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San Remigio de Reims: Patriarca de una nueva era

Redacción (Martes, 26-06-2012, Gaudium Press) El 16 de marzo del año 455 el emperador Valentiniano III sucumbía bajo los golpes de dos soldados de la Guardia Imperial en el Campo de Marte. Con su muerte se extinguía la dinastía teodosiana, último linaje que reinaría en Roma, y se aceleraba el fin de un imperio ya en declive. A partir de ese día el trono de los césares sería disputado durante más de veinte años por gobernantes efímeros, juguetes de maniobras políticas o de pasiones humanas desordenadas. Viejo y desgastado, el Estado romano se disgregaba antes de caer definitivamente, minado en su interior, corroído en su base por la decadencia de las costumbres, así como por la desorganización política, militar y financiera. «Entre los romanos no había ya educación, sino corrupción moral e intrigas, la vida de familia estaba destruida».

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San Remigio cura a un ciego – Iglesia de San Luis de los Franceses, en Roma

Por otra parte, las sucesivas invasiones de los bárbaros del norte habían debilitado el poderío y la cohesión de la Roma de otrora. Sin embargo, «No fueron los bárbaros los que destruyeron el Imperio; él mismo se aniquiló, los extranjeros no fueron sino los ejecutores de la sentencia de muerte que el Orden moral había pronunciado contra el mundo antiguo».

En ese crucial momento histórico la Divina Providencia suscitaría a hombres como San Severino, San Isicio, San Avito de Vienne -y más tarde, San Agustín de Canterbury, San Bonifacio, San Columbano-, que serían semilla de una nueva era nacida de las ruinas del Imperio Romano de Occidente.

La figura de esos varones de Dios, aureolada por la fama de sus virtudes -y no pocas veces por numerosos milagros- ejercía poderosa influencia entre los bárbaros. Aun siendo éstos de aspecto aterrador, eran hombres ávidos por conocer las verdades sobrenaturales y al entrar en contacto con los prelados y religiosos despertaban a la luz matinal de la Religión cristiana, que les aparecía con el esplendor de la aurora.

Obispo de Reims a los 22 años

Remigio había nacido en Laon, en el año 437, de una familia galoromana. Desde muy temprano, su inteligencia y una especial facilidad para la oratoria suscitaban la admiración de sus maestros y condiscípulos. La fama de su elocuencia se difundió de tal manera que cuando falleció el Obispo de Reims, en el 459, fue elegido para sustituirle.

La actuación de este joven de tan sólo 22 años al frente de tan importante sede episcopal reveló, en poco tiempo, lo acertado de la elección. «San Remigio era un obispo de una ciencia notable y que ante todo se había impregnado del estudio de la retórica, pero también se distinguió de tal manera por su santidad que igualaba a Silvestre por sus milagros», describe San Gregorio de Tours en su célebre Historia de los francos.

La caridad y dulzura del joven prelado enseguida conquistaron los corazones de los fieles, por los cuales se desdoblaba, aliviando a todos los que solicitaban su auxilio, ya fuera con limosnas materiales, como con el consuelo y la instrucción del espíritu. Aun sin abandonar el cuidado de los que por el Bautismo ya pertenecían al redil de Cristo, Remigio ardía en deseos de conquistar nuevas almas.

La tribu de los francos salios

Al norte de Reims, en el actual territorio de Bélgica, se había establecido la tribu de los francos salios. En su origen, quizá el más modesto de entre los germanos, alcanzó en el transcurso de los años la preponderancia en todos los campos, sobre todo en el arte militar. Sus cualidades no pasaron desapercibidas a la mirada atenta del Obispo de Reims, que veía en ese pueblo un especial designio de Dios e, impelido por su corazón de apóstol, deseaba llevarlo al seno de la Iglesia.

view2.jpgRemigio había puesto su atención sobre todo en el rey Childerico, que en el 464 regresó con los suyos tras haber estado ocho años desterrado en Turingia. Durante dieciséis años de paciente apostolado, el santo prelado se esforzó por atraer el alma del jefe franco para que abrazara la fe católica. Sin embargo, éste se resistía. Aunque mantenía buenas relaciones con los eclesiásticos y les daba su apoyo, seguía firmemente apegado a sus dioses.

Un día llegó a la sede episcopal de Reims la noticia de que el soberano había muerto, en la flor de la vida, sin haber manifestado ningún deseo de recibir el Bautismo. Todos los esfuerzos de Remigio habían sido echados por tierra súbitamente. Tantas esperanzas acumuladas a lo largo de casi dos décadas se desmoronaban como un espejismo…

¿Se habría equivocado? ¿Su sueño, tantas veces acariciado, no sería una quimera fruto de su imaginación?

 

Clodoveo sucede a su padre, Childerico

Muchos misioneros se habrían desanimado ante este aparente fracaso. Pero no el Obispo de Reims. Su alma, ejercitada en la virtud, tenía el temple del héroe y la confianza del profeta. La muerte del rey, en lugar de desalentar al enérgico prelado, le dio más audacia.

Childerico había dejado como sucesor a su hijo Clodoveo, un adolescente de 15 años que los francos se apresuraron en proclamarle rey. Se hacía indispensable, ya desde el co mienzo, ganarse su amistad, así como inculcarle un santo respeto por la Iglesia y por sus representantes.

Entonces Remigio le envió una carta en la que se armonizaban el cariño de un padre y la autoridad de un maestro: «En primer lugar, debéis tener cuidado de que el juicio del Señor no os abandone, y que vuestro mérito se mantenga a la altura donde lo ha llevado vuestra humildad; pues, según el proverbio, las acciones de los hombres se juzgan a su fin. Debéis rodearos de los consejeros de los que podáis honraos. Practicad el bien: sed casto y honesto. Mostraos lleno de deferencia por vuestros obispos, y recurrid siempre a sus consejos. […] Divertíos con los jóvenes, pero deliberad con los ancianos, y si queréis reinar, mostraos digno». Esta misiva era el primer paso de una larga caminata que conduciría al joven rey a las fuentes bautismales de la catedral de Reims.

 

Un corazón cerrado a la gracia

Durante diez años, Clodoveo contó con la amistad y el apoyo de San Remigio para gobernar su reino. Y aunque el corazón del jefe no daba señales de abrirse a la gracia, la influencia del obispo sobre él en ese período aumentaba y se robustecía. «El rey pagano aprendía a inclinarse ante la superioridad del sacerdote de Jesucristo. […] El hombre a quien la voz popular le atribuía la resurrección de un muerto se convertiría en instrumento de la resurrección de un pueblo».

En el 491 enviudó Clodoveo. Remigio midió el riesgo que corrían los intereses de la Iglesia si resolviera casarse con una princesa pagana, o peor aún, en sintonía con la herejía arriana. Conocía bien cómo la superstición de Basina, esposa de Childerico, había constituido un obstáculo para la conversión de éste. Por eso, en combinación con Avito, Obispo de Vienne, le propuso al rey franco que se casara con Clotilde, la hija del rey de los burgundios, que era cristiana y había sido educada, desde su infancia, por el propio Avito.

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«Clodoveo, Rey de los Francos» por François-Louis Dejuinne

Clodoveo aceptó y al año siguiente se celebraron las nupcias en la ciudad de Soissons, bajo los auspicios y las bendiciones del Obispo de Reims. Ahora éste tenía una poderosa aliada dentro de la propia residencia real. En efecto, llena de fervor, Clotilde comprendía que había de conferirle a su unión con Clodoveo la misión de convertirlo y, por eso, «no cesaba de recomendarle que conociera al verdadero Dios y abandonase a los ídolos».

 

La anhelada conversión

El ansiado día llegó en la primavera del 496, quince años después de la ascensión de Clovis a la realeza. Según cuenta San Gregorio de Tours, la reina llamó en secreto a San Remigio «para inculcar en el rey la palabra de la salvación».

El santo prelado instruyó al rey en las verdades de la Fe empezando por mostrarle la inutilidad de los ídolos. Le habló de Jesucristo, de sus milagros y de sus divinas enseñanzas; mientras tanto Clodoveo le escuchaba extasiado. Pero cuando le oyó narrar la Pasión del Señor, con espontánea energía y rusticidad, el monarca montó en cólera y exclamó: «¡Si hubiera estado allí con mis francos…!».

Sus francos, en efecto, arrebatados de sobrenatural entusiasmo, se dieron cuenta de los avances de su soberano rumbo a la conversión y decidieron seguir su ejemplo. Cuando éste los convocó, a fin de comunicarles su resolución, gritaron a una voz: «Rechazamos a los dioses mortales, piadoso rey, y estamos listos para seguir al Dios inmortal que Remigio predica».

«Remigio, no temas»

Todo había sido dispuesto para que la ceremonia del Bautismo se realizase al día siguiente, solemnidad de la Natividad del Señor. Sin embargo, esa noche Remigio temblaba… Se abatía sobre él una de esas probaciones típicas de las vías proféticas, haciendo que en su interior surgiera una angustiante pregunta: ¿en su gran empeño por la conversión del rey franco, trabajaría de hecho exclusivamente para la gloria de Dios? ¿O se habría esforzado movido por meras preocupaciones terrenas?

De pronto, un rayo de luz iluminó el lugar donde ese hombre de Dios rezaba en completa oscuridad, y se oyó una fuerte voz que decía: «¡Remigio, no temas!». En ese momento pudo contemplar en una visión las gloriosas consecuencias de ese Bautismo, para la Galia y para la Iglesia. Sí, el santo obispo no se había equivocado, ese acontecimiento daría origen a una nación elegida, que sería durante bastante tiempo sustentáculo del Papado y contribuiría al florecimiento de la Religión católica a lo largo de los siglos.

Ante la mirada maravillada del venerable eclesiástico pasó un desfile de guerreros magníficos, algunos de ellos santos, que ponían su espada al servicio de la fe. Aún a esta escena gloriosa se sucedieron otras de desolación: el triste espectáculo de las infidelidades de ese pueblo predestinado, hundiéndose en el pecado y olvidándose de Dios. Y, mientras inmerso en esos pensamientos oscilaba entre el gozo y el horror, otra voz llena de suavidad y dulzura le susurró al oído: «¡No tengas miedo, pues estoy aquí, y velo por ti!».

Remigio recobró la calma. Ahora ya podía estar tranquilo, seguro de contar con el auxilio más precioso. La Virgen Santísima, como Madre bondadosa, velaría por la joven nación de los francos.

«¿Es éste el Reino de los Cielos?»

Bajo el impacto aún de aquella visión grandiosa, por la tarde del día siguiente Remigio avanzó en cortejo por las calles de Reims, llevando de la mano al rey Clodoveo, en dirección a la catedral. El edificio, mucho más pequeño y sencillo que el actual, había sido adornado con cortinas blancas e iluminado por miles de cirios aromáticos, como símbolo de la belleza espiritual de la Madre de la Iglesia que ese día acogía a los francos como hijos suyos.

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Bautismo de Clodoveo – Basílica de San Remigio, Reims

«Todo el templo del baptisterio estaba impregnado por un olor divino y Dios colmó a los asistentes de una gracia tal que se creían transportados en medio de los perfumes del paraíso».12 El mismo Clodoveo, deslumbrado ante el esplendor de la decoración y de los cánticos, se detuvo en el umbral del recinto sagrado y le preguntó a Remigio: «¿Es éste el Reino de los Cielos que me prometiste? – No, sino el principio del camino que lleva hasta él», le respondió el obispo.

La ceremonia transcurrió con la mayor solemnidad posible. Tres mil francos, sin contar mujeres ni niños, recibieron el Bautismo junto con el rey. Entre ellos estaba su hermana, la princesa Albofleda, y el pequeño Thierry, nacido del primer matrimonio de Clodoveo. Como Simeón, Remigio pudo cantar: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz…» ( cf. Lc 2, 29).

 

Nace una nueva nación

La voluntad de Dios, no obstante, era que continuase aún muchos años más su tarea apostólica en la Galia. Al contar ahora con la protección del rey, Remigio podía dedicarse a erradicar la idolatría, anunciando por todas partes el Evangelio de Cristo. Todos cuantos se acercaban a él salían beneficiados: los paganos se convertían, los cristianos recibían el pan de la doctrina, los herejes adjuraban de sus errores, los obispos se sentían animados a seguir su ejemplo.

En los últimos años de su vida, el Señor quiso adornar con la corona del sufrimiento esa venerable frente, llena ya de gloria: numerosas enfermedades debilitaron su cuerpo, sin que a pesar de ello le abatiera el ánimo o disminuyera su caridad. Finalmente, Remigio entregó su alma a Dios en el 530, a los 96 años de edad y más de 70 de ministerio episcopal.

Con el transcurso de los siglos, su figura, lejos de desaparecer en la brumas del pasado, parece que toma mayor relieve y revela la verdadera dimensión de su espíritu. Por su fidelidad a la llamada de Dios, San Remigio se convirtió en el profeta de una nueva era y patriarca de una nación católica a la que permanece vinculado para siempre, como mediador de las gracias que desde el Cielo bajan sobre ella.

Por la Hermana Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP

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