Bogotá (Viernes, 22-06-2012, Gaudium Press) La catedral de Chartres, esa maravilla que parece más del cielo que de la tierra, es lo que hoy se llama un «punto de quiebre».
Ella marca el vértice de unión entre la culminación de una técnica arquitectónica pasada que se iba depurando y depurando, y el punto inicial del completo florecer del gótico. Se afirma que Chartres sirvió de modelo a la catedral de Reims y a la de Amiens.
Entretanto, en sentido diverso a Amiens (que también es maravillosa), Chartres sí llegó a la plena realización de sí misma, sus torres principales sí fueron concluidas, y constituyen su elemento dominante.
Esas torres, hoy bellamente iluminadas en las noches, muestran con altanería y humildad al visitante su asimetría armónica danzante y ascendente, con esa intención de elevación que solo posee el gótico. El gótico es muy superior al románico porque manifiesta mejor ese deseo de subir y subir del hombre medieval. Sí -no lo queremos ocultar- él vivía más para el cielo que para la tierra; para él sus catedrales no eran sino refugios temporales mientras arribaba a la ‘catedral’ celestial. Pero a la procura de esa Catedral del cielo, los hombres de la ‘oscura’ Edad Media ya fueron poblando de ‘celestialidades’ la tierra: no es sino pensar en el castillo de Saumur, en la Sainte Chapelle, o en ese ángel de luz -uno de los últimos frutos de la inocencia medieval- que fue Santa Juana de Arco, sublime hacedora y mártir de la nacionalidad francesa.
Chartres y Santa Juana de Arco: No sabemos si la Santa de Domrémy era asidua de la catedral dorada, pero sí sentimos que un hilo misterioso y dorado los unía, era el cordón de la inocencia, de la contemplación de las cosas celestiales, del vivir para el ‘au-delà’, para el más allá, de querer alcanzar a todo momento con sus manos el Absoluto, ese su Mito que no era mito, sino que era su mayor realidad; Mito Trinitario que habitaba como en sede propia en el alma de la Dulce doncella y que la hizo salvar a la dulce y bella Francia, Mito que vive aún en los firmes y elevados muros de la catedral de Chartres.
Chartres que es mucho más ‘cisne’ que Neuschwastein -el cisne de piedra de Luis II de Baviera-, porque es más auténtico, pues los que los construyeron no pensaban en la fábula sino en su realidad espiritual, porque es más puro y más inocente como que eran más puras las manos que lo esculpieron, porque parece más del cielo que de la tierra, porque es un cisne-relicario para el manto del ‘Cisne’ de la Creación que es la Virgen, porque además alberga el preciosísimo Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Chartres es también maravillosa por sus vitrales, que han permanecido intactos desde la Edad Media, regalándonos lo que el mundo aún admira encantado como el «bleu de Chartres», el azul de Chartres. Vitrales sublimes que buscan dominar la luz, orientarla, colorearla al gusto de un hombre espiritualizado, para que sirva de iluminación de vidas de santos, para dejarla así entrar al sacro recinto pero atenuada, con delicadeza, sin que perturbe el recogimiento, sin que destruya la atmósfera espiritual que allí se ha creado sino favoreciéndola, para que la matice de colores y figuras, que varían en posiciones e intensidades con el pasar del día, en un movimiento casi imperceptible pero fluido y constante que refleja el movimiento del alma que busca a su Creador.
Chartres es el ejemplo de lo que debe ser la vida del hombre, y de lo que produce el hombre cuando bien encaminado: sí, y a diferencia del Renacimiento, el hombre no debe buscar su cielo aquí en la tierra, sino que debe buscar primero el cielo, para hacer de la tierra un cielo. Chartres es un pedazo de cielo, que se coló maravillosamente aquí en la tierra.
Por Saúl Castiblanco
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