Redacción (Viernes, 27-07-2012, Gaudium Press) Quien contempla el arte romano toma contacto con algo del aroma de grandeza del pueblo que mayor influencia tuvo sobre la cultura occidental. Roma es eterna en sus mosaicos dorados, en sus portentosas ruinas y en las estatuas de mármol donde se contemplan personajes hieráticos que demuestran una capacidad humana envidiable. Lógica, autodominio y deseo de grandeza son predicados destacados en aquellas fisionomías que parecen más dirigidas a la eternidad.
Las representaciones de los antiguos patricios parecen mitificar al romano como un héroe encima de su propia naturaleza, no como mera utopía, sino con el empeño de reflejar algo de la alta concepción de plenitud humana admirada por aquel pueblo que conquistó reinos e imperios, que hizo del Mediterráneo una propiedad exclusiva, el ‘Mare Nostrum’.
Durante cerca de ocho siglos, el Viejo Mundo vivió bajo influencia inmediata de las águilas latinas pendientes en su victorioso estandarte. Todavía hoy esta civilización es admirada en su ingeniosa arquitectura, sus técnicas militares, su arte de gobernar a los conquistados, en el orden admirable de su Derecho, en su arte secular y la riqueza de la literatura.
La perennidad de la cultura romana es vista, por ejemplo, en el latín, el idioma de la cultura. Durante siglos fue usado en las universidades para transmitir el conocimiento humano. Inclusive después de las invasiones, cuando las provincias cedieron lugar a los reinos germánicos, la lengua de Cíceron se esparció por toda Europa y se mantuvo por los siglos a través de la innegable contribución de la Iglesia.
Los pueblos latinos, legítimos e inmediatos herederos de Roma, esparcieron las lenguas románicas por todos los continentes. Cerca de mitad de la población mundial usa el alfabeto latino, y casi un tercio de la superficie terrestre es habitado por pueblos que tienen por idioma una de las lenguas románicas.
Roma es eterna. Entretanto, esta grandiosa perennidad del Imperio abrigó dos modos de concebir el espíritu romano. Dos ciudades disputaban abiertamente la herencia de los gloriosos antepasados del Lacio: Roma y Bizancio. Ambas relucen cualidades específicas en las expresiones artísticas, en las formas de gobierno y en la mentalidad de cada ciudadano.
Con el transcurso de los siglos, esta diferencia se fue solidificando hasta el momento en el cual, con la división del imperio en el 395, la parte oriental pasó a ser conocida como Bizantina. Púrpura, ceremonia y esplendor le eran palabras correlativas. La erudición, la inteligencia y la diplomacia de Bizancio buscaban afirmarla como única heredera de la cultura helénica y de la grandeza latina.
Roma o Bizancio, ¿quién habrá heredado la totalidad del espíritu del Imperio? ¿Cómo un historiador podría definir la diferencia psicológica de los romanos orientales y los occidentales? ¿Cuál era, en último análisis, el designio de Dios respecto a esta maravilla de lógica, esplendor y grandeza vivida con matices diversos, pero armónicos por las dos capitales?
En una conferencia sobre la Visión de la historia: el plan de Dios en cuanto al Imperio Romano de Oriente y de Occidente, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira discurre sobre la vocación de una de las mayores civilizaciones de la Historia:
«El Imperio de Oriente, sobre todo Bizancio, me parece haber sido llamado a realizar el ideal del Imperio uno y cristiano, católico, más que Roma y el Imperio de Occidente, el cual ya estaba en decadencia y no tenía más el brillo del Imperio de Oriente».
«En medio de las corrupciones y horrores, Bizancio tuvo una indiscutible grandeza, herencia del Imperio Romano, con su fuerza, lógica y espíritu de organización sumados a la gracia del bautismo. Y por eso con un ‘pulchrum’ propio, que no llegaba a ser el de una sociedad orgánica perfecta; esta debería tener esa grandeza natural, sin embargo mejorada por la gracia que, siendo amiga de la naturaleza, posa sobre ella y la sacraliza, dándole fulgores propios, los cuales no excluyen la gloria natural que, de acuerdo con un designio de la Providencia, se haya acumulado».
«El Imperio Cristiano de Occidente me parece haber sido llamado a representar más la fuerza que venciendo. Y el de Oriente, la fuerza ya victoriosa que se inclina sobre los escombros de aquello que él había derrotado y, no más con temor, sino con amor, va seleccionando de dentro de ellos cosas para adornar su propia gloria. De manera que hay un qué de síntesis en el Imperio Romano de Oriente» [1].
En esta conferencia el insigne profesor brasileño concluye que las glorias de Roma y Constantinopla serán objeto de contemplación inclusive en el Cielo, pues solamente en la otra vida se podrá alcanzar la plena concepción de la grandeza de este Imperio que desde sus principios estaba consciente de que había nacido para ser eterno.
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
[1] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O Império Romano nos planos de Deus. Revista Doutor Plinio, São Paulo. Editora Retornarei, julho de 2011, pp. 23-24.
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