniforme y sus insignias con garbo, con altanería, con sano orgullo; no estaban ellos cumpliendo un deber tedioso, sino que entraron en líneas generales en el flujo de la majestad, de la solemnidad, podríamos decir incluso de la sacralidad, de lo que allí se celebraba.
Pero, ¿qué era lo que ellos sentían? ¿Simplemente que conmemoraban los 60 años de un glorioso reinado? No, era algo más, mucho más.
Los trajes, los uniformes, las insignias, las condecoraciones, las banderas de los regimientos, les hablaban en sublime lenguaje de toda la historia de Inglaterra, de todas las luchas, sacrificios y glorias que forjaron su aún hoy gran nación. La Reina no era solo la Reina, sino el símbolo de la unidad, sucesora de toda un rica tradición de monarcas, de una Reina Victoria que creó la grandeza de un imperio, de un Ricardo Corazón de León que dejó su sangre para recuperar el sepulcro del Salvador, o de un San Eduardo el Confesor que vivió para Cristo y su pueblo.
Sin embargo, no era solo ello. A partir de las bellas realidades creadas que allí se hicieron presentes, Dios ciertamente se manifestó, como algunos de los que pudieron contemplar al vivo los festejos, tuvieron la ocasión de comentarnos.
El rojo de los uniformes a muchos les habló de la belleza del sacrificio, de dar la vida por algo que vale más que la propia vida. Los clásicos ‘bearskin’, los gorros altos de piel de oso del ejército inglés, a muchos expresó que la entrega al servicio de las armas es algo bello cuando lo que se defiende es justo; que la disciplina del paso cadenciado de quienes lo portaban era la manifestación de un orden superior, de un Orden con «o» mayúscula.
Y a partir de las bellas realidades de todos esos festejos, Dios se hacía presente, ciertamente con su gracia también, para decir a los participantes, a los espectadores: «Si admiráis gustosos lo que veis, si contempláis con deleite y entusiasmo estos desfiles, estos trajes, estos caballos y carrozas, estos hombres y a esta dama, no creáis que es solo por ellos o su belleza. Es porque a partir de ellos algo os hago sentir de Mí, de mi Ser Divino, de mi Bondad que me movió a crear el Universo entero, de mi Belleza que se manifiesta en la belleza del conjunto de la Creación, de mi Amor que llevó a mi Divino Hijo a dar su propia vida por vosotros».
Esa es la ‘vía del pulchrum’: la vía de la belleza, belleza del orden creado y de las cosas creadas, a partir de las cuáles, en actos contemplativos, admirativos y respetuosos de la gracia, Dios está llamando al hombre de hoy a unirse a Él.
Con cada realidad bella que llega a nuestros ojos, Dios toca nuestra puerta. Como dice el Salmo, «Hodie si vocem eius audieritis nolite obdurare corda vestra»: si hoy oyereis su voz, no endurezcáis vuestro corazón.
Por Saúl Castiblanco
Fotos: Gustavo Kralj
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