Redacción (Lunes, 23-07-2012, Gaudium Press) Cuando no se tiene en vista un viaje al Oriente, en general, él se nos figura como un punto distante de la tierra, medio mítico, misterioso. Sucesivas imágenes de íconos, marajás, de desiertos, oasis, camellos, y hombres con turbantes pueblan la mente y la imaginación, mezclándose y, a veces, ilustrando conocimientos históricos.
Pero, cuando la posibilidad de llegar hasta allá se torna palpable, esas imágenes comienzan a ordenarse y el viajero occidental piensa que finalmente consiguió hacerse una idea de lo que es esa otra parte del mundo. «¡Ah! ¡Ya sé!» – piensa él – «desde el punto de vista geográfico, ya entiendo el asunto, desde el punto de vista histórico, voy encajando con la historia de Occidente y desde el punto de vista religioso, aunque intrincado, da para tener una idea».
¡Craso error! Pero que es compartido por muchos. Fácilmente comprobaron eso dos misioneras, cuando recibieron su encargo.
«¡Ufff! ¿India? ¡Ah, ese es un lugar de mucha lepra: tomen, lleven estos cien kilos de algodón, gaza, esparadrapos, que les serán muy útiles!» «¡Mi Dios! ¡Tan lejos! Pienso que lo mejor es llevar ollas de aquí, porque pueden no haber allá». «¡Nada de eso! Lo mejor es garantizar la higiene personal: ¡aquí están 10 litros de loción perfumada!» Y otras opiniones -y donaciones-, igualmente insólitas, fueron recibidas por las hermanas. Para no decepcionar a los donantes, todo lo aceptaban, y evidentemente, a otros entregaban, desenmarañándose de esa carga onerosa.
Palacio de los Marajás de Wodeyar de Mysore – Foto: Ronaldo Lazzari |
También hubo contribuciones de otro género, mucho más profundas y necesarias: los consejos y orientaciones de sus superiores religiosos. «¡Confianza! ¡Dios lo hará todo! ¡Déjense llevar por la gracia!» «Pero, y cuando nos deparemos con situaciones difíciles, ¿cómo debemos actuar?» «Ama, quod vis, fac! (Ama y haz lo que quieras – San Agustín)» Y, en el último instante antes de subir al avión, un gran regalo: ‘El santo abandono’, libro de espiritualidad, escrito por D. Vital Lehodey, abad cisterciense. No podría haber mejor regalo.
Por pintoresca coincidencia, su hoja de ruta para llegar al país de los marajás, incluía un pasaje por Portugal. La Torre de Belén, los barrios antiguos de Lisboa, las iglesias y las preciosas imágenes portuguesas, todo las preparaba para su nuevo destino y como que les decía: «así partieron nuestros hijos y fueron exitosos; así partid también vos, y no os saldréis mal».
Y luego, después de una noche en Londres, dejaron las esperanzadas misioneras los aires de Occidente. La llegada a Bombay no fue como el despertar de un sueño, sino como el penetrar en él, y, a bien decir, en la pesadilla en que en ciertas ocasiones se transformó. El aeropuerto hervía, literalmente, de personas de las más diversas procedencias. Atónitas, las recién llegadas no conseguían dar tres pasos sin que se viesen obligadas a parar para admirar algún nuevo tipo humano que pasaba. Ahora un musulmán con sus cinco esposas veladas de negro, con anillos riquísimos sobre guantes, ahora un ejecutivo oriental, con un vestido de excelente calidad y un pintoresco turbante, ahora familias enteras con trajes sin definición de origen, pero arrastrando una secuela de hijos medio descabellados, presos unos a los otros por cordones, para no perderse. Distinguidas señoras indias con coloridos ‘sarees’, acompañadas de señores con el tradicional ‘khurta pijama’… La sensación de las viajeras era que habían entrado a un pesebre, pero no daban con la gruta de Belén.
Claro que pobres misioneras no se hospedan en hoteles. Así, fueron acogidas por generosas familias que todo hicieron para que la adaptación fuese la mejor posible. Para eso creyeron que deberían mostrarles la ciudad. Las llevaron de inicio al ‘Gate of India’, monumento a orillas del mar Arábigo, donde se concentran turistas de todo el mundo y una verdadera legión de vendedores ambulantes. Allí encontraron, por primera vez, en vivo, encantadores de serpientes, que solo habían conocido en libros de cuentos. Y era verdad, existían realmente, tocando sus flautitas, la cobra apareciendo desde dentro del cesto, y después, en un golpe, cerrada otra vez, hasta el próximo número.
En uno de los lados de la confusa plaza, el majestuoso Taj Mahal Palace Mumbay. Imponente exteriormente, es verdaderamente un palacio en su interior, con la particularidad de que es frecuentado por los magnates indios, como el que entabló conversación con las extranjeras. El fino señor, con bigotes llenos y mirada alegre, se vestía con un bellísimo traje, de tejido pesado y adamascado. De visible influencia inglesa, el corte era perfecto, lo que tornaba al hombre muy elegante, a pesar de su poca altura. Los botones del abrigo, unos ocho, eran pequeñas lluvias de diamante. Su esposa llevaba un ‘saree’ bordado con pequeñas perlas. Iban a una celebración de cumpleaños de alguien de su familia, en uno de los monumentales salones de fiestas de hotel. Fueron simpáticos y acogedores, y se veía que la familia era rica desde hace mucho tiempo, pues no demostraban pretensión o esnobismo.
¡Qué país curioso! Pensaron las hermanas. Un verdadero palacio poblado por marajás, en medio de una babel con toda especie de miserias.
La próxima etapa sería alcanzada por vía férrea, partiendo de la Estación Chhatrapati Shivaji, otro monumento arquitectónico valioso. Como en todo el mundo, las estaciones ferroviarias son circundadas por mil puestos de vendedores ambulantes. Allí, la característica principal es que algunas de ellas son inmensas y… ¡artísticas! El puesto de frutas, por ejemplo, vendía platos con variadas frutas cortadas y dispuestas de modo artístico. Y los montajes de los platos no se repetían. Eran una demostración elocuente de la fértil imaginación india. El vendedor de algodón dulce colorido hacía verdaderos mimos con el azúcar: rosas, lirios…
Pero, ¡Dios del cielo! ¡Qué horror! Al lado de mil aspectos pintorescos e interesantes, en las pasarelas que cruzaban la estación de destino, un bando de niños semidesnudos o enteramente desnudos cercó a las dos y sus acompañantes, suplicándoles con las manos extendidas limosna, en dinero o comida. Casi completamente salvajes, malolientes, algunos se quedaban estirados en el piso, y los transeúntes se desviaban de ellos como de una bolsa de basura, saltaban encima de ellos y seguían su camino. Durante dos o tres minutos, las misioneras pararon y se dirigieron a ellos en inglés, explicándoles el regalo que les iban a dar: Medallas Milagrosas. Muchos se acercaron y con atención siguieron la explicación, que, probablemente, poco comprendían. Entretanto, algo brillaba en sus ojos. Era la acción de la gracia, que golpeaba las puertas de aquellas almas. Pero, como tanta miseria era agravada por absoluta falta de cualquier noción de religión cristiana, de Dios, hasta de familia, algunos niños se rebelaban y, abandonando la explicación, avanzaban sobre los que pasaban, estirándoles la ropa, empujándolos. Sin embargo, el grupo aumentó y por lo menos unos treinta comenzaron a andar al lado de las religiosas, algunos intentando conversar y visiblemente tocados con las medallas, otros gritando y cortándoles el paso. Fue necesaria la intervención enérgica de uno de los acompañantes para que se alejasen. Poco adelante se veían a esos últimos intentando vender las medallitas.
Las hermanas comprendieron bien, en ese primer contacto con la dura realidad del pueblo indio, algunas características de aquella gente: avidez espiritual, poca formación religiosa profunda al lado de gran miseria moral y material. En las clases más ricas, como entre esos pobrecitos, había admiración por los extranjeros e intuición aguda de lo sobrenatural. En cuanto a sus propias cualidades, veían modestia y poca autoconfianza. Entretanto, percibían que era un pueblo lleno de sueños dirigidos a lo maravilloso, los cuales buscaban expresar en lo cotidiano.
En el corazón de las religiosas una resolución se había tomado: dentro de su limitadísimo ámbito material, pero en el amplio campo espiritual, con el auxilio de Dios y de la Santísima Virgen, todo harían para que un día, fuese él próximo o distante, el verdadero Dios, a través de su verdadera Iglesia, fuese allí conocido, respetado, adorado, y que aquel pueblo, en que pululaban excelentes cualidades de espíritu, fuese elevado a la noble dignidad de hijos de Dios, con una vida honrada en esa tierra y la posibilidad de la felicidad infinita en el cielo.
Por Elizabeth Kiran
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