Redacción (Jueves, 23-08-2012, Gaudium Press) Entre las eficaces y magníficas formas en que Dios se comunica, hay una que particularmente nos atrae: es la palabra divina dirigida a los hombres a través de varones providenciales en el trascurso de las diversas eras históricas; que además va acompañada por un ejemplo de vida recta y justa. Para delinear mejor ese manifestarse del Padre-Celeste, tomemos un profeta del antiguo testamento: Ezequiel.
Ezequiel, el profeta de las analogías, surge en una época terrible para el pueblo judío: el exilio de Babilonia. Las añoranzas de Jerusalén y el deseo de recuperar la vida que llevaba en la Ciudad Santa lo mantenían en una completa melancolía. «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos llorando, con saudades de Sión. En los sauces por allí colgábamos nuestras arpas» (Si 136, 1-2).
A cada día, se cumplían los terribles oráculos en otro tiempo lanzados por el profeta Jeremías. ¿Qué esperanza restaba a los judíos?
En el trigésimo año del reinado de Joaquín, rey de Israel, en el día quinto del cuarto mes, estando los deportados en las márgenes del río Quebar, la palabra del Señor es dirigida a un levita que compartía junto con sus hermanos la suerte del exilio. Precedido por un terrible huracán, aparecen cuatro seres vivos, sosteniendo una enorme plataforma y, encima, un trono esplendoroso. La gloria del Señor se manifestó en medio de ellos y, entretanto, solo a uno fue permitido ver tan alto misterio.
Ilustre sacerdote de la orden de Melquisedec, Ezequiel es investido por Dios con una altísima misión profética. Para ponerla en práctica, Dios le dio una fuerza extraordinaria y sacó de su alma todo y cualquier medo, como certifica el siguiente trecho de su libro: «Tornaré tu semblante tan endurecido cuanto el de ellos; voy a dar a tu rosto la rigidez del diamante, que es más resistente que la roca. No los temas, pues, y no te dejes amedrentar por causa de ellos, pues son una raza de recalcitrantes» (Ez 3, 8-9).
Ezequiel rompió definitivamente con el pasado, llamando al pueblo de Israel a hacer lo mismo. ¡Qué coraje y qué valentía tuvo este varón para animar a un pueblo entero! Debía, como su nombre indica, confortar a los desterrados de Jerusalén, atestiguando, a pesar de todo indicar lo contrario, que Dios había hecho una nueva alianza con ellos: «Yo os retiraré del medio de las naciones, yo os reuniré de todos los lugares y os conduciré a vuestro suelo. Derramaré sobre vosotros aguas puras, que os purificarán de todas vuestras inmundicias y de todas vuestras abominaciones. Os daré un corazón nuevo y en vosotros pondré un espíritu nuevo; os sacaré del pecho el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.» (Ez 36,24-26)
En cierto sentido, su misión fue más dura que la de Jeremías, por no contar más con el privilegio de profetizar en el Templo. De la «Ciudad de Dios, la más santa Morada del Altísimo» (Sl 46, 5) no sobraba más que escombros y cenizas. Su campo de acción tuvo que ser la plaza pública, en medio de los idólatras y los incircuncisos.
Entre sus revelaciones, la visión del Templo (Cf Ez 43, 5) fue una de las más importantes por tratarse de una prefigura de la Iglesia. La gloria del Señor se había retirado de la ciudad en ruinas porque no podía brillar junto con el fraude y la idolatría. La construcción de un nuevo Templo, esta vez en lo alto de la montaña, la protegería del contacto con lo profano.
Gracias a su predicación, los deportados comprendieron la gravedad de su pecado y el justo castigo que Dios les imponía.
Ezequiel murió antes de ver su ideal realizado, pero sus profecías fueron cumplidas: en breve Dios vendría en medio de ellos y habitaría en su Santuario para siempre.
Por Julieta Neves
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