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¿Quién es Dios?

Redacción (Martes, 24-07-2012, Gaudium Press) De entre los nombres más populares del mundo, José, Jacob, Sara, David, Daniel y Gabriel ocupan posiciones de destaque en los más diversos idiomas. La popularidad de estos nombres de origen hebraico revela la incontestable fama del pueblo de Israel.

La fuente de inspiración para la elección es, sin duda, la Biblia. Los personajes descritos en este libro son algunas de las figuras de la Antigüedad más conocidas en el mundo actual. La Sagrada Escritura es el mayor best-seller de la Historia; serían incontables todas las ediciones publicadas desde la invención de la prensa.

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Mont Saint Michel -Francia

Es verdad que en la Antigüedad los griegos brillaron por la filosofía, los romanos por el derecho y la organización militar, los egipcios por la ciencia y los demás pueblos orientales por el arte. Le correspondió, sin embargo, al pueblo judío iluminar la Historia Universal por una luz especial: ser la nación portadora de la Revelación Divina. ¿Podría la Nación Electa relucir de modo más sublime?

El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira decía que «el pueblo judío era un pueblo profético en relación al resto del mundo. Las otras naciones tenían cierta noción de que la religión por excelencia era la de los judíos. Estos alcanzaron por la Revelación lo que nunca los griegos habrían elucubrado. Es decir, los judíos recibieron el ápice, lo que sería ‘la aguja de Mont Saint Michel’, una superioridad única. A ellos fue dado a conocer el pulchrum de la ‘aguja’, realmente poco discernido por terceros». [1]

La revelación del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, espíritu puro y perfectísimo, Creador del Cielo y de la tierra, invisible y omnipotente, es un ápice desconocido por los otros pueblos. La manifestación de este Dios cambió completamente el paradigma de las religiones politeístas de la Antigüedad, pues el Señor se mostró como el «Dios más fuerte que todos los dioses» (Sl 95,3; 86,8), benigno y misericordioso para con su pueblo (cf. Eclo 2,11).

Narra la Biblia, en el libro del Éxodo (Ex 3,1ss), que Moisés, huyendo del Faraón de Egipto, andaba por el desierto apacentando su rebaño, en las tierras de Jetro, su suegro y sacerdote de Madián.

Los arenales de Egipto son fascinantes. No sería demasiado poético pensar que Moisés, encantado por las inmensidades casi infinitas del desierto, quisiese contemplarlo a la luz del ocaso, desde un lugar elevado, sin duda más propicio para el recogimiento. Subió él, entonces, a la cumbre del grandioso monte Sinaí.

Después del duro ascenso, Moisés avistó una zarza ardiente, la que producía un misterioso fuego que no consumía el árbol. Admirado por aquel raro espectáculo, se acercó al lugar y, estando cerca del misterioso fenómeno, resonó a sus oídos una voz misteriosa, grave y solemne que decía:

– ¡Moisés, Moisés! No te acerques aquí. Retira las sandalias de tus pies, porque el lugar en que te encuentras es una tierra santa. Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.

Moisés escondió el rostro y no osaba siquiera mirar para el Ser inmensamente superior que a él se dignaba comunicarse. Dijo, sin embargo, el Señor:

– Yo vi la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y oí sus clamores por causa de sus opresores. Sí, yo conozco sus sufrimientos. Y descendí para librarlo de la mano de los egipcios y para hacerlo subir de Egipto hacia una tierra fértil y espaciosa, una tierra de la cual emanan leche y miel. ¡Id! Yo te envío al faraón para sacar de Egipto a los israelíes, mi pueblo.

Y delante de la humildad de Moisés, que se consideraba indigno de ejecutar tan alta misión, el Señor le promete: «Yo estaré contigo».

– Cuando me vaya junto a los israelíes -replicó Moisés- y les diga que el Dios de sus padres me envió a ellos, que les responderé si me preguntan ¿cuál es su nombre?

El Señor le respondió con una frase llena de grandeza y misterio:

– ¡YO SOY AQUEL QUE SOY! He aquí como responderás a los israelíes: Aquel que se llama YO SOY (Yahvé, en hebraico) me envía junto a vosotros. Es Yahvé, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Este es mi nombre para siempre, y es así que me llamarán de generación en generación.

Grandiosa revelación. En Moisés, Dios se revelaba a todo el pueblo judío y a toda la humanidad [2], y, por tanto, al querido lector de este artículo… Sin embargo, el misterioso nombre con que el Señor se da a conocer está envuelto en una luz indescriptible, imposible de ser comprendida.

A la pregunta central de este artículo: «¿Quién es Dios?», sigue la grandiosa respuesta: «Aquel que es». ¿Pero cómo explicar eso?

En la playa, pensando sobre lo inefable

San Agustín, gran teólogo y doctor de la Iglesia, intentó comprender enteramente el inefable misterio divino. Él fue lejos, pero entretanto, no llegó hasta allá.

5.pngAbsorto y meditativo, en cierta ocasión, paseaba por la playa pidiendo a Dios luces para que pudiese desvendar ese santo enigma. Fue entonces cuando se encontró con un niño jugando en la arena. El niño hacía un trayecto corto y repetitivo: con un vaso en la mano, continuamente, iba y venía; llenaba el vaso con agua del mar y la vaciaba en un pequeño agujero hecho en la arena de la playa.

Curioso, Agustín preguntó al niño qué pretendía con aquello. El niño respondió que quería colocar toda el agua del mar dentro de aquel agujerito. El Santo explicó a él que sería imposible realizar lo que deseaba. El niño desconocido, entonces, argumentó:

– Es mucho más fácil trasferir todo el océano a este agujero, que comprender el misterio divino.

Y el niño desapareció: era un ángel.

Agustín entendió la lección y concluyó que la mente humana es extremamente limitada para poder entender toda la dimensión de Dios. Por más que se esfuerce, jamás el hombre podrá entender esta grandeza por sus propias fuerzas o por su raciocinio [3]. Solo comprenderemos plenamente a Dios en la eternidad, cuando nos encontremos con Él en el cielo, pues, como escribió Agustín:

«Demasiado grandes son los misterios divinos; si intentásemos explicarlos como les conviene, no llegaríamos a tal, ni nuestro tiempo ni nuestras fuerzas.» [4]. Era lo que decía el gran San Ireneo de Lyon al exclamar: «De este Dios es indescriptible su transcendencia y magnitud» [5].

El Sol, imagen de Dios

Los doctores de la Iglesia intentaron explicitar al máximo el significado de la auto definición divina: «Yo soy aquel que soy». Y concluyeron ellos que solo es posible comprender algo de este misterio divino a través de comparaciones.

El Evangelio de San Juan presenta -en continuidad con la tradición del Antiguo Testamento- una profunda analogía que nos ayuda a levantar el velo de la gran cuestión sobre la identidad de Dios: la de la luz. Dios es luz, luz que es vida para los hombres en Cristo (Jn 1,3-4).

Dios revela su Ser, que es Luz. Él comunica a los hombres no solamente algo de su Ser, como Él hace a las criaturas inanimadas, sino que a las criaturas inteligentes las hace participar de su Vida y su Luz. Todo el Evangelio de San Juan está polarizado en torno a ese tema, tan rico y muy acentuado en los demás libros de la Biblia. La Luz se hace presente en Dios, en la Creación, en la Antigua Alianza y sus ritos, como en su ley, en Jesucristo y en su Iglesia, en la vida moral, y, en fin, en la Jerusalén Celestial.

6.jpgEn la imagen de la luz, una criatura viene a nuestra mente como la más evocativa figura de Dios: el Sol.

Sí, el Sol es el astro de la luz, una verdadera y luminosa parábola de la grandeza y del esplendor Divino. De entre las maravillas de la naturaleza, el Sol siempre fue un tema riquísimo para todas las formas de arte. Sin embargo, el astro rey es, sobre todo, una criatura rica en simbología, a través de la cual se intuye algo de la grandeza del Creador.

Tal es la pulcritud y grandeza del Sol, que varios pueblos paganos lo adoraron, pues bien parece divino. Pero el Sol es una simple criatura. Dios lo creó como un inconfundible sello de luz que refleja la grandeza del Autor sublime del Universo.

Grandioso, no solo por la cantidad material (un cuerpo 1.300.000 veces más voluminoso que la Tierra y en constante combustión, a veinte millones de grados Celsius). Él simboliza el Dios infinito, o sea, sin límites. Dios que no tiene cuerpo, no tiene tamaño, es inconmensurable y sin fin.

Además de la inmensidad, el Sol simboliza ricamente otros atributos divinos, sobre todo en uno de sus aspectos más atrayentes, la aurora. El salmista reconocía esta invitación a la transcendencia al cantar: «Señor, os ruego, desde la aurora, a vosotros se eleva mi oración» (Sl 87,14).

Después de una noche de angustia y oscuridad, el nacer del astro rey en el firmamento alimenta la esperanza en el cuidado de Dios a favor de su pueblo. Paulatinamente, la luz del astro, siempre invicta, dispersa las tinieblas y conquista todo el horizonte. En un verdadero ceremonial, el cielo se despoja del manto negro de la noche y se viste del claro azul. De la misma forma, en los espíritus de sus fieles adoradores, la confianza en la protección del Señor produce la belleza y la alegría de la salvación.

El Sol, también, cual verdadero artista de la luz, pinta las nubes de dorados, rojos y lilas. Colores y matices que los genios del arte intentan imitar. Todos los días él descubre delante de nuestros ojos una variedad incontable de ‘scripts’ y un espectáculo inédito. El Sol recuerda la multitud inconmensurable de aspectos con los cuales Dios brillará a nuestros ojos en el Cielo. Dios es la suma belleza, maravilla irrepetible, perfección infinita y suprema.

Durante el día, la luz del Sol penetra en todos los lugares. Ella nos hace recordar que Dios está en todas partes, en los espacios vacíos, pero también en sus criaturas. De un modo misterioso, Dios está íntimamente en el interior de cada ser. Por eso, Dios está en todas partes y todo está dentro de Dios, pues Él abarca, con su «tamaño» infinito y misterioso (en Dios no hay dimensiones), todo el cosmos, inmedible para los lentes de nuestros más poderosos telescopios.

Al iluminar al hombre, Dios le da a conocer su santa voluntad, le muestra, en el brillo de su esplendor, los caminos de la santidad que lo llevan a Él, la recompensa demasiado grande: «el mandamiento del Señor es luminoso, aclara los ojos» (Sl 18, 9).

Hasta la ausencia del Sol nos habla respecto a Dios. Y se diría que hasta los irracionales parecen reconocer las maravillas y los beneficios de esos rayos.

Narra la Historia que, en las minas de carbón de Inglaterra, había algunos caballos condenados a trabajar iluminados solo por la tenue luz eléctrica. Cuando estos animales salieron de los túneles subterráneos y entraban en contacto con la luz solar, saltaban y relinchaban de alegría. Dios es la luz, Él es la alegría.

Pero también la ausencia de luz tiene su mensaje para los hombres. Por la noche, cuando las tinieblas se hacen densas y las fieras salen de sus escondites -pues la oscuridad trae a la luz todo aquello que se esconde de la luz-, se crea el ambiente perfecto para el crimen, para el mal. En la noche, quien reina es el peligro, el miedo y la soledad. El misterio y la inseguridad de las tinieblas pueden llevar muchas veces al ser humano a la melancolía y la tristeza. De hecho, los índices de depresión en la población aumentan conforme nos aproximamos a los polos, debido a la carencia de luz solar.

Edmond Rostand, [6] en una espirituosa frase exclamaba: «¡Oh Sol! Tú, sin el cual las cosas no serían sino lo que ellas son». Llena de inteligencia y de brillo, la sentencia del célebre poeta hace sentir con pocas palabras el poder del astro rey para prestar a cada objeto una belleza que él, de sí, jamás habría de tener. Sin la luz del Sol, el hombre jamás alcanzaría el concepto de belleza y, tal vez, ni siquiera el concepto de la perfección divina. Sin estos rayos, ¿dónde estaría el relucir de los diamantes? El propio oro no valdría más que el polvo.

Su fulgor no solo revela todos los colores. Por esta luz irresistible, el Sol gobierna toda la naturaleza, despierta el canto de los pájaros y recuerda al hombre que es la hora de la labor. Este monarca fulgurante rige el tiempo, condimenta las estaciones y alimenta a los vegetales. Tal vez, por esta razón, el gobernador del Universo heredó un título de nobleza. Lo llaman el astro rey.

El Sol es una imagen de la infinita perfección y el poder divino. Dios es lo Bello, matriz de todas las bellezas del Universo. Dios es el Poder, origen y sustentáculo de todo el orden de la Creación. El Sol es una imagen del motor inmóvil que a todo mueve. Es el Ser necesario para todas las cosas contingentes.

Hasta el exceso de luz que proviene del Sol, y que puede quemar nuestra retina cuando lo contemplamos directamente, nos revela algo del Ser de Dios. Como enseña Santo Tomás de Aquino, el Sol es símbolo de Dios, máximamente visible, pero que nuestros pobres ojos no son capaces de mirar directamente [7].

Es tal el valor simbólico del Sol y su semejanza con Dios, que, en la Biblia, los autores sagrados lo usan para describir las maravillas divinas. Este astro inigualable es una imagen de aquel «que iluminará la Jerusalén Celestial» con el rostro y las vestimentas resplandecientes de luz. El propio Divino Maestro se comparaba a sí mismo con el Sol, diciendo: «Yo soy la luz del mundo. Quien me sigue, no andará en las tinieblas, sino tendrá la luz de la vida».

A través de la contemplación del astro rey, verdadera parábola de luz, se puede amar al Creador, pues admirando este reflejo de la Bondad Divina, Dios nos convoca a brillar como Él, a través de la gracia y de nuestras buenas obras, «como sois por toda la eternidad» [8].

La opinión de un niño

Pero hay otro modo de conocer más sobre el ser de Dios: Palparlo en la oscuridad de nuestro propio intelecto con el auxilio de la filosofía. Esta manera de profundizar un poco más en la esencia de Dios nos fue mostrada por un niño nacido en el año 1225, en el castillo de Roccasecca, próximo a Nápoles. Él pudo explicar algo más sobre la esencia divina.

De los siete hijos del conde Landolfo d’Aquino, Tomás era el más joven. A los cinco años, fue enviado al famoso Convento de Monte Casino, para ser educado allá. Su tío, Sunibaldo, era abad y se encargó de su formación. Todo indica que su familia también deseaba que él fuera más adelante el superior de aquel prestigioso monasterio.

Poco se sabe de este período de su vida, a no ser que el «pequeño monje», al recorrer el majestuoso claustro de aquella abadía, inquiría a los religiosos sobre un tema que no salía de su mente:

– ¿Qué es Dios?

No pasaron a la historia las respuestas proferidas. Con todo, parece cierto decir que nadie le respondió satisfactoriamente, pues, desde niño, él hizo de esa primera indagación la fuerza motriz que lo impulsaría a producir la mejor explicación sobre la esencia de Dios, de todos los tiempos.

7.jpgEl lenguaje filosófico es un poco arduo, pero nuestro esfuerzo es compensado por una noción más clara de la esencia divina. Enseña Santo Tomás de Aquino que en la denominación de Dios como «Yo soy», el uso del presente del indicativo significa la eternidad y otros atributos directamente relacionados a ella. «Dios es» significa, en cierto sentido, que Él siempre fue, es, y siempre será. Una aproximación en términos de tiempo, inapropiada sin duda, pues la eternidad es atemporal. Transciende el tiempo, por eso se dice que Dios es eterno.

Y este «siempre ser» también sugiere, consecuentemente, la inmutabilidad. Si es, eternamente, es siempre el mismo. Pues cambiar significa dejar de ser. Dios no cambia, es inmutable. Por eso dijo Dios de sí mismo: «Yo soy», y no, «Yo fui».

Esta inmutabilidad de Dios revela otros dos trazos de sus atributos. Él es perfectísimo, desde toda la eternidad no podría ser mejor de lo que es. En él está toda la belleza, bondad y poder. De esta posesión de todos los bienes deriva otro atributo divino: la bienaventuranza. Dios es feliz, de una felicidad total, infinita y absoluta.

Eternidad, Perfección, Omnipotencia y Felicidad absolutas. Cuatro atributos divinos apuntados por San Agustín -el santo que, como vimos, al pensar en el misterio de la fe, se encontró con un ángel en la playa- como las principales peculiaridades del Ser Divino. De estas cuatro características primordiales derivan todos los demás atributos de Dios.

Santo Tomás recuerda, sin embargo, que hay un sentido en especial a ser considerado, el sentido ontológico, en la afirmación «Yo soy». Dios es. Solo en Dios el ser es propiamente tal. O, diciendo de otro modo, solo Dios propiamente es. Dios es el Ser, y todo ser de Él depende, o sea, de Él recibe su propio ser. Solo Dios es el Ser por esencia. Todas las criaturas son apenas seres por participación del Ser Divino. He aquí un significado del «Yo soy»: Dios es el Ser Absoluto, la fuente de todo ser creado [9].

¿Qué sería de las estrellas del firmamento sin Dios? Nada, simplemente nada. ¿Qué sería de las plantas, las flores y los árboles? Ninguno de ellos alegraría nuestra vista, pues no existirían. ¿Qué sería de los animales salvajes y domésticos? ¿Qué sería de los hombres? Menos que polvo y ceniza, porque nada serían. Dios es el Ser en la plenitud, la Vida en abundancia, la Luz fuente de toda luz, de la cual dependen todas las criaturas como la causa y el sustento de su existencia.

La visión de la luz invisible

Esta definición metafísica es difícil de comprender en un primer vistazo, porque así como mirar mucho hacia el Sol puede dejarnos ciegos, así comprender quién es Dios, para nosotros, es imposible en esta tierra. Es una luz tan visible, pero que nuestros pobres ojos no son capaces de ver directamente. No podemos comprender al Ser Divino, y solo conseguimos alcanzar algo de su grandeza por comparación con las cosas visibles. Conocemos a Dios más por lo que Él no es que por aquello que Él es. Así sabemos que Dios es eterno, pues no nació y no morirá, pues siempre existió y existirá; que Él es infinito, porque no puede tener fin; que Dios es inmutable, pues no puede cambiar. Él es perfectísimo. La luz de Dios es demasiado intensa, infinitamente brillante en comparación con la luz que nuestra razón puede captar.

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Somos peregrinos rumbo a la casa del Padre. Solo vemos algunos reflejos de Él en las criaturas y en el rostro humano de Cristo, reflejo perfectísimo de la gloria del Padre. Pero cuando lleguemos al cielo y contemplamos cara a cara al Creador, «lo veremos tal como Él es» (1Jo 3,2). De una belleza y perfección mayor que todos los astros, de un poder mayor que todos los monarcas, Dios será nuestra eterna alegría e indecible consuelo. Entonces, preparémonos para este magnífico viaje que emprenderemos después de esta vida, pues, como dice el Salmista: «en vuestra Luz veremos la Luz» (Sl 36,10), «porque el Señor Dios es nuestro sol y nuestro escudo, el Señor da la gracia y la gloria. Él no rechaza sus bienes a aquellos que caminan en la inocencia. Feliz el hombre que en Él confía». (Sl 83, 12-13).

Por el P. Carlos Werner Benjumea, EP

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[1] Plinio Corrêa de Oliveira. Conferências sobre Profetismo e História, (sem data). Arquivo ITTA-IFAT.
[2] II Concílio do Vaticano. Constituição Pastoral GaudiumetSpes, 32: AAS 58 (1966) 1051.
[3] Santo Agostinho. Sermão 6.5: PL 38,64.
[4] Santo Agostinho. Sermão 7. 1: PL 38,62.
[5] Santo Irineu, Epideixis, 8.
[6]1868-1918, «Hymne au soleil»
[7] São Tomás de Aquino. Suma Teológica. I .q.12 a.6.
[8] Cf. Mt 13,43; Jo 8,12; Mt 17,2; At 26,13; Ap 1,16; Ap 12,1.
[9] São Tomás de Aquino. Suma Teológica. I, q. 13 a. 11.

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