Redacción (Martes, 17-06-2012, Gaudium Press) Observe, lector, la fotografía abajo de Juanita Fernández del Solar. Es una joven de 18 años, en las vísperas de entrar para un austero convento carmelita en el cual tomó el nombre de Hermana Teresa de Jesús. Vivió santamente en ese convento durante nueve meses apenas. Murió a los 19 años, como víctima expiatoria por los sacerdotes, por su familia, por la sociedad en que brillara. Y hoy es conocida y venerada en todo el mundo como Santa Teresa de los Andes.
En una primera vista, su fisionomía agrada. Ella es bella y acogedora. En su rostro, todavía muy joven, se destacan luminosamente sus lindos ojos azules. Aunque aristocráticos y altivos, conscientes de su propio valor, ellos no rechazan a quien está delante de sí. Al contrario, parecen acogernos, introducirnos a la presencia de esta joven, no de una forma protocolar como quien dice: «Placer en conocerlo», sino envolviéndonos con un afecto suave y discreto de tal forma que, después de algunos segundos contemplándola, nos sentimos como si ella ya formase parte de nuestra vida.
La fotografía denota una pureza encaramada, una inocencia reluciente. Juanita hasta da la impresión de que la Providencia la haya limpiado del pecado original ya en los primeros instantes de su vida. Como todas las impresiones, estas tienen algo de personal, pero por cierto el efecto que esta fotografía produce en nosotros tiene mucho que ver con la joven por ella representada.
Alma contemplativa
Primera santa carmelita latinoamericana, Santa Teresa de los Andes nació en Santiago de Chile, el 13 de julio de 1900, en una familia católica y aristocrática. «Jesús no quiso que yo naciese como Él, pobre. Y nací en medio de las riquezas, mimada por todos» – escribe en su diario.
Sus biógrafos coinciden en resaltar que ella era siempre el centro de las atenciones donde estuviese, por su amabilidad, gracia y simpatía. Era alegre y comunicativa, pero también seria y de un temperamento enérgico.
Niña bella y encantadora, alegre y comunicativa, ella era el centro de todos los ambientes en la aristocrática sociedad chilena de inicios de siglo |
Sus juegos eran animados y entusiasmados. A su casa acudían muchos parientes y amigos. Una tarde anunció a todos sus hermanitos y primos que presenciarían algo nunca visto por ojos humanos. Ellos tendrían el privilegio de asistir la Asunción de la Santísima Virgen. Los niños se pusieron delante de una mesa sobre la cual estaba una imagen de porcelana de la Virgen María, con una corona de metal. Juanita se escondió atrás de un biombo y «mágicamente» la imagen comenzó a subir, ante la admiración de los pequeños, hasta desaparecer detrás de un cortinado. El «milagro» había sido obrado por Juanita por medio de un delgado hilo amarrado a la corona de la imagen.
* * *
Cuando se trataba de jugar, era la primera de todas, la más animada, la más alegre, la más activa. En la hacienda Chacabuco, de sus padres, andaba a caballo montada de lado como una gran dama. Era difícil sobrepasarla en los paseos a galope con sus hermanos y primos. En las vacaciones, en el balneario de Algarrobo, cerca de Valparaíso – en un ambiente de pudor y compostura hoy difícil de imaginar – era ella una osada nadadora. Jugaba tenis. Hacía caminata con las amigas.
Pero sobre todo contemplaba. En carta a una amiga, escribía: «No puedes imaginar paisajes más bonitos que los que veíamos… colinas cubiertas de árboles y en el fondo una apertura donde se veía el mar, sobre el cual se reflejaban nubes de diversos colores. Y, por detrás, el sol ocultándose. No puedes imaginar cosa más bella, que hace pensar en Dios, que creó la tierra tan hermosa. ¿Qué será el Cielo? – me pregunto muchas veces».
Viendo el mar sentía una sed de infinito
Y a la Madre Priora del Carmelo que la acogería, contaba: «El mar, en su inmensidad, me hace pensar en Dios, en su infinita grandeza. Siento entonces una sed de infinito.» Estando ya en el Carmelo, y sabiendo que su madre pasaría vacaciones de nuevo en la misma playa, le escribía: «Cada vez que mires el mar, ama a Dios por mí, madrecita querida.»
Festejada por todos
Sus compañeras de clase la describen como siendo una joven alegre y amable, suave en el trato, de maneras muy finas, firme y constante en la acción. Entretenida y divertida por su carácter alegre y sin complicaciones. Muy bonita, con bellos ojos azules, nariz bien cortada, tez blanca, bastante alta. Todas la festejaban. Tenía una bella voz de contralto y siempre le pedían que cantase.
Durante las vacaciones en la hacienda, muy temprano se dirigía a la capilla para saludar al Señor Sacramentado y tocar la armónica como forma de oración. Durante las tardes, después del rosario en familia, le pedían también que toque la armónica, lo que ella hacía con encanto de todos, pero sobre todo de Dios. Escribía muy bien, y en el colegio obtenía las mejores notas en literatura, historia, religión y filosofía. Sus colegas siempre buscaban su compañía y la llamaban cariñosamente de Mater admirabilis.
El afecto y el cariño familiar que una sociedad perdió
En la vida hostil, impura y materialista de nuestros días, es difícil entender lo que era el afecto existente en las familias católicas, hace pocas décadas. Veamos, a título de muestra, algunos trechos de una carta que Juanita escribió a su padre, el cual quedara en el campo trabajando, mientras la familia pasaba vacaciones de verano en el balneario de Algarrobo. Después de narrarle bellos paseos y ejercicios de natación, Juanita manifiesta a su padre su filial cariño:
«Como usted ve, padrecito, no falta más que usted para que seamos felices. Mientras nosotros nos divertimos aquí, usted está trabajando, de sol a sol, para proporcionarnos comodidad. No tenemos, padrecito, medio de pagarle, pues es demasiado grande su sacrificio. Pero nosotros, sus hijos, lo comprendemos y lo llenamos de cariño y cuidados, pues creemos que ésta es la mejor manera de agradecer a un padre. ¿Por qué no viene aquí por lo menos por unos días? No sabe la tristeza que me da cuando veo a las otras niñas felices con sus papás. ¡Por favor, venga, pues nosotros lo tenemos tan poco durante el año!»
En otra carta, así se despide del padre: «Reciba, padrecito abrazos y besos de mamá y de mis hermanos, más mil besos y cariños de esta su hija que tanto le quiere y que se acuerda a cada momento de su padrecito querido.»
El Padre, a su vez, muestra la reciprocidad del afecto, en una carta escrita después de haberla autorizado a entrar al Carmelo:
«Mi hijita querida,
«Recibí las dos cartas por lo que mucho te agradezco, aunque me hagan sufrir mucho, al pensar que quien me escribe y que me toca de esta forma el alma se va separar de mí para siempre. Pero el sacrificio está hecho y yo le ofrecí a Dios para que me perdone por aquello en que yo le haya ofendido en mi vida. Y como el sacrificio es tan grande, Él lo ve y lo tendrá en cuenta.
«Mi querida hijita, no sabes el bien tan grande que tus cartas me hacen, no solo ahora, sino antes incluso de tu resolución, porque veía en ellas tanto cariño y ternura. Ellas me dieron nueva vida y deseo de trabajar por tus hermanos (…)
«Feliz, tú, mil veces, mi hijita, que te consideras feliz y sientes esa paz de alma que tan pocos pueden sentir y que hace tanto tiempo huye de mí. Solo disfruto algo de ella después de las vacaciones que pasamos juntos en intimidad (…)
«No creáis en ningún momento, mi querida hijita, que me haya arrepentido de haberte dado mi consentimiento. Muy al contrario. Pues creo que las oraciones de un alma tan pura como la tuya serán oídas por Dios, y ellas me acompañarán el resto de mi vida y serán mi mejor refugio para preservarme de los muchos peligros. Y no te olvides jamás que mi pensamiento te acompañará noche y día (…) Que Dios me mande todas las pruebas y sufrimientos y los aleje de ti.
«No te canses, mi hijita, de continuar pidiendo por tu pobre padre… Para ti, un millón (de besos y abrazos) de tu padre que no te olvida un instante».
Las gracias místicas iluminaron toda su vida
A los diez años la pequeña Juanita hizo su Primera Comunión. Desde entonces, como ella reveló a su confesor, el P. Antonio Falgueras, SJ, «Nuestro Señor me hablaba después de comulgar; me decía cosas de las cuales yo no sospechaba. Y cuando yo le preguntaba, me revelaba cosas que iban a suceder y que de hecho ocurrían. Pero yo creía que sucedía lo mismo con todas las personas que comulgaban».
En carta a su padre, pidiendo permiso para ser carmelita, narra: «Desde pequeña amé mucho a la Santísima Virgen, a quien confiaba todos mis asuntos. Solo con Ella me desahogaba. Ella correspondió a ese cariño; me protegía, y escuchaba siempre lo que yo le pedía. Y Ella me enseñó a amar a Nuestro Señor (…) Un día (…) oí la voz del Sagrado Corazón que me pedía que yo fuese toda de Él. No creo que eso haya sido una ilusión, porque en ese mismo instante me vi transformada: aquella que buscaba el amor de las criaturas, no deseó sino el de Dios».
Ya en el Carmelo de Los Andes, escribe al Padre Colom, SJ: «También Nuestro Señor se presenta a mí, a veces, interiormente y me habla. Durante aproximadamente una semana, lo vi en la agonía, pero de una manera tal como jamás habría soñado. Sufrí mucho, porque esa imagen me aparecía constantemente y me pedía que lo consolase.
Después fue el Sagrado Corazón, en el tabernáculo, con el rostro muy triste. Y, por último, en el día del Sagrado Corazón, se presentó a mí con una ternura y belleza tal que mi alma se abrazaba en su amor».
Esclava de María, grandes pruebas
La joven Juanita ingresó al convento de Los Andes el día 7 de mayo de 1919, tomando el nombre de Hermana Teresa de Jesús. Hizo votos de pobreza, obediencia y castidad el 27 de junio y recibió el hábito de novicia el 14 de octubre del mismo año. El día 8 de diciembre, se consagró como esclava de María, según el método enseñado por San Luis Grignion de Montfort. De ahora en adelante, sus actos y sacrificios serían todos para Nuestra Señora. «Arreglé con la Santísima Virgen que Ella pasase a ser mi sacerdote, que me ofreciese a cada momento por los pecadores y los sacerdotes, pero bañada con la sangre del Corazón de Jesús» – escribió.
La vida de Santa Teresa de los Andes fue marcada por la intensa alegría de vivir, la gran devoción a Nuestra Señora y el infinito amor por Jesús |
En el corto tiempo pasado por Juanita en el convento, su superiora, con un extraordinario sentido de las almas, determinó que continuase su apostolado por medio de cartas a su familia y sus amigas. Los resultados no se hicieron esperar. Su madre se hizo terciaria carmelita. Su hermana menor, Rebeca, ingresó al mismo convento, meses después de la muerte de la Hermana Teresa. Varias de sus amigas, muchachas de la mejor sociedad, tenían por ella tal estima y admiración que decidieron también consagrar sus vidas a Jesús, en el Carmelo o en otros institutos religiosos. Atravesando crisis y ambientes adversos, perduran hasta hoy los efectos de su buen ejemplo, atrayendo a muchas jóvenes a la vida contemplativa y las actividades de apostolado laico en la sociedad.
El día 1º de abril de 1920, la Hermana Teresa se enfermó gravemente. Ante la inminencia de su muerte, y dada la santidad de su vida, la Superiora permitió que hiciese los votos de carmelita profesa y Esposa de Cristo, in articulo mortis, el día 7 de ese mes.
Pero estaban por venir las grandes pruebas espirituales que una víctima expiatoria acostumbra recibir. Quiso Dios que ella, como otros santos, sufriese la terrible sensación de haber sido no solo abandonada sino condenada por Él. Así, ardiendo en fiebre, hacía esfuerzos para retirar su escapulario y alejar los objetos de piedad que la rodeaban. En un tono de voz abrumador, exclamó: «¡Nunca pensé que la Santísima Virgen fuese abandonarme!». Después de cierto tiempo de lucha terrible, se fue calmando de a poco, hasta que en un momento dijo sonriendo, como si tuviese una visión: «¡Mi esposo!»… Murió suavemente tres días después, el 12 de abril de 1920.
De forma inesperada, el pueblo de la ciudad de Los Andes acudió en gran número al velorio de esa hasta entonces desconocida monja, que viviera solo nueve meses en el Carmelo. Todos pedían tocar sus objetos de piedad en el cuerpo de la «santa», todos recibían gracias de paz, de bienquerer, de fervor y piedad.
El 3 de abril de 1987, S.S. Juan Pablo II beatificó a la Hermana Teresa. Su fama de santidad creció de forma impresionante en Chile y en todo el mundo, sin que nadie se preocupase en difundirla. Por último, el mismo Papa la canonizó, el día 21 de marzo de 1993. Un imponente santuario fue construido en su honor, teniendo como fondo de cuadro una grandiosa vista de la Cordillera de los Andes.
Deje su Comentario