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"Toma y lee"

Redacción (Viernes, 31-08-2012, Gaudium Press) Al recorrer la historia de los santos, encontramos algunas almas «a quienes el Señor acarició desde la cuna hasta la sepultura, retirando de su camino todos los obstáculos que las impidiese elevarse hasta Él sin manchar sus vestiduras bautismales» 1, y otras maculadas, que al recibir favores tan extraordinarios de Dios se convierten y caminan la vía de la penitencia, tornándose modelos de santidad.

Entre esas almas encontramos al gran San Agustín.

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San Agustín

Se llamaba Aurelio Agustín y vivió la mayor parte de su vida en Tagaste, norte de África. Heredó de su madre toda ternura e inclinación hacia la contemplación, pero, infelizmente, no dejó de poseer el temperamento fuerte de su padre Patricio, entregándose a una vida pecaminosa.

Todavía joven, ambicionando una gran carrera, se dirigió a Cartago para estudiar en famosas academias. A los veinte años se interesó por el maniqueísmo y adoptó esa forma de pensamiento para justificar su vida moral cómoda y relativista. En ese período, tuvo un hijo llamado Adeodato.

Frustrado por las desilusiones, y a pesar de estar «envuelto en la oscuridad de la carne» 2, Agustín se sintió impulsado por la búsqueda de la verdad. Y para atender esa aspiración, abandonó el maniqueísmo y se adhirió al neoplatonismo que, lejos de poseer lo que él tanto buscaba, consistía en una nueva interpretación de la doctrina de Platón, bajo un prisma religioso.

Entretanto, su virtuosa madre, Santa Mónica, rezaba y pedía a Dios por la conversión de su hijo. Tal era su preocupación por la salvación eterna de él, que afligida buscó a un obispo, a fin de que éste intercediese por la conversión de Agustín. Después de innúmeras insistencias, el obispo le dice: «Vaya tranquila, pues es imposible que perezca un hijo tan llorado».

Al enterarse de la intención de Agustín de viajar a Roma, Santa Mónica corrió al puerto a fin de acompañarlo. Sin embargo, su hijo la engañó y partió escondido en aquella misma noche.

Con todo, la Providencia no lo abandonó y, en Milán, él conoció al obispo Ambrosio. Debido a su retórica, Agustín pasó a ir a las misas por él celebradas a fin de escuchar sus predicaciones que tanto lo deleitaban. Su admiración por el prelado era tal, que Agustín permanecía horas en su gabinete, observándolo al preparar sus sermones. Así, de a poco, el ejemplo y las enseñanzas de San Ambrosio fueron penetrando en su alma, transformándolo.

Mientras, Santa Mónica no cesaba de rezar y llorar por el alma de su hijo, pidiendo a Dios por su conversión y fue reconfortada por un sueño:

Se vio en un bosque, llorando por la pérdida espiritual de su hijo, cuando se acercó a ella un personaje luminoso y resplandeciente, que le dijo: «Tu hijo volverá a ti».

Este sueño, reforzando en su espíritu las alentadoras palabras del obispo, le dio gran ánimo en la lucha sin treguas por la conversión del hijo.

Deseosa de encontrar a su hijo, partió a Roma. Cuando allá llegó, supo que Agustín abandonara la filosofía de los maniqueos. Confiada, Santa Mónica presintió que su total conversión estaba próxima.

Entretanto, «el espíritu está listo, pero la carne es débil» (Mt 14,38). Agustín no tenía fuerzas suficientes para abandonar los vicios a los cuales se había entregado y no cesaba de exclamar: «¿Y tú Señor, hasta cuándo? ¿Hasta cuándo continuarás irritado? ¡No te acuerdes de nuestras culpas pasadas! ¿Por cuánto tiempo, por cuánto tiempo diré todavía: mañana, mañana? ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no poner fin ahora a mi indignidad? 3»

Así, aún indeciso sobre cuál rumbo tomar en su vida, si debería o no entregarse totalmente a la fe cristiana, la Providencia intervino, enviándole las gracias necesarias para dar los pasos en vista a su completa conversión. Estando en el jardín de su casa, de repente, oyó cánticos de niño que decían: «toma y lee, toma y lee». Juzgando ser una señal divina, tomó el libro de las Epístolas de San Pablo y lo abrió y leyó: «No en orgías y borracheras, ni en el desenfreno y libertinaje, ni en las riñas y celos. Sino revestíos del Señor Jesucristo y no busques satisfacer los deseos de la carne» (Rm 13, 13). No fue necesario continuar leyendo… En este momento sintió una luz penetrar en todas las tinieblas y dudas de su corazón.

2.jpgConvertido y exultante, fue anunciar a su madre el hecho ocurrido, dejándola radiante de alegría como menciona en su libro «Confesiones» (VIII-12): «Ella se alegra. Le contamos como el caso sucedió. Exulta y triunfa, bendiciéndote, señor, ‘que sois poderoso para hacer todas las cosas más superabundantemente de lo que pedimos o entendemos’. Os bendecía porque veía que, en mí, le habías concedido mucho más de lo que ella acostumbraba pedir, con tristes y lastimosos gemidos».

Agustín hizo un retiro y fue bautizado por San Ambrosio. En un arranque de fervor, «según la tradición, terminada la ceremonia del Bautismo, San Ambrosio exclamó: ‘¡Te Deum laudamus!’ y San Agustín agregó: ‘¡Te Dominum confitemur!’; y así, alternando sus frases uno y otro, entre los dos improvisaron en aquella ocasión los conceptos y palabras que componen el cántico litúrgico del ‘Te Deum'» 4.

Después de ser bautizado, Agustín decidió volver a Tagaste con su madre. Al llegar a Óstia, debido al mal tiempo, no pudieron embarcar en seguida. En este día, entraron en éxtasis durante un coloquio sobrenatural y, al final de éste, Mónica reveló a Agustín que no poseía más deseo de vivir.

«Mi hijo, nada más me atrae en esta vida; no sé lo que estoy haciendo todavía aquí, ni porqué aún estoy aquí. Ya se acabó toda esperanza terrenal. Por un solo motivo deseaba prolongar mi vida en esta tierra: verte católico antes de morir» 5. Pocos días después de ese episodio, Santa Mónica enfermó gravemente y falleció antes de regresar a Tagaste.

San Agustín, determinado a llevar una vida cristiana, volvió a su tierra natal donde hizo penitencia y se puso a escribir libros y transmitir sus conocimientos a otros. Su reputación se esparció rápidamente y, en poco tiempo, le hicieron obispo de Hipona.

Un poco antes de su muerte, pidió que escribiesen en la pared de su cuarto, en tamaño grande, los siete salmos penitenciales, los cuales recitaba todos los días en su lecho con mucha lucidez. Entró a la morada celestial a los 77 años.

Así, se dio la conversión de un alma que, después de una vida libertina, alcanzó la más excelsa virtud, entregándose con tal radicalidad a las vías de la perfección, que se tornó una de las mayores riquezas de la Iglesia con sus escritos y enseñanzas.

Por Thaynara Ramos Siedlarczyk

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1 SANTA TERESINHA, História de uma alma. 20.ed. São Paulo Paulus,1979. p.26

2 SGARVOSSA, Mário; GIOVANNINI, Luigi. Um santo para cada dia. 4.ed.Roma Paulus, 1978. p. 272-273

3 SANTO AGOSTINHO, Confissões; Edições Paulinas, 2º edição – 1986, São Paulo. Pág.213

4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santo Agostinho, farol de sabedoria e de amor a Deus. In: Dr Plinio, São Paulo: Retornarei, n. 89, ago. 2005. p. 26.

5 SANTO AGOSTINHO, Confissões; Edições Paulinas, 2º edição – 1986, São Paulo. Pág.239.

 

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