Redacción (Jueves, 21-06-2012, Gaudium Press) Aquel que dijo a sus compañeros recogidos en el Cenáculo por causa de un miedo atroz, que solo habría de creer en Jesús resucitado si viese «en sus manos la señal de los clavos», pusiese el «dedo en el lugar de los clavos» e introdujera la «mano en su costado» (Jn 20,25) no precisa de presentación.
El Apóstol Tomás pasó para la Historia como símbolo de la incredulidad, es verdad, pero también como el exponencial de una ley inherente a la naturaleza humana ‘per se’ legítima. Ver con «los propios ojos», tocar con «las propias manos», oír con «los propios oídos» es una necesidad del ser humano, una condición para dar el asentimiento perfecto de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad.
Santo Tomás manifestó una inclinación natural en el ser humano |
Aunque sea eminentemente sobrenatural, el propio asentimiento de la fe tiene uno de sus pilares fundamentado en ese dictamen de la experiencia sensible. ¿No fue esa necesidad demostrada por Tomás el apóstol, después de la terrible hecatombe de la persecución que había caído sobre la Iglesia naciente, arrebatando la suave presencia del Divino Maestro? También para Santa María Magdalena, aquella que mucho había amado, era necesario tocar y abrazar los pies del Resucitado, para saciar ese deseo legítimo y subconsciente del corazón humano de comprobar la fe con los sentidos. Tal aspiración es tan ingente en nuestro interior al punto del Apóstol San Juan jubiloso exclamar: «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y nuestras manos han tocado, en lo referente al Verbo de la vida, porque la vida se manifestó, y nosotros la hemos visto; damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y que se nos manifestó» (1 Jn. 1,1-4).
Ese deseo de experiencia no es contrariado por Nuestro Señor, pues al encontrarse con sus discípulos invitó a Santo Tomás a comprobar: «Introduce aquí tu dedo, y ve mis manos. Pone tu mano en mi costado. No seas incrédulo, sino hombre de fe» (Jn. 20,27). De los labios del incrédulo brotó, como la rosa en el desierto, el más explícito acto de fe en la divinidad de Jesús presente en los Evangelios: «¡Mi Señor y mi Dios!» (Jn. 20,28). Con los ojos y los dedos de Tomás, nosotros tocamos en las llagas y en el costado abierto de Jesús. En Tomás toda la Iglesia creyó en la resurrección corpórea y milagrosa del Hombre-Dios.
Ahora, hubo otro Tomás, nacido en la ciudad italiana de Aquino, cuyo nombre no puede ser pronunciado por teólogo o filósofo que se aprecie sino con respeto y veneración: Santo Tomás de Aquino. Él fue un auténtico testigo de los atributos y perfecciones divinas, de la divinidad y la humanidad de Cristo, del inefable misterio de la Santísima Eucaristía y de los castos privilegios de María Santísima. Tomás nació más de un milenio después de la tragedia de Gólgota, y de hecho no tuvo la gracia de tocar con su dedo en el costado y en las llagas del Redentor como en otro tiempo lo había hecho el apóstol.
Entretanto, el Doctor Angélico vio con los ojos de la fe y palpó con las manos de la caridad la divinidad y la humanidad de Jesús. La experiencia mística de Tomás es superior a la experiencia científica del apóstol, como por lo demás afirmó el propio Divino Maestro: «Creíste, porque me viste. ¡Felices aquellos que creen sin haber visto!» (Jn. 20,29). ¿La visión de la experiencia mística, esencialmente sobrenatural de Santo Tomás no es inmensamente más abarcadora y sublime que la experiencia material y racional? ¿Al final, el objeto de la mirada teológica no es el Buen Dios, puro espíritu y totalmente inmaterial? ¿Y el mundo sobrenatural no es esencialmente invisible a nuestros ojos carnales? Es por eso que la experiencia mística de los santos es más elocuente que la pretensiosa experiencia humana de los entendidos…
Es justamente por causa de la santidad del insigne Doctor Angélico, que su obra filosófica y teológica -más allá de ser eminentemente racional y precursora de los métodos científicos modernos- es superior. Él vio con los ojos del Espíritu Santo, con las castas dulzuras interiores de los toques místicos,[1] con la rectitud de la primera mirada de un alma santa, recta e inocente.
Es por eso que la Iglesia atribuyó especial valor a la obra del Aquinate: él fue más feliz en creer sin ver y tocar, porque vio, distinguió, creyó a través de la mirada sobrenatural de la cual él sacó la inspiración de su enseñanza, o sea, de la visión de una imagen eterna casi beatífica, de la cual gozaremos por toda la eternidad. Es de esa forma que se puede decir que Santo Tomás fue más feliz que el Apóstol Tomás, pues él creyó en Aquel que real, genuina y místicamente había «visto».
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
[1] La vision intellectuelle est la manifestation certaine d’un objet à l’intelligence, sans aucune dépendance actuelle des images sensibles. Elle se fait soit par des idées acquises surnaturellement coordonnées ou modifiées soit par des idées infuses, qui sont parfois d’ordre angélique. Elle requiert, en outre, une lumière infuse, celle du don de sagesse ou de la prophétie. […] La vision intellectuelle est parfois obscure et indistincte. […] D’autre fois, la vision intellectuelle est claire et distincte […]; c’est une sorte d’intuition des véritess divines ou des choses créées en Dieu. […] On reconnaît que ces faveurs viennent de Dieu aux effects qu’elles produisent: paix intime, sainte joie, profonde humilité, attachemente inébranlable a la virtu» (GARRIGOU-LAGRANGE, Les trois âges de la vie intérieure: prélude de celle du ciel, Op. Cit., p. 764-765. Tom. II).
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