Redacción (Miércoles, 20-06-2012, Gaudium Press) «¡Da capo!» («volvamos al inicio»), dice pacientemente Leopoldo, y los músicos retoman animados los compases del cuarteto de cámara. En ese instante se abre la puerta y aparece un niño de 4 años, empujando con decisión una silla para dentro de la sala.
– ¿Niño, qué haces? – pregunta Leopoldo, su padre.
– Voy a tocar con ustedes.
Esto dicho, se sienta, con un pequeño pero reluciente violín en la mano. El padre lo manda retirarse, diciendo que él no había tenido todavía ninguna lección de violín.
– Pero, papá, para tocar la partitura del segundo violín no es preciso haber aprendido – insiste el pequeñito.
Uno de los músicos, Schachtner, intercede por él:
– Ahora, Leopoldo, déjelo tocar a mi lado la partitura del segundo violín. No nos molestará.
– Bien, entonces puedes quedarte, pero toca bien bajito – concuerda el padre, no de muy buena voluntad…
El pequeño sonríe alegremente, y comienza a tocar. A medida que avanza la música, Schachtner va tocando cada vez más bajo, hasta parar. Para sorpresa general, el niño continúa ejecutando la pieza solito. Leopoldo se emociona hasta las lágrimas.
Pero Wolfgang -este era su nombre- deja a todos más admirados aún, ¡tocando en seguida la parte difícil del primer
violín!
¿Hecho increíble? Sí, claro, pero, al final de cuentas, la escena pasa en Salzburgo, Austria, en el siglo XVIII, donde la música era tan natural como el aire.
Niño prodigio, gran genio musical
Tal vez el lector ya haya descubierto. Se trata de Wolfgang Amadeus Mozart, de Wunderknabe, el «niño prodigio», que en tan tierna edad irrumpe con su increíble talento musical en medio del mundo barroco de Salzburgo.
Poco tiempo después, con «su peluca y su espadita apretada a la cintura» -como recordaba Goethe- él deslumbraría a toda Europa. Viena, París, Londres, Roma, en todas partes, plateas entusiasmadas lo aclamarían.
Mozart Memorial, en Viena |
Innúmeras son las narraciones de hechos que certifican su portentoso genio musical.
Niño todavía, Woferl -como era apodado- dictaba a su padre minuetos espirituosos. Asistía a conciertos que duraban horas, y de regreso al hogar, los reconstituía de memoria en el piano.
Componía sus óperas – la primera de las cuales, titulada Sebastián y Sebastiana, a los 13 años – sinfonías, misas, etc., en brevísimo tiempo y, sin reverlas siquiera, las entregaba a un copista para ser impresas. Escribió de improviso la apertura de su ópera Don Giovanni, veinte minutos antes del estreno, mientras la orquesta entrenaba.
Dotado de una inteligencia vivísima, hablaba y escribía correctamente el latín, alemán, francés, italiano e inglés. Se vestía siempre con pulcritud y elegancia, costumbre conservada desde la infancia.
Murió joven, con 34 años, pero dejó una obra monumental. Todavía no se acabó de inventariar sus composiciones: más de 50 sinfonías, 20 óperas, 20 misas para orquesta, coro y solistas, innúmeros conciertos.
Sus dos más famosas óperas pueblan los escenarios de los grandes teatros: La flauta mágica y Don Giovanni, cuyas partituras melodiosas entusiasman a los oyentes, pero constituyen el terror de los regentes y solistas que tienen que verse con ellas….
Toda su obra por el «Dies irae»
Entretanto… este gran compositor, como quizá otro igual no apareció, en una bella tarde de invierno, entró a una iglesia poco conocida.
Contemplando la luz proveniente de los últimos rayos de sol filtrados por los lindos vitrales, se dejó envolver por el ambiente del templo sagrado. Pero su atención fue atraída, sobre todo, por la melodía de un majestuoso órgano, en el cual un músico solitario pulsaba el Dies irae, ensayando ese bellísimo himno para una Misa de finados. Wolfgang oyó atentamente la música, y terminados los últimos ecos en la penumbra de la iglesia, se volvió para su acompañante y le confidenció emocionado: «Yo daría toda mi obra solo para haber compuesto esta melodía».
«Dies irae, dies illa». ¿Quién habrá sido el autor de esa sublime música que dejó conmovido a un compositor de tan gran porte como Mozart?
Ella es atribuida por muchos a Tomás de Celano, biógrafo y discípulo de San Francisco de Asís. Pero el autor puede haber sido también un simple monje anónimo que, en el silencio y el recogimiento de su monasterio, se puso a rezar, a meditar… y a cantar.
Quien inspiró esta melodía fue el Divino Espíritu Santo. Ella es fruto de la gracia de Dios, que Nuestro Salvador en lo alto de la Cruz para todos conquistó.
¡Qué don maravilloso el genio musical de Mozart! ¡Pero cuán poca cosa, comparado con una gota de la gracia divina! El propio compositor reconocía esto implícitamente, con su comentario.
Bien decía Santo Tomás de Aquino, afirmando que una sola gota de gracia vale más que todo el universo.
«Ave, llena de gracia». Así fue saludada por el Arcángel la Virgen María. Pidamos, pues, a Ella, Madre de la Divina Gracia, que nos obtenga, no solamente una gota, sino un océano de gracias.
Y así, melodías mucho más bellas que las de Mozart poblarán la tierra y los ángeles nos acompañarán (como el niño prodigio al cuarteto del padre Leopoldo) en el gran concierto que constituirá la era del triunfo del Inmaculado Corazón de María.
Por Andreas Meran
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