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El Papa, sol de la Iglesia

Redacción (Miércoles, 04-07-2012, Gaudium Press) En cierta ocasión, vi en el jardín de un palacio, un reloj de sol. Me pareció algo bien curioso. Me acerqué para analizarlo y comprobé que él marcaba la hora correcta: nueve y media. Entre los variados y utilísimos beneficios que nos proporciona la luz del astro rey, hay uno al cual muchos no dan la debida importancia, y, entretanto, es indispensable: el de indicar con exactitud la hora correcta para toda la humanidad.

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Estatua de San Pedro, Basílica del Vaticano

Hubo una época en que los hombres se guiaban durante el día por el sol y de noche por las estrellas. Si así no fuese, ¿cómo podrían saber si eran nueve horas de la mañana o tres de la tarde? Podemos imaginar las divergencias de opiniones que de ahí vendrían, pues cada cual querría adaptar el horario según sus propias conveniencias…
Así, para presidir el tiempo, Dios creó el curso solar, el cual sigue con puntualidad inmutable las leyes establecidas por el Supremo Artífice.

El sol, símbolo de la Virgen María

Este pensamiento nos lleva a consideraciones más elevadas: al ordenar el universo, el Creador lo hizo de forma jerarquizada, de tal modo que los seres inferiores simbolizan los superiores, tornando así más fácil a las criaturas racionales – ángeles y hombres – subir hasta Él.

Por eso, entre las alabanzas dirigidas a la Santísima Virgen en el Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción, canta la Iglesia: «Y la representó maravillosamente en todas sus obras». El sol es nombrado innúmeras veces en el Oficio de la Bienaventurada Virgen María como figura del nacimiento del Salvador o de la belleza de Nuestra Señora: «Nacerá como el sol el Salvador del mundo y descenderá al seno de la Virgen como la lluvia sobre la relva», «Oh Virgen prudentísima, ¿para dónde vas como la aurora extremamente rutilante? Hija de Sión, toda hermosa y suave sois, bella como la luna, elegida como el sol», «Vuestra maternidad, oh Virgen Madre de Dios, anunció la alegría a todo el universo: de Vos nació el Sol de Justicia, Cristo Dios nuestro», «Vuestras vestiduras son blancas como la nieve, y vuestro semblante fulgura como el sol».

El Papa, fundamento de la unidad

Pero, como regulador del tiempo, el sol simboliza el precioso legado dejado por Jesucristo antes de subir al Cielo, la realización de la promesa hecha a los Apóstoles – «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20) -, que hace de la Iglesia un solo rebaño reunido en torno de un solo pastor: la autoridad suprema del Papa infalible.

Con efecto, ¿qué sería de la Esposa Mística de Cristo si ella no estuviese estructurada en torno a un único detentor de la verdad que, cuando se pronuncia ‘ex cathedra’ sobre asuntos de fe y moral, hace oír una palabra absolutamente inerrante? Hace mucho tiempo se habría ella desmoronado como casa construida sobre la arena, corroída por las disensiones y herejías, privada de sus propios fundamentos.

Si, pues, la Iglesia atraviesa triunfante e inquebrantable el curso de los siglos, es porque ella se encuentra establecida sobre el Apóstol Pedro como un edificio sobre sus pilares. ¡Y ay de quien no quiera someterse a su autoridad! Podríamos compararlo a un pobre loco que, viendo el sol brillar al mediodía, insistiese en afirmar que es medianoche. En nada el resplandor del sol se vería disminuido…

Cristo instituyó la Iglesia como sociedad visible

Al dejar este mundo y subir a los Cielos, Cristo Jesús encerró de forma gloriosa su permanencia física entre los hombres, para sentarse a la derecha del Padre en la eternidad. A partir de ahora haría sentir su presencia a través del poder sobrenatural e invisible de la gracia. Sin embargo, así como el hombre es un compuesto de cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se armonizan y se completan, se hacía necesario que la Iglesia por Él fundada no solo viviese del soplo del Espíritu Santo, sino estuviese sólidamente constituida como sociedad visible y jurídica, en la persona de los Apóstoles y sus sucesores.

Para el ejercicio de tan alta misión, el Redentor, con didáctica divina, preparó sus discípulos a lo largo de tres años de convivencia, durante los cuales los hizo progresar en el conocimiento y en el amor de las verdades eternas, separándolos de las influencias mundanas. El punto culminante de esa ruptura con el mundo parece haberse dado en el momento en que Jesús, después de preguntarles cuáles son las opiniones de los judíos respecto al Hijo del Hombre, inquirió: «¿Y vosotros, quién dices que Yo soy? (Mt 16, 15). Ciertamente se creó un suspenso, todos se miraron vacilantes. Entonces el fogoso Simón, cediendo a la inspiración de la gracia en el fondo de su alma, se lanzó a los pies del Maestro, exclamando: «¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!» (Mt 16, 16).

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«Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)

 

Pedro es el pilar de la Iglesia

Desde toda la eternidad el Verbo de Dios conocía aquella escena. Como Hombre, sin embargo, ardía en deseos de constatarla con sus ojos carnales, y se puede decir que, desde el primer instante de su concepción, su Sagrado Corazón pulsaba con santa prisa de escuchar aquellas palabras que determinarían el nacimiento de la más bella institución de la Historia. Posiblemente haya experimentado una divina emoción al responder al Apóstol: «Feliz eres, Simón, hijo de Jonás, porque no fue la carne ni la sangre que te reveló esto, sino mi Padre que está en los Cielos. Y Yo te declaro: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en los Cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los Cielos» (Mt 16, 17-19).

Con esta solemne promesa el Salvador acababa de anunciar el fundamento de su Iglesia: la persona de Pedro. Él lo revestiría del mismo poder con el cual el Padre lo enviara. «Fue a Pedro que el Señor dijo: a uno solo, a fin de fundar la unidad en uno solo». 1

El Primado de Pedro: de Jerusalén a Roma

Después de la Ascensión del Señor y el descenso del Espíritu Santo, los Apóstoles iniciaron su predicación en la ciudad de Jerusalén. La autoridad de Pedro sobre ellos fue reconocida desde el comienzo, y el Cenáculo pasó a ser la cuna de la Iglesia. Los primeros años del ministerio de Pedro fueron particularmente arduos: leemos en los Hechos la descripción, palpitante como un libro de aventuras, de los sucesos y reveses apostólicos por los cuales pasaron el primer Papa y la naciente comunidad cristiana. Dejando la sede episcopal de Jerusalén bajo el encargo de Santiago el Menor, Pedro se trasladó a Antioquia; en seguida, guiado por los designios de Dios, se instaló definitivamente en Roma.

La Providencia, que todo dispone con sabiduría, le preparaba los caminos e iría servirse de los restos del Imperio decadente como de una plataforma, para sobre ella construir la Civilización Cristiana.

Por la Hermana Clara Isabel Morazzani, EP.

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1 San Paciano, Obispo de Barcelona, 3ª carta a Sempronio, n. 11.

 

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