Redacción (Jueves, 26-07-2012, Gaudium Press) Decimos sin ruborizarnos que aún la intelectualidad católica no ha conocido en su total dimensión lo que fueron los hallazgos metafísicos de Santo Tomás sobre el ser. Es claro también que autores como Cornelio Fabro y quienes le siguen han intentado en nuestros tiempos rescatar ese valiosísimo tesoro, sumamente útil no solo para el progreso de la filosofía sino también para la teología y para el futuro desarrollo de la espiritualidad cristiana, en la línea de la vía de la belleza, de la vía del ‘pulchrum’.
«Todas las cualidades, las formas, las especies, los géneros, las perfecciones puras… pueden ser consideradas respecto a un ‘magis et minus’ [un mayor y un menor] no por sí mismas, en el ámbito mismo de su propia esfera, sino en cuanto son referidas al acto de ser, es decir, en cuanto son consideradas formas, modos y grados de perfección de ser y en el ser. El ‘esse’ [ser], la perfección del acto de ser, es el fundamento de toda esta dialéctica: porque el ser es el primer acto, el acto de todo acto y la perfección de toda perfección tanto predicamental como trascendental; siendo a la vez el acto más simple y universal y el más intenso. Esta es la noticia más profunda y original que constituye el quicio de la metafísica de Santo Tomás», dice el P. Fabro en ‘L’uomo e il rischio di Dio’.
El ser, el acto de ser, qué cosa importante, para hallar a Dios, para descansar en Dios. Todo ser creado es reflejo del Ser Increado. Como dice Ángel González en ‘Ser y Participación’, con base en Santo Tomás concluimos que la conexión de cualquier ser creado con el Ser Divino es directa, es «vertical», no tiene que pasar ni siquiera por la esencia de los seres creados, sino que cada ser en el grado de perfección en que se halle no es sino participación del Ser Divino y causado por Él.
Descendamos un poco de las rudas abstracciones y adentrémonos en terrenos más amables.
Contemplemos por un instante algunas de las maravillosas aves con que Dios pobló la tierra, unos de los muchos maravillosos seres que Él nos dio.
El Creador no quiso hacer una sola ave, sino que dentro de la especie ave, hizo quetzales, creó periquillos multicolores, nos obsequió con pavos reales, con cacatúas…
Contemplemos por ejemplo el periquillo de la foto adjunta.
No es propiamente un ave majestuosa, sino delicada. Al tiempo que a la contemplación, ella invita a ser cuidada, a obsequiársele con alpiste, con agua. Sus colores vivos llaman poderosamente la atención y nos hacen preguntarnos cómo es que Dios consigue mezclar con entera armonía tonalidades tan fuertes y diversas, formando un conjunto sinfónico y bello. Un periquillo que es una maravilla.
O vayamos al pavo real.
Para ser real, el cuello de esta maravillosa ave no podía ser de un color diferente al azul rey, a un azul de Francia, un azul brillante, ni oscuro ni claro, un azul con algo de pétreo, azul de seda, matizado. Su cara está cubierta por algo así como una ‘máscara’, de esas que usaban los nobles en los bailes de disfraces, por ejemplo en la Corte del Rey Sol, bajo los acordes de un minueto. No podía faltar a su realeza su penacho delicado que es su corona, que a la vez simboliza ese «más», ese ‘au-delà’ ya insinuado por la mera existencia del Pavo Real.
Y por supuesto su cola florida de fuegos de artificio, abanico verdoso sublime, una cola que sería falta de educación no admirar cuando es desplegada e incluso cuando no despliega, una cola que él tiene la bondad de mostrarnos aunque él no se vea a sí, cola que nos dice «Dios existe, Dios existe, Dios es donaire, es elegancia, es armonía, es paz, es belleza…».
Qué maravilla es el ser, pues allí podemos encontrar al Ser Divino.
No. No es infantilismo. Es simplemente irnos limpiando de la costra inmunda que ha ido dejando en nuestras almas el orgullo y la sensualidad -que no son otra cosa sino expresiones de nuestro inmanente egoísmo- e ir restaurando en nuestras almas la admiración… sí, la admiración que era nuestro castillo de la infancia. No es por acaso que el Salvador dijo que si no nos hiciésemos como niños no entraríamos en el Reino de los Cielos.
Por Saúl Castiblanco
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