San Juan Bautista María Vianney, una de las más prodigiosas glorias del clero de Francia, nació en Dardilly, cerca de Lyon, el día 8 de mayo de 1786 y fue bautizado el mismo día.
Hijo del agricultor Mateo Vianney y de María Belusa, tuvo cinco hermanos, todos consagrados solemnemente a Nuestra Señora antes del nacimiento. Eran Catalina, Juana María, que desapareció a los cinco años, Francisco, Margarita y otro Francisco, que apodaban «el benjamín».
Hijo de padres cristianos, Juan María fue desde niño piadoso, dulce y bueno. La madre, un día, le dio una imagen de Nuestra Señora, y el niño predestinado jamás la soltaba. La llevaba tierna y respetuosamente en los brazos adonde fuera, así pensaba él y acostumbraba a rezar delante de ella, demorada y compenetradamente, ya como un pequeño sacerdote.
Pronto comenzó a enseñar a sus compañeros las lecciones de religión que aprendía de sus padres, a veces inclusive a adultos, muy serio, muy seguro de sí mismo, siempre inspirado.
Con la invasión de la revolución a las provincias vivió días tristes: las iglesias cerradas, tristemente cerradas al pueblo lo entristecían, y los sacerdotes, perseguidos, aquellos padres heroicos sin miedo, que por la verdad, decían misas clandestinas en lo más espeso de los bosques, dando Jesús a los hombres, le llenaban su alma de admiración y de un cierto desasosiego, de una avidez incontenible para las cosas de Dios.
En efecto, desde aquellos momentos agitados, de grandes desórdenes, de muerte, de miedo y de hambre, nació el rumbo que se propuso alcanzar: con su carácter ya templado, tuvo un celo apasionado dirigido a la salvación de las almas.
De extraña predilección por los pobres, por los abandonados que nada poseen, ni comida ni cariño, los reunía por los caminos, por los bosques, a lo largo de los setos, y, alegremente, los llevaba a su casa, donde sus padres, afamados desde hacía mucho por la caridad, acogían a todos los desventurados con una gran sonrisa que ahuyentaba poquedades.
A los trece años, con un fervor fuera de lo común, Juan María, resplandeciente, hizo su primera comunión. Y el buen niño, con Jesús en el corazón, un corazón inmenso, decía para sí mismo, como si fuera la más dulce de las melodías:
¡Yo seré sacerdote! ¡Yo seré sacerdote! … ¡Y lo fue!
Valientemente, se lo dijo a su padre. Pero él, hombre prudente y conocedor de la vida y de los entusiasmos de la juventud, lo hizo esperar dos años para observarlo y probarlo.
Era el tiempo del Directorio, aquella época de agitación política agravada por la penuria de las finanzas y de la economía nacional, época de disolución de las costumbres, no sólo porque los hombres buscaban en los placeres olvidarse de las amarguras pasadas y de los peligros a los que se habían expuesto, sino por el dinero que algunos amontonaban con la compra de bienes nacionales y con los suministros militares, dinero fácil que llevaba al lujo, la ostentación, la vanidad y la depravación.
Al final, Juan María entró en la escuela fundada por el abad Balley, sacerdote entonces, de Ecully.
El joven Vianney fue un alumno que hizo progresos lentos, aunque se esforzaba desesperadamente. Y, para obtener buenos resultados, se mortificaba para conseguir ayuda del Cielo.
En 1807, con veinte años, Juan María fue confirmado por el arzobispo de Lyon, el Cardenal Fesh, tío de Napoleón.
Aspirante al sacerdocio, se libró del servicio militar. Enfermo, vagó de hospital en hospital. De regreso a sus estudios, hizo el primer año de filosofía, de 1812 a 1813, en el pequeño seminario de Verrieres.
Seminarista modelo, pero alumno bastante enfermizo, el poder de la oración fue consiguiendo abrirle el camino, hasta que estuvo en el seminario mayor de San Ireneo de Lyon. Allí, brilló especialmente por sus virtudes.
Fue ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815, por Monseñor Simón, obispo de Grenoble, tenía veintinueve años. Nombrado vicario de Ecully, allí estuvo por tres años. Tuvo entonces la oportunidad de revisar con calma, toda su teología.
Designado para Ars, que quedaba a treinta y cinco kilómetros al norte de Lyon, llegó a un lugar donde sufriría por el rígido invierno, aquella ciudad que lo tendría por cuarenta y dos años, o sea, hasta el día en que, dejando la tierra, iría para Dios. Era el año de 1818.
Juan María fue directamente a la Iglesia. Cayendo de rodillas, quedó por largo tiempo sumido en adoración.
Los habitantes de Ars, vivían indiferentes en cuanto a la religión, aunque constituían buenas familias. Juan María se puso inmediatamente a trabajar. Y con la acción del santo cura, poco a poco, todo se fue transformando.
Cinco años después, Ars tenía otra fisonomía: el trabajo de los domingos fue totalmente abolido. La blasfemia, que andaba loca por el lugar, desapareció. El vicio de la embriaguez, en el que la mayoría de los hombres había caído, se había retirado. Y los bailes inconvenientes y desenfrenados, paulatinamente fueron siendo eliminados de la feligresía. Para ganar tal batalla, cuántos trabajos, cuántos ayunos, cuántas suplicas, ¡cuánta oración!
Mucho antes del amanecer, Juan María se levantaba y se prosternaba delante del tabernáculo. Y allí, arrodillado, silenciosa y ardientemente, rogaba al Señor, con insistencia, que le convirtiese aquellas almas que se habían apartado del camino.
Se disciplinaba a si mismo, descansaba expuesto al sol, dormía sobre duras ramas. Y, cuando todo comenzó a mejorar, he aquí, de repente, que comenzaron las calumnias y las hipocresías. Esto, sin embargo, no era problema para el santo cura.
Las persecuciones de los hombres se juntaron a las del demonio. Y la lucha que trabó con el espíritu del mal, duró treinta y cinco años: se inició en 1824 y terminaría un año antes de su muerte.
Durante la noche, fantasmas horrendos, actos infernales, voces insultantes terribles transformaban la casa parroquial en un verdadero infierno, en horribles pesadillas tormentosas. Se ve hasta hoy, en parte, los trazos del fuego que le destruyeron su cama de madera.
Pero sustentado por gracias divinas, Juan Bautista María Vianney salió victorioso de todos los asaltos. Y la Virgen, cuya imagen guardaba en su infancia, le apareció dulcemente, para alentarlo y animarlo.
Dice San Juan Bautista María Vianney que al decir, todos los días, la santa misa, veía a Nuestro Señor.
La iglesia vieja, fue restaurada. Edificó muchas capillas, todo para la honra de Dios y el bien de los fieles.
Dios le concedió el don de los milagros. Y los milagros que realizó, los atribuía a Santa Filomena, su celestial amiga, llamada la taumaturga del siglo XIX, cuya historia comenzó a ser conocida en 1802, año en que fueron descubiertas las reliquias en la catacumba de Priscila, en la vía Salaria.
En 1820, Vianney fue nombrado cura de Salles, en Beaujolais. En Ars la consternación fue muy grande. Y el pueblo, que no se conformaba con la idea de ver al santo apartado del lugar, comenzó a suplicar para que no se lo llevasen de la comunidad. Atendidas las ovejas, la alegría volvió a reinar en Ars.
En 1824, fue abierta una escuela popular por el buen cura, destinada a las niñas. Pronto fue abierto un orfanato contiguo. Trabajador incansable, nadie reconocía en la Ars de aquel momento, la de San Juan Bautista María Vianney, aquella ciudad abandonada, desorganizada y blasfema de otrora.
El programa diario del santo cura era exhaustivo: de madrugada, exactamente a la una, iba a la iglesia para rezar; antes del amanecer confesaba a las mujeres; a las seis en verano, a las siete en invierno, celebraba la santa misa; después de la acción de gracias, los peregrinos lo rodeaban, implorando bendiciones, curaciones, palabras de aliento, seguidos de consejos para los más variados casos, conversiones de éste o aquél ser querido, pariente, amigo o compañero de trabajo; a las diez de la mañana, recitaba las pequeñas horas de su amigo viejo breviario, su amigo inseparable, después se sentaba nuevamente en el confesionario; a las once era el catecismo, aquel catecismo que quedó famoso; después del almuerzo, que era bien pequeño, seguía la clásica visita a los enfermos, mientras que la multitud se reunía para verlo pasar, para tocarle sus ropas, multitud que el Santo, compadecido por la dedicación de los fieles, bendecía dulcemente; después de haber rezado las vísperas y las completas, y por tercera vez, lo recibía la penumbra del confesionario, donde muchas veces, se quedaba hasta altas horas de la noche.
¡Que devoción por los pecadores! ¡Cuántas conversiones, incluso las de reputación de imposibles, fueron realizadas por el santo! ¡Qué don, el de descubrir entre la multitud, a los grandes pecadores! Los llamaba y dulcemente les hablaba de las bellas cosas de Dios y de las horribles cosas del demonio.
La oración de la noche era tan emocionante, que toda la gente lloraba. Los domingos, en la misa, siempre predicaba.
Tan grande era la fila de los peregrinos que lo buscaban, que hubo necesidad, un día, que viniera un padre vecino a ayudarlo: era el padre Raimundo, que, a partir de 1845, se tornó su vicario. En 1850, Juan Bautista María fue distinguido con el canonicato: vendió entonces su capa en beneficio de los pobres. Dos años después, le concedieron la Cruz de la Legión de Honra, que rechazó, ya que era necesario dar una cantidad de dinero que él prefería reservar para limosnas.
Era el año 1853. Cuando el padre Toccanier substituyó al padre Raimundo como auxiliar de San Juan Bautista María Vianney, el santo, con deseos de retirarse para poder «llorar la pobre vida», resolvió dejar Ars.
¡Fue un episodio conmovedor! La alarma sonó. El pueblo le cerró el camino y lo llevó a la iglesia. El santo, sumiso a la voluntad de Dios y para el alivio de la multitud, que daba gracias al Altísimo, continuó en su puesto, aquel puesto del que sólo la muerte lo habría de apartar. Y cuando murió, la desolación fue indescriptible. Era el día 4 de agosto de 1859 y tenía setenta y tres años.
Los peregrinos y los feligreses desfilaron por cuarenta y ocho horas sin interrupción, ante el cuerpo de aquel Santo que se fue ante el Santo de los Santos. Llegando a la más sublime perfección, al más alto grado de unión mística y angélica, en toda Ars, solamente se hablaba del buen Juan Bautista María, de su bondad, paciencia, humildad, santidad, desvelo y caridad.
Taumaturgo inmenso, el santo cura de Ars realizó milagros sin tener en cuenta sus sufrimientos corporales y morales, siempre a favor de las miserias espirituales. Incluso en vida, ya el pueblo lo proclamaba santo.
Enterrado en su iglesia, Juan Bautista María Vianney fue declarado venerable el 3 de octubre de 1872, por Pío IX. Beatificado por el Papa San Pío X, el 8 de enero de 1905, fue instituido por el mismo pontífice como patrono de todos los sacerdotes de Francia que se encargaban de las almas. La canonización tuvo lugar en 1925, el día 31 de mayo, algunos días después de la de Santa Teresita del Niño Jesús.
Ars, rápidamente, se convirtió en un gran centro de peregrinación. Allí, un magnifico santuario fue erigido, y el cuerpo del Santo permanece en un relicario. El corazón, que fue encontrado intacto en la exhumación del 17 de junio de 1940, es venerado aparte.
(Vida de los Santos, Padre Rohrbacher, Volumen XIV, p. 292 a 299)
El ejemplo del Santo Cura de Ars
El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: «Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina».
Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: «¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría. […] Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia».
Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: «Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado] , ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote […] ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo! […] Él mismo sólo lo entenderá en el Cielo».
Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: «Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor […] Sin el sacerdote, la Muerte y la Pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra […] ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del Cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes […] Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias […] El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros».
Santidad objetiva del ministerio y santidad subjetiva del ministro
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: «No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá». Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: «Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida» . Con esta oración comenzó su misión. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de San Juan María Vianney.
En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su «Yo filial», que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro.
El Papa Benedicto XVI venera el corazón del Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, en la Capilla del Coral de la Basílica de San Pedro antes de la ceremonia de apertura del Año Sacerdotal.
El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, «viviendo» incluso materialmente en su iglesia parroquial: «En cuanto llegó, consideró la iglesia como su casa […] Entraba en la iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar «, se lee en su primera biografía. […]
«Todas las buenas obras juntas no son comparables al valor de la Misa»
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía. «No hay necesidad de hablar mucho para orar bien» , les enseñaba el Cura de Ars. «Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración» . Y les persuadía: «Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él» . «Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis».
Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que «no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración. […] Contemplaba la hostia con amor».
Les decía: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios» . Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: «La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!». Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: «¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!».
«Círculo virtuoso» entre el altar y el confesionario
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento.
En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística.
Supo iniciar así un círculo virtuoso . Con su prolongado estar ante el sagrario en la iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesionario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en «el gran hospital de las almas». […]
Asimilar en sí el «nuevo estilo de vida» que el Señor Jesús inauguró
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico.
Pablo VI ha observado oportunamente: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio» . Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: «¿Estamos realmente impregnados por la Palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?».
Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el «nuevo estilo de vida» que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.
Los tres consejos evangélicos, necesarios también para los presbíteros
La identificación sin reservas con este «nuevo estilo de vida» caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia , publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de San Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: «Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana».
El Cura de Ars supo vivir los «consejos evangélicos» de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la «Providence» , sus familias más necesitadas. Por eso «era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo» . Y explicaba: «Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada» . Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: «Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros». Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: «¡No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera!».
También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que «la castidad brillaba en su mirada», y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.
También la obediencia de San Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse «a llorar su pobre vida, en soledad» . Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: «No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido». Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: «Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios».
Saber acoger a los Movimientos Eclesiales y las nuevas Comunidades
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos Eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. » «El Espíritu es multiforme en sus dones. […] Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas […]; Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo».
A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis : «Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño. Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas «puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo».
«Forma comunitaria» del ministerio ordenado
Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria» y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio. […]
«Yo he vencido al mundo»
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre.
A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). La Fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro.
Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.
(Papa Benedicto XVI – Extractos de la Carta para la Convocación del Año Sacerdotal, 16/6/2009)
(Revista Heraldos del Evangelio, Agosto/2009, n. 92, p. 6 a 9)
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