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San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

Redacción (Lunes, 06-08-2012, Gaudium Press) En una iglesia de la pequeña ciudad francesa de La Mure d’Isère, cerca de Grenoble, estaba un niño de cinco años, sentado en una pequeña escalera atrás del altar, con el cuerpo inclinado y la frente casi recostada en el sagrario. Fue allí que lo encontró su hermana, después de haberlo buscado afligida por todo el pueblo.

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San Pedro Julián Eymard

– ¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó al verlo.

– Ahora -respondió él con claridad-, solo hablo con Jesús.

– Pero, ¿por qué de ese modo tan singular?

– ¡Porque así lo escucho mejor!

Todavía no sabía este prematuro devoto del Santísimo Sacramento la gran misión que la Providencia le había reservado y cuan llena de luchas, pero también de glorias, sería la vida que lo aguardaba. Su precoz atracción por Cristo Hostia no era sino una incipiente preparación para ella. 1

«Pido-os la gracia de ser sacerdote»

Hijo de Julián Eymard y María Madalena Pelorse, Pedro vino al mundo el 4 de febrero de 1811. Su familia estaba reducida a los padres y a una media hermana, Mariana – hija de las primeras nupcias de su padre -, doce años mayor; los otros hijos de la pareja habían fallecido a tierna edad y uno falleció en los ejércitos de Napoleón.

En la Iglesia parroquial de la ciudad había la piadosa costumbre de la bendición con el Santísimo Sacramento, después de la Misa diaria. Su madre no faltaba a esta ni siquiera un día y ofrecía devotamente su hijo a Jesús en esa hora. Así, la presencia de Cristo en el ostensorio y en el sagrario le fue familiar desde muy temprano.

Su padre se estableció en La Mure d’Isère con una pequeña industria de aceite de nueces. El joven Pedro lo ayudaba, entregando a los clientes el producto. Pero se sentía tan atraído por Jesús en el tabernáculo que, pasando por la iglesia, siempre iba a hacerle una visita. Y cuando la hermana volvía del Sagrado Banquete, buscaba quedarse bien cerca de ella, para sentir la presencia eucarística en su alma.

A los doce años de edad, finalmente se dio el momento tan esperado de su Primera Comunión. ¡Cuántas gracias recibió aquel día! Una de ellas fue la de sentir en el alma el llamado al sacerdocio. Pero cuando le habló a su padre de su firme deseo de seguir esa vocación, recibió como respuesta una categórica negativa. La madre, por su lado, callaba y rezaba, sin perder las esperanzas de ver a su hijo junto al altar.

Inteligente y de carácter resoluto, el joven Pedro continuó ayudando a su padre en las lides de la industria casera, pero se puso a estudiar latín, a escondidas. A los dieciséis años, obtuvo de él permiso para seguir esos estudios, primeramente en La Mure y después en Grenoble. Fue en esa ciudad que recibió la noticia del repentino fallecimiento de su madre. Entre lágrimas, se puso a los pies de una imagen de Nuestra Señora, rogándole: «¡Por favor, a partir de ahora sé mi única Madre! Pero antes que nada, os pido la gracia de llegar algún día a ser sacerdote». 2 Ese amor a la Santísima Virgen no hizo sino aumentar hasta el fin de su vida.

Fue apenas después de haber cumplido dieciocho años, no sin muchas dificultades, aún contando con la ayuda del padre José Guibert -en esa época joven sacerdote de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada y más tarde Cardenal y Arzobispo de París-, que consiguió convencer a su padre de permitir su ingreso al noviciado de esa Congregación en Marsella. Por primera vez, daba pasos firmes rumbo al cumplimiento de su vocación.

Párroco y religioso

Entretanto, cuando todo parecía conducirlo a la realización de la gran aspiración de su vida, una grave enfermedad lo obligó a volver a casa, dejándolo al borde de la muerte. Al serle llevado al Viático, pidió a Jesús Sacramentado que le concediese la gracia de recuperar la salud para poder ser sacerdote y celebrar por lo menos una Misa.

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Por medio de una clara voz
interior, Nuestra Señora le
expuso la necesidad de
una congregación
religiosa destinada a honrar
de modo especial a la Sagrada
Eucaristía

Su oración fue atendida. Se curó e ingresó al Seminario Mayor de Grenoble, siendo presentado al rector por el propio fundador de los Oblatos de María, San Eugenio de Mazenod, en la época Obispo de Marsella. El 20 de julio de 1834, fiesta de San Elías, recibía la ordenación sacerdotal, a los 23 años de edad.

Durante los primeros cinco años de ministerio, fue coadjutor en Chatte y después párroco en Monteynard. Como auténtico pastor, tenía por meta santificarse y santificar «sus ovejas», siguiendo los métodos de otro santo párroco, el Cura d’Ars, del cual era gran amigo: diariamente rezaba el Oficio Divino en la iglesia y después salía al atrio a fin de conversar con los fieles. Dotado de un fuerte carisma para atraer, instruía y animaba a todos, obteniendo notables conversiones.

Con todo, la vida de párroco no lo satisfacía enteramente: deseaba ser religioso. A pesar de las protestas de su rebaño y las lágrimas de su hermana Mariana, obtuvo autorización del ordinario para dejar el cargo y entró en 1839 al noviciado de los Padres Maristas, en Lyon. 3

Los miembros de ese Instituto, fundado tres años antes por el padre Jean Claude Colin, recibieron por misión evangelizar a los pueblos del Pacífico y, en consecuencia, el padre Pedro Julián se preparaba para ser enviado como apóstol a la lejana Oceanía. Otros, sin embargo, eran los designios para él reservados: fue nombrado director espiritual del Colegio Marista de Belley, superior provincial, visitador apostólico y, más tarde, director de la Orden Tercera de María, en Lyon.

En esa ciudad, ejerció un intenso apostolado, sobre todo con encarcelados, enfermos y obreros. Enfrentó con valentía los vientos del siglo XIX, impregnado de utilitarismo, acariciado por un anticlericalismo obstinado que buscaba relegar a segundo plano, o incluso al desprecio, la Religión y los valores sobrenaturales. Aquel joven sacerdote lleno de celo por la causa de Dios notaba cuánto la sociedad de su época se alejaba de Cristo y su Iglesia, y ardía en deseo de hacer algo para revertir esa situación.

La gran misión de su vida

Con todo eso, la Providencia iba de a poco preparándolo para la realización de la gran misión de su vida. Dos insignes gracias lo llevaron definitivamente a entregarse a ella.

Portando la custodia con el Santísimo Sacramento durante una procesión en 1845, se sintió invadido por una gran fuerza y pidió a Dios que le diese el celo apostólico de San Pablo, para difundir como él el nombre de Jesucristo.
Más decisiva, sin embargo, fue la gracia recibida en 1851, cuando rezaba delante de la imagen de la Virgen Santísima, en el santuario mariano de Fourvière. En cierto momento, oyó con claridad en el fondo del alma la voz de Nuestra Señora, que le exponía la necesidad de que hubiese una congregación religiosa destinada a honrar de modo especial la Sagrada Eucaristía, y apuntaba esta devoción como medio de solucionar los intricados problemas en los cuales emergía el mundo, renovar la vida cristiana y promover la auténtica formación de sacerdotes y laicos.

Así, quien lo condujo en las sendas de su misión eucarística fue Aquella que, más tarde, él pasó a venerar con el título de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, modelo de los adoradores. El Padre Pedro Julián dejó registradas algunas de las reflexiones que en esa época llenaban su alma de apóstol: «He reflexionado a menudo sobre los remedios para esta indiferencia universal, que se apodera de tantos católicos de manera asombrosa, y solo encuentro uno: la Eucaristía, el amor a Jesús Eucarístico. La pérdida de la fe proviene de la pérdida del amor».4

Algún tiempo después, agregó: «Es preciso ponerse inmediatamente a la obra, salvar las almas con la Eucaristía, despertar a Francia y Europa, sumergidas en el sueño de la indiferencia, porque no conocen el don de Dios, Jesús, el Emanuel de la Eucaristía. Es preciso esparcir esta centella del amor en las almas tibias que se juzgan piadosas y no lo son, porque no fijaron el centro de sus vidas en Jesús en el tabernáculo». 5

«Nosotros no predicamos sino a Jesucristo, y Jesucristo Sacramentado», decía él, parafraseando la célebre afirmación de San Pablo (cf. I Cor 1, 23).

Nace la Congregación de los Sacramentinos

Dispuesto a «ponerse inmediatamente a la obra», expuso al Superior General de los Padres Maristas su deseo de fundar una nueva congregación. Este examinó lentamente el proyecto y lo dispensó de sus votos de religioso, dándole así plena libertad para actuar. Luego, sin embargo, juzgó mejor someter el caso al Arzobispo de París, Mons. Marie-Dominique-Auguste Sibour.

Se presentó, pues, en el Palacio Arzobispal el padre Pedro Julián, acompañado de su primer discípulo, el Conde Raimundo de Cuers, ex capitán de fragata, que recibiría más tarde la ordenación sacerdotal en la nueva Congregación.

Explicó a Mons. Sibour su plan de fundar una institución religiosa contemplativa de adoradores del Santísimo Sacramento y al mismo tiempo de vida activa, con una frente de apostolado dirigida, sobre todo, a la clase obrera, ocupándose de incrementar la devoción a la Sagrada Eucaristía, preparar adultos para la Primera Comunión y otras actividades correlacionadas. El Arzobispo se entusiasmó con la idea, declarando ser esa la obra que faltaba en la Arquidiócesis de París. Nació así la Congregación del Santísimo Sacramento, el 13 de mayo de 1856.

En su primer encuentro con el Beato Pío IX, el 20 de diciembre de 1858, este fue todavía más caluroso y categórico que el Arzobispo de París: «Estoy convencido de que su obra viene de Dios y la Iglesia de ella necesita» 6 – afirmó. Cinco años más tarde, en 1863, el mismo Pontífice le envió un Breve Laudatorio, aprobando oficialmente el nuevo Instituto.

Los sufrimientos consolidan la obra

La comunidad inicial -formada por solo tres miembros: el padre Pedro Julián, el padre Cuers y el padre Champion- se instaló en una casa puesta a su disposición por el propio Mons. Sibour. En la fiesta de los Reyes Magos de 1857, se expuso por primera vez el Santísimo Sacramento en la Capilla. Un año después, fue conseguida la segunda casa en el suburbio de Saint-Jacques, la cual quedó conocida con el nombre de Capilla de los Milagros, por causa de todas las gracias allí derramadas a lo largo de nueve años.

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La devoción a la Sagrada Eucaristía era el
medio de solucionar los intrincados
problemas en los cuales emergía
el mundo y renovar la vida
cristiana

La obra se desarrollaba con lentitud, enfrentando dificultades de todo orden. El Santísimo Sacramento debía permanecer expuesto perpetuamente, pero los adoradores inscritos luego daban señales de cansancio, sobre todo delante de la dificultad de la vigilia nocturna, y hubo algunas deserciones. El propio padre Cuers pidió a Roma la supresión de los votos para fundar otro instituto. Tampoco le faltaron las pruebas decurrentes de las calumnias e incomprensiones.

Delante de todo eso, decía él con gran espíritu sobrenatural: «Tengo miedo de que cesen las pruebas». 7 Así, no fue apenas el dolor físico -de las penitencias voluntarias y las enfermedades- que purificó su alma y su fundación, sino también el sufrimiento moral.

Fecundidad de la Adoración

A pesar de eso, las vocaciones continuaban llegando, gracias, sobre todo, a los sermones llenos de entusiasmo eucarístico del fundador, que los preparaba delante del tabernáculo. No en vano, afirmaba el padre Eymard, una hora a los pies de Jesús Sacramentado vale más que una mañana entera de estudios en libros.

Como San Pablo, era el amor de Cristo que lo impulsaba a predicar. Ardía en su corazón el enorme deseo de incendiar el mundo con el fuego de Aquel que está presente en cada sagrario. Era preciso sacarlo de allí, exponerlo, prestarle adoración, reconociendo ser Él el único capaz de sanar todos los problemas, tanto de los individuos como de la sociedad.

En su deseo de llevar las almas a la Sagrada Eucaristía, fundó también la Congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento, contemplativas dedicadas a la Adoración Perpetua, y una especie de Orden Tercera, a la cual dio el nombre de Agregación del Santísimo Sacramento.

Inspirador de los Congresos Eucarísticos

«Es preciso hacer que Jesús Eucarístico salga de su retiro para ponerse de nuevo a la cabeza de la sociedad cristiana que ha de dirigir y salvar. Es preciso construirle un palacio, un trono, rodearlo de una corte de fieles servidores, de una familia de amigos, de un pueblo de adoradores». 8 He aquí la gran misión de San Pedro Julián.

Los Congresos Eucarísticos surgieron como fruto de este poderoso anhelo. Fueron ellos una iniciativa pionera de la Srta. Emilia Tamisier, una joven que ingresara a la Congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento y allá permaneciera cuatro años, con el nombre de Hermana Emiliana. Después, con la bendición del santo fundador, salió del convento para ser en el mundo una misionera itinerante de la Eucaristía.

Así, en 1881, inspirada por su maestro y venciendo numerosos obstáculos, organizaba ella el primer Congreso Eucarístico de la Historia, que se realizó en Lille, con el tema La Eucaristía salva al mundo y contó con especial bendición del Papa León XIII. Para su efectuación, recibió ayuda de los Padres Sacramentinos, de diversos Obispos y numerosas personalidades laicas. A partir de ahí, se multiplicaron congresos semejantes, no solo regionales, sino también nacionales e internacionales. Una institución que tomó forma y perdura hasta nuestros días.

Ocaso de una vida santa

Extenuado por sus intensas actividades, flaco y con dificultades de alimentarse, el padre Eymard recibió estrictas órdenes médicas de reposo. En la segunda quincena de julio de 1868, se dirigió a La Mure, donde podía contar con los cuidados de la hermana. En camino, celebró su última Misa en Grenoble, en la capilla consagrada a la Adoración Perpetua.

Pocos días después, los médicos diagnosticaron una hemorragia cerebral. Su última confesión fue hecha por señales, pues ya no conseguía hablar. El día 1º de agosto, recibió la Unción de los Enfermos, y el padre Chanuet, sacramentino, celebró la Misa en su propio cuarto, administrándole la Sagrada Comunión. ¡Era la última!

– ¡Murió un santo! – exclamaban los habitantes de la pequeña ciudad.

Antes de completarse un año de su fallecimiento, benefició con varios milagros a los fieles que rezaban ante su sepultura.

Casi cien años después, al día siguiente del término de la primera sesión del Concilio Vaticano II, 9 de diciembre de 1962, Juan XXIII lo elevó a la honra de los altares en presencia de 1.500 padres conciliares. Pasados treinta y tres años más, era inscrito en el Calendario Romano y presentado a la Iglesia Universal con el título de «Apóstol de la Eucaristía».

Por la Hermana Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP.

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Notas:

1 Recordando este hecho, más tarde, Juan XXIII diría las siguientes palavras: «Aquel niño de cinco anos, que encontraron en el altar con la frente apoyada en el sagrario, es el mismo que, tiempos después, llegaría a fundar la Sociedade de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, así como la de las Siervas del Santísimo Sacramento, irradiando en innumerables legiones de sacerdotes- adoradores su amor y su ternura hacia Cristo vivo en la Eucaristía» (Homilia de Canonización de los santos: Pedro Julião Eymard, Antonio Maria Pucci, Francisco Maria da Camporrosso, 9/12/1962).
2 BEAUCHEF, OSB, Antoine Marie. Carta espiritual – sobre São Pedro Julião Eymard. In: Abbaye Saint Joseph de Clairval à Flavigny: http:// www.clairval.com/index.
3 Instituto afim e inspirador dos Irmãos Maristas, fundados por São Marcelino Champagnat.
4 Carta de 22 de outubro de 1851, apud PEDRETTI, SSS, Antonio. El fundador. In: Página Europea de los Religiosos Sacramentinos: http://es.ssseu.net. 5 Carta de 11 de fevereiro de 1852, apud PEDRETTI, op. Cit.
6 BEAUCHEF, op. Cit.
7 BAIGORRI, SSS, Luis. San Pedro Julián Eymard. In: ECHEVERRÍA, L., LLORCA, B., BETES, J. (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2005, v.VII, p.55.
8 EYMARD, SSS, São Pedro Julião. Obras Eucarísticas. Madrid: Ediciones Eucaristia, 1963, p.XX.

 

 

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