Redacción (Viernes, 17-08-2012, Gaudium Press) Sea en el oro y en la plata, en los suntuosos palacios o en las ropas agradables, en los tronos tan codiciados por el dominio de las naciones o hasta en los banquetes y mesas abundantes, el ser humano siempre busca saciar en sí la sed que posee del infinito. Esta sed le asalta ya en la infancia y no disminuye a medida que él crece, entra en la vida, se relaciona con el medio social; no disminuye ni siquiera cuando se pone a soñar con futuros emprendimientos o se entrega a diversiones para distraerse de lo cotidiano. Al contrario, ella aumenta, le consume, le domina, es la necesidad de algo que le complete, algo al cual él se una de tal forma que sea uno, que le venga al encuentro y le arranque de este naufragio interno en el cual sigue día tras día más sumergido.
Esta señora del corazón de los hombres, que conduce sus pasos a la búsqueda de lo Absoluto, y que direccionó los pueblos a las grandezas de pasados perennes y estructurados o arruinó los imperios más sólidos de la antigüedad, es la sed de Dios, de lo divino, es la sed que posee toda criatura, enteramente indisociable del Creador.
Por eso, colocar la mirada sobre la historia universal es analizar cómo los pueblos se comportaron en relación a esta sed, cómo a ella correspondieron, cómo buscaron suplirla, estando delante de la terrible y al mismo tiempo admirable realidad de no poder olvidarla. De mil modos intentaron reprimirla; en los tiempos más dispares y en las culturas más diversificadas se empeñaron en crear ritos, gastaron la inteligencia de sus sabios en la formulación de creencias, mitos y religiones, tentativas grotescas y cuántas veces abominables para cualquier mente equilibrada. Dentro de este mar de paganismo y gentilidad, sin negar aquí las contribuciones culturales y científicas de cada uno en particular, es entretanto, primordial resaltar que una raza escogida trajo al mundo diez preceptos que aniquilaron esta sensación voraz: el decálogo. Esta secuencia de normas morales dispuestas de manera jerárquica nada más es que la elevación de un principio «mayor» que arrastra atrás de sí un brillante cortejo que de él sigue: amar a Dios sobre todas las cosas.
¡Ah! Si los hombres amasen a Dios y a Él sirviesen temprano, esta vida conturbada por los crímenes y el caos se transformaría en el paraíso deseado por los inocentes, materializado por los pintores más sutiles y metafísicos, y cantado en las poesías de memorables compositores. No fue en vano que Aquel que es capaz de enseñar al más escolarizado de los doctores respondió a alguien que le preguntara cuál era el mayor mandamiento: «Oye, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma, todo tu espíritu y todas tus fuerzas» (Mc 12, 29-30). Con este precepto todo se organiza, todo se ordena, todo entra en sus verdaderos ejes, y el hombre encuentra al final lo que siglos de una minuciosa búsqueda no le dieron, la felicidad. La felicidad tan buscada, «¿no es justamente aquello que todos quieren, no habiendo nadie que no la quiera? ¿Dónde la conocieron para así desearla? ¿Dónde la vieron para amarla tanto? […] Cuando te busco, oh mi Dios, busco la felicidad de la vida. Te buscaré para que mi alma viva» [1].
La felicidad a las puertas de cualquier cristiano
Enseña el Magisterio de la Iglesia que alcanzar la felicidad es cumplir con la finalidad propia, y es precisamente por este motivo que el amor de Dios la trae, porque él es la llave para alcanzar la santificación, fin de toda criatura racional.
Por otro lado, este mandamiento eximiamente practicado no es un privilegio exclusivo de los santos o las almas perfectas, sino está al alcance de cualquier cristiano que se apoye en la gracia. La delicada Santa Teresita del niño Jesús pudo con audacia desear los más osados actos de amor: «Quisiera, como Tú, mi adorado Esposo, ser flagelada y crucificada… Como San Bartolomé, quisiera morir esfolada, […] y como Juana de Arco, mi querida hermana, quisiera sobre la hoguera murmurar tu nombre, Oh Jesús», porque conocía su debilidad y no depositaba en los propios esfuerzos el éxito de sus actos: «¡Oh mi Jesús! ¿Qué responderéis a todas estas mis locuras?… ¿Habrá alma más pequeñita, más impotente que la mía?». [2]
Como certifican los ejemplos de los santos, practicar el primer mandamiento es adorar al verdadero y único Dios por acciones diversas aliadas a una pura intención de agradarlo; tales acciones los teólogos exponen clara y sintéticamente: la devoción, la oración y la adoración por cualquier laico, el sacrificio y las ofrendas y oblaciones por los ministros.
La devoción
La devoción es la prontitud de la voluntad para entregarse a las cosas que pertenecen al servicio de Dios. Ella es el acto principal de la virtud de la religión, que se refiere al culto de Dios, y puede también provenir de la caridad, desde que quien la practique desee alcanzar la entera unión con Él. Ella es la entrega y consagración total al Creador, fruto de una meditación o contemplación de su bondad infinita o de la propia gracia divina. No puede, con todo, confundirse con las oraciones y ceremonias interminables de devotos falsos y escrupulosos. Debe ser vista como un acto de amor fervoroso contrario a la acedia o pereza espiritual, y tanto más obligatorio cuanto más esta última se hace presente [3]. Entrar a una confraternidad o asociación católica con fines de caridad es un buen ejercicio público y común de devoción [4].
La oración
A pesar de poder ser usada en diversos sentidos, la noción teológica más aceptada de la palabra oración es la elevación de la mente a Dios para alabarlo y pedirle cosas convenientes para la eterna salvación [5]. La oración como alabanza es de gran mérito y agrada mucho a Dios. Sin embargo, pedir con piedad y perseverancia cosas para sí o para el prójimo también constituye importante medio de santificación, sin resaltar que todo adulto es obligado a hacerlo si desea llegar al cielo, una vez que «sin el auxilio de la gracia, nada bueno podemos hacer: ‘Sin mí, nada podéis hacer’ (Jn 15, 5)» [6].
No hay nada que se pida a Dios de acuerdo con la salvación eterna que Él no conceda, pues no puede actuar contra sus propias promesas: «Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Golpead y os será abierto. Porque todo aquel que pide, recibe. Quien busca, halla. A quien golpee, se le abrirá» (Mt 7,7-9). Es claro que pedir cosas temporales, tales como salud, bienestar, riquezas, únicamente para el gozo de esta vida, sin la perspectiva de la vida futura, no está conforme su voluntad, y sería un castigo tremendo que estas preces fuesen atendidas. Entretanto, el propio San Juan Bosco no dudó en pedir la cura de un senador que estaba prestes a morir, habiendo el moribundo prometido dos mil liras mensuales para la iglesia de Valdoco caso sanase. Y pasados tres días allá estaba el hombre pagando la primera parte de su deuda [7].
Hay diversos modos de oración: la pública o la que se realiza en nombre de la Iglesia y con las fórmulas de la liturgia oficial, como hace el sacerdote; y la privada o la que realiza el simple fiel, solo o acompañado de otras personas [8]. La sagrada tradición siempre aconsejó en los labios de los pontífices la recitación del rosario como una valiosa oración y poderoso medio de santificación: «El Rosario, lentamente recitado y meditado -en familia, en comunidad, personalmente- os hará penetrar poco a poco en los sentimientos de Jesucristo y de su Madre, evocando todos los acontecimientos que son la clave de nuestra salvación» [9].
La oración se clasifica también por vocal, o sea, manifestando a Dios la devoción interior a través del lenguaje hablado; y por último, la mental, que se realiza solamente con los actos interiores de la inteligencia y la voluntad. Puede además distinguirse por la intención con la cual es hecha, siendo llamada latréutica cuando se quiere reconocer la divina excelencia de Dios y le muestra sumisión, eucarística cuando la intención es la de dar gracias por los beneficios recibidos, deprecatoria cuando se pide nuevas misericordias, y propiciatoria cuando se desea la remisión de los pecados y las penas correspondientes [10].
La adoración
La adoración es el acto por el cual se testimonia la honra y la reverencia merecida por la excelencia infinita de Dios y la completa sumisión a Él. Puede ser de carácter interno, el reconocimiento de la soberanía de Dios por la inteligencia y la sumisión de la voluntad a Él; o externo, estos mismos actos hechos públicamente. Los principales son: el sacrificio, la genuflexión, la inclinación, la postración y la elevación de las manos. Es también un bello acto de adoración visitar al Santísimo sacramento, pues como advierte San Pedro Julián Eymard: «El Dios de la Eucaristía está sobre su trono de amor para ser el centro único de todas nuestras adoraciones y nuestros corazones» [11].
La adoración en su sentido absoluto solo puede ser ofrecida a Dios y a Nuestro Señor Jesucristo, lo que se llama latría. Relativamente se puede ofrecer también a las imágenes de Cristo, a la Santa Cruz, en las auténticas partículas del Santo Leño, y en las demás reliquias de la sagrada pasión. Los demás cultos no son denominados adoración, sino veneración, y se dividen en «dulía», o sea, el culto prestado a los santos y ángeles como siervos de Dios en el orden sobrenatural – teniendo prominencia entre ellos el del Patriarca San José (protodulía) – e hiperdulía, el culto prestado a la Virgen María por su dignidad excelsa de Madre de Dios que la coloca por encima de todos los ángeles y santos [12].
Por Ítalo Santana Nascimento
(El Lunes: Sacrificios, ofrendas y oblaciones – Una cuestión de gratitud)
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[1] SANTO AGOSTINHO. Confissões. Tradução de Maria Luíza Jardim Amarante 18. e.d. São Paulo: Paulus, 2005. p. 288.
[2] SANTA TEREZINHA. História de uma alma: manuscritos autobiográficos. 25. ed. São Paulo: Paulus, 2007.
[3] MARIN, Antonio Royo. Teología Moral para Seglares: Moral fundamental y especial. Vol. I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.
[4] SÃO FRANCISCO DE SALES. Filotéia. Tradução de Frei João José P. De Castro. Vozes: Petrópolis, 2004.
[5] MARIN, Antonio Royo. Teología Moral para Seglares: Moral fundamental y especial. Vol. I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.
[6] SANTO AFONSO MARIA DE LIGÒRIO. A oração: o grande meio para alcaçarmos de Deus a salvação e todas as graças que desejamos. Aparecida: Santuário, 2007. p. 18.
[7] BOSCO, Terésio. Dom Bosco: uma biografia nova. Tradução de Hilário Passero. 6. ed. São Paulo: Salesiana, 2002.
[8] MARIN, Antonio Royo. Teología Moral para Seglares: Moral fundamental y especial. Vol. I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.
[9] JOÃO PAULO II. Alocução de 06 de maio de 1980.
[10] MARIN, Antonio Royo. Teología Moral para Seglares: Moral fundamental y especial. Vol. I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.
[11] SÃO PEDRO JULIÃO EYMAR. Flores da Eucaristia. 2. ed. São Paulo: Palavra e Prece, 2005. p. 351.
[12] MARIN, Antonio Royo. Teología Moral para Seglares: Moral fundamental y especial. Vol. I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.
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