Redacción (Martes, 31-07-2012, Gaudium Press) Mucho se ha escrito sobre la vanidad del joven Ignacio de Loyola, antes de su conversión. Menos enunciadas y de mayor utilidad para nuestros días son las maravillas que Dios obró en él y por él.
El joven Ignacio prefería los riesgos de la guerra a una vida ociosa en la corte |
Nacido en 1491, una época en que los grandes viajes estaban expandiendo las fronteras del mundo, el espíritu inquieto y turbulento de Ignacio prefería los riesgos de la guerra a una vida ociosa en la corte.
En la lucha en defensa de Pamplona, se fracturó la pierna por un proyectil. Fue sometido a un doloroso tratamiento, después del cual notò que la pierna le había quedado deformada. Ordenó entonces a los médicos que se la rompieran y la repararan. No quedando satisfecho con la nueva cirugía, mandó a hacer otra, pues no quería aparecer cojo delante de aquellas doncellas de la corte.
Esta dureza de carácter y fuerza de voluntad, su espíritu insaciable de grandeza, debe ser visto en perspectiva de la grandiosa misión que la Providencia le había reservado al Fundador de la Compañía de Jesús.
En el período de recuperación, ocupó su tiempo en la lectura de los dos únicos libros existentes en el castillo: la Vida de Cristo y la Vida de los Santos. Tocado por la gracia, él se preguntó: «¿Por qué no hago lo que hicieron San Francisco y Santo Domingo? Si hicieron grandes cosas, ¿por qué no puedo yo también?»
No tomemos pues, un juicio sobre Ignacio en su punto de partida, pues lo que más importa es la segunda fase de su vida, sobre todo, al final de su carrera.
Cambio de Vida
Una vez recuperado, el joven guerrero estaba decidido a expiar sus pecados, ponerse al servicio de Dios y hacer por Él grandes cosas, siguiendo el ejemplo de los Santos.
Una noche se arrodilló delante de una imagen de la Virgen María y se ofreció a Jesús como su fiel soldado. Al concluir esta «consagración», se oyó un gran ruido en el interior del castillo de Loyola, el cual fue sacudido hasta los cimientos. El cuarto de Ignacio fue el más violentamente alcanzado. En sus altos muros, se produjo una grieta que existe hasta hoy. Era el demonio manifestando su furia, en previsión de los terribles golpes que su maléfica obra recibiría de la Compañía de Jesús.
El Capitán de Loyola fue poblado en su mente de ejemplos leídos en la vida de Cristo, de San Francisco, Santo Domingo, San Bruno y San Benito. Su único anhelo era, de ahora en adelante, hacer por Dios grandes cosas. Dada esta extraordinaria manifestación del espíritu de las tinieblas, él tomó la resolución definitiva: «Lo que los santos hicieron, yo prometo, con la gracia de Dios, hacerlo también». No son más las hazañas profanas que lo atraen, sino esta santa emulación con los santos, el deseo de realizar grandes cosas «para la mayor gloria de Dios».
Esa noche, se la apareció la Santísima Virgen con el Niño Jesús durante un tiempo notable. Después de la visión, él sintió que todas las imágenes de su vida pasada le fueron borradas del alma. Desde entonces, nunca consintió en ninguna tentación contra la virtud de la pureza.
Con su conversión, el temple del carácter y la fuerza de voluntad del Capitán de Loyola fueron puestos al servicio de Dios |
Iniciando su nueva vida, partió en peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde hizo su confesión general, después de la cual cambió sus preciosas ropas por las de un mendigo y depositó su espada en el altar de Nuestra Señora. Desde entonces, se ocuparía del servicio de Dios.
Comunicaciones divinas
El propio Divino Redentor se ocupó, por vías extraordinarias, de su formación religiosa.
Cierto día, San Ignacio estaba en la escalera de la iglesia de los Dominicos y recitaba el oficio de la Santísima Virgen. De repente, su espíritu fue arrebatado hasta el seno de Dios, y le fue permitido entender el misterio incomprensible de un Dios en tres personas distintas. Al salir de la iglesia, habló sobre este misterio a los religiosos en un lenguaje sublime. Nadie dudaba de que había recibido luces sobrenaturales. «¡Nunca un doctor de la Iglesia habló tan elocuentemente y con tanta claridad sobre este misterio!» – exclamaban admirados.
Durante un éxtasis, Dios le infundió un tal conocimiento de las Sagradas Escrituras que, incluso si desaparecieran, ¡él no dudaría en apoyarlas a expensas de su sangre!
Volviendo en sí de otro éxtasis – que duró ocho días, durante los cuales no tomó alimento alguno ni cambió de posición – exclamaba: «¡Oh Jesús! ¡Oh Jesús!» Cuando alguien le preguntaba sobre esta conversación con Dios, se limitaba a responder: «¡Es indescriptible!» Sus biógrafos opinan que en este éxtasis Dios le reveló los Santos Ejercicios Espirituales y el plan de la Compañía de Jesús.
Nace la Compañia de Jesús
San Ignacio viajó a Roma, donde pasó la Semana Santa visitando iglesias de la Ciudad Eterna y recibió la bendición del Soberano Pontífice, Adriano VI. Él sabía que Dios lo predestinaba a la fundación de una Compañía de Apóstoles. Para esto, quería reclutar discípulos entre estudiantes jóvenes y con valor. Comenzó entonces, a estudiar ciencias humanas, pasando por las Universidades de Barcelona, Alcalá, Salamanca y París.
En poco tiempo, el Santo reunió cerca de si un grupo de élite: Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Simón Rodríguez y Nicolás Bobadilla. Hechos los Ejercicios Espirituales, todos se mostraban dispuestos a sacrificar todo para la mayor gloria de Dios. El 15 de agosto de 1534, pronunciaron los votos religiosos en la iglesia de Montmartre. Después de ese solemne acto, los nuevos apóstoles se sentían tan felices que no se podían separar más. Se constituía así el primer esbozo de la Compañía de Jesús.
El 8 de enero de 1537, San Ignacio se encontraba en Venecia con sus discípulos, de donde los envió a Roma. Pedro Ortiz, ex-profesor en París, era embajador del Emperador Carlos V junto al Papa. Al enterarse que los jóvenes profesores de la Universidad de París venían a pedir la bendición apostólica al Soberano Pontífice, se encargó de obtenerles la audiencia, elogiando sus virtudes y ciencia poco comunes. El Papa los recibió durante la cena, momento en que fueron invitados a participar en una discusión.
Al presentar a Pablo III las Constituciones, el Papa lo recibió con estas palabras: «El dedo de Dios está ahí» |
Ellos trataron con tanta ciencia y talento los temas propuestos y presentaron los argumentos con tanta humildad, que Pablo III no pudo contener su admiración y los abrazó diciendo: «Me alegro de verdad que la ciencia esté unida a tal modestia». Entonces los bendijo y dio a los que todavía no eran sacerdotes la autorización para recibir las Ordenes Sagradas.
Actividad apostólica basada en la santidad de su vida
Decidieron, a partir de entonces, hacer apostolado en las ciudades donde las universidades atraían a los jóvenes. Francisco Javier y Bobadilla fueron para Bolonia, Simón Rodríguez y Lejay para Ferrara, Broet y Salmerón para Siena, Codure y Hoces para Padua. San Ignacio se dirigió a Roma con Fabro y Laínez.
Pedro Ortiz obtuvo para San Ignacio una audiencia con el Sumo Pontífice, que recibió con alegría la propuesta de los nuevos apóstoles, cuyo celo y ciencia ya habían adquirido tanta reputación. El Papa quiso ponerlos en actividad inmediatamente. Al Padre Laínez le confió la cátedra de la Escolástica en el Colegio Sapiencia, y al Padre Fabro la de Escritura Sagrada. Mientras el Padre Ignacio se encargó del ministerio apostólico en Roma, cuyas costumbres necesitaban una gran reforma. San Ignacio predicaba los Ejercicios Espirituales en público, obteniendo en poco tiempo una reforma general en las costumbres.
Los nuevos apóstoles eran estimados y buscados por grandes y pequeños, gracias a la unción de sus palabras y la santidad de sus vidas.
Virtudes propias del Fundador y Superior General
En la cuaresma de 1538, San Ignacio convocó a sus hijos a Roma, para la erección definitiva de la Compañía en Orden Religiosa. Todos se presentaron obedientemente.
Presentaron a Pablo III las Constituciones, el Papa los recibió con estas palabras: «El dedo de Dios está ahí». La nueva Orden fue erigida por una bula del 27 de septiembre de 1540. El 19 de abril de 1541 San Ignacio fue nombrado Superior General de la Compañía. Él vigilaba y orientaba a todos. Era conciente de todo lo que necesitaba cada una de las casas de la Orden.
Se informaba hasta de los progresos de los alumnos de todos los colegios de la Compañía. Los profesores se reunían con él todas las semanas. Los trabajos de los alumnos eran vistos por él. Leía todo y hacía examinar esos escritos por otros.
Dirigía la casa de Roma, dirigía a los superiores de las casas difundidas por el mundo, se ocupaba de los colegios, trataba los negocios de la Iglesia con el Papa y los Cardenales, mantenía correspondencia con los soberanos de Europa, dirigía nuevas fundaciones, todo esto sin interrumpir sus obras de misericordia en la Ciudad Eterna, fue un ejemplo constante para sus discípulos.
La pregunta es, y con razón, si esto es posible sin un milagro. Dios multiplicaba los prodigios en favor del Santo, para el desarrollo de la Compañía.
En San Ignacio, se unían la flexibilidad con la firmeza, la sensibilidad con la disciplina, la audacia con la prudencia; la humildad no se oponía a la valentía en defensa de la Santa Iglesia; el desprendimiento de sí mismo era hermano del amor al prójimo. Todos estos aparentes antagonismos brillaban en la vida del Fundador. Requisitos, además, indispensables para una institución joven que se desarrollaba con gran vigor en oposición de la ola libertaria que buscaba arrastrar a las personas en sentido contrario.
En San Ignacio, se unían la flexibilidad con la firmeza, la sensibilidad con la disciplina, la audacia con la prudencia |
Uno de sus discípulos narra que cualquier persona triste o angustiada, al aproximarse de él, recobraba la paz de espíritu y la verdadera alegría. Sabía cuando alguno de sus discípulos estaba pasando por dificultades o tentaciones, y lo animaba. Tenía verdadero discernimiento para la selección de los candidatos a miembros de la Compañía. Fue inflexible en la disciplina. Un día, en Pentecostés, llegó a expulsar a doce novicios.
Pero estaba lejos de ser una persona impulsiva. Por el contrario, tenía todo medido, pesado y contado. A veces aplazaba la ejecución de una pena, pensando: «Conviene dormir sobre este caso». Otras veces decía: «Es necesario acomodar los negocios que no pueden acomodarse a nosotros; es necesario saber entrar por la puerta de ciertas personas, con el fin de salir por la nuestra».
Método personal de cautivar y conducir las almas
Un novicio japonés, enviado a Roma por San Francisco Javier, era tratado con gran indulgencia por San Ignacio. Le dio los cargos más suaves, recomendándole que le avisase cuando estuviera muy cansado.
A un novicio italiano, de una mirada muy viva y abierta, el Santo le dijo: «Hermano Domenico, ¿por qué no trata de leer en sus ojos la modestia con que Dios le quiso adornar su alma?» Con estas pocas palabras, Domenico se corrigió.
A veces el Santo era de una severidad increíble con algunos sacerdotes, a los que él estimaba de todo corazón, deseando siempre perfeccionarlos en el ejercicio de la humildad.
Cierto día, se encontró, en el corredor de un Colegio, con un joven alegre y sonriendo. El Santo le preguntó:
– ¿Por qué estás siempre con una sonrisa?
– ¡Soy feliz por estar en vuestra Compañía! – Le respondió.
– Continua siempre así, pues la tristeza no cabe en el servicio de Dios – le dijo el Santo, y después lo bendijo.
Esta manera ignaciana para cautivar y atraer a las personas hacia la Iglesia de Cristo era un eficaz instrumento del que se servía la gracia divina para reavivar el amor de Dios en las almas que la herejía protestante había enfriado en la Fe.
Tal vez sea por eso, que con sólo 16 años de fundación, la Compañía de Jesús ya contaba con más de 1000 miembros, ocupando 100 casas, en 10 provincias.
El Padre Goncalves da Camara decía: «En estos tiempos en que todos son obligados a restringirse, es un verdadero milagro de la Providencia la existencia de nuestras casas viviendo únicamente de la caridad».
Pronunció por última vez el santo Nombre de Jesús y voló a Dios
Llegó el año de 1556. El gran combatiente había caminado en esta tierra, con sutileza y energía admirables, por la gloriosa lucha en defensa de la Fe. En Europa, sus hijos espirituales reconquistaban para la Iglesia miles de almas desgarradas por la herejía.
Muerte de San Ignacio (Casa Generalicia, Roma) |
En otros continentes, los misioneros jesuitas, siempre infatigables e insaciables por salvar almas , llevaban la luz de la Fe a cientos de infelices paganos. Su obra estaba consolidada, Dios resolvió llamarlo a Sí, para darle la «recompensa demasiado grande».
El día 30 de julio, San Ignacio llamó al Padre Polanco y le dijo:
– Llegó el momento de mandar a decir a Su Santidad que estoy cercano a morir, y le pido humildemente su bendición, para mí y para uno de nuestros padres, que no tardará en fallecer también. Digan a Su Santidad que, después de haber rezado mucho por él en este mundo, lo continuaré haciendo en el Cielo, si la divina Bondad se digna recibirme.
– Los médicos no creen que esté tan mal como piensa… ¿Puedo aplazar la tarea para mañana? – preguntó el Padre Polanco.
– Haz lo que quieras, me abandono a tu voluntad – le respondió el Santo.
El día 31 de julio, después de recibir la bendición apostólica, San Ignacio pronunció por última vez el santo Nombre de Jesús y su alma voló a Dios. Fue canonizado el 12 de marzo de 1622. La bula de canonización menciona doscientos milagros operados por su intercesión.
Aquí está el perfil de un Santo que al final de su carrera, podría haber cantado estas palabras del Magnificat: «El señor hizo en mí maravillas, Santo es su nombre…»
¡Este es San Ignacio de Loyola!
Por el P. Ignacio Montojo, EP
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