Redacción (Viernes, 31-08-2012, Gaudium Press)
En aquel tiempo, 1 Jesús se dirigió a su ciudad, Nazaret, y lo seguían sus discípulos. 2 Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? 3 ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de Él. 4 Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». 5 No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. 6 Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando (Mc 6, 1-6). I – El profeta, hombre que remece las conciencias
Al crearnos, Dios tenía en mente nuestra participación en su felicidad eterna. Y, a este propósito, no nos abandona en ningún momento, siempre está velando por todos como si cada uno fuese su único hijo. Las atenciones de una celosa madre hacia su niño, por ejemplo, que nos conmueven a todos, no pasan de un hermoso aunque pálido símbolo del amor divino.
Así, creados para una eternidad bienaventurada, tenemos grabada en nuestra alma la Ley Natural -que nos manda hacer el bien y evitar el mal- y estamos a la búsqueda constante de Dios, como las plantas que mediante el heliotropismo procuran siempre la luz del Sol. Para auxiliarnos en este «teotropismo», Dios nos estimula a través de una persona o de alguna circunstancia a buscarlo con más celo y amor. Ése es el papel que los profetas desempeñaron desde la Antigua Ley.
«Jesús predica en la sinagoga» – Sinagoga de Nazaret (Israel) |
La voz del profeta, auxilio de Dios para lograr nuestra finalidad
La noción habitual de lo que es un profeta se limita a la de una persona con capacidad para predecir el futuro. No obstante, aunque ése sea a menudo uno de sus rasgos característicos, es muy importante señalar que no es el principal ni constituye la esencia de su misión. La principal tarea encomendada al profeta consiste en ser el guía del pueblo de Dios, indicándole el camino de la salvación.
Históricamente, al haber sido infiel a su misión casi toda la clase sacerdotal, «fue precisa la irrupción en la sociedad israelita de estos colosos de la espiritualidad llamados profetas -procedentes en su mayoría del elemento seglar de la nación- para sanear religiosamente a Israel. […] Los valores espirituales de la Ley adquieren entonces su verdadero relieve, y fue tal la altura moral de la predicación profética, que sólo fue superada por el ideal evangélico».1
Es lo que vemos en la primera lectura de este domingo: Dios envía a Ezequiel como profeta para alertar a esos hombres ensoberbecidos y de corazón empedernido que se desviaron del camino recto: «Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado. Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos» (cf. Ez 2, 3-5).
Es decir, Israel se había rebelado contra Dios. Y en vez de castigo, por misericordia, un profeta es enviado a ese pueblo, un portavoz que les transmite la voluntad divina advirtiéndoles contra los desvíos cometidos y llamando a la penitencia. Por eso, los israelitas no podrán alegar el atenuante del desconocimiento, de la inadvertencia, pues «hubo un profeta en medio de ellos».
Ante el profeta, sumisión o rebelión
«Profeta Abdías» – por Aleijadinho, Congonhas do Campo (Brasil) |
Nos enseña la doctrina católica que por el Bautismo todos participamos del sacerdocio de Cristo y de su misión profética y regia.2 Así, como bautizados, somos profetas ante la sociedad, porque mediante el ejemplo de vida debemos dar testimonio de la verdadera fe, señalando el camino de la salvación eterna y, si fuera preciso, alertando contra los errores. Si esto se aplica a cualquier fiel laico, el sacerdote que habla desde el púlpito, recordando las verdades eternas, ejerce con mayor razón una misión profética.
Ahora bien, al igual que en muchas ocasiones a causa de nuestras miserias no somos dóciles a la voz de la conciencia -que actúa en nuestro interior como un profeta que nos recuerda nuestras obligaciones- y creamos sofismas para sofocarla, también puede ser que nos irritemos contra el que ejerce hacia nosotros un papel profético y nos increpa justamente. Pues, a menos que haya una gracia, la tendencia general del hombre al ser amonestado es la rebelión interior.
Es lo que ocurre cuando al oír un sermón o hacer una lectura espiritual sentimos el aguijón de la conciencia contra algún vicio o defecto y, por apego a éste, no queremos dar oídos ni asentimiento a la voz de la gracia.
Esta triste situación de alma, más común de lo que pudiera pensarse, encuentra su arquetipo en el Evangelio recogido por la Liturgia de este domingo: el Profeta por excelencia, Jesucristo, que vino a anunciar la Buena Nueva e indicar el Camino que es Él mismo, «que ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten» y es «signo de contradicción» para que «se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (cf. Lc 2, 34-35).
II – Reacción del espíritu humano ante la superioridad
En aquel tiempo, 1 Jesús se dirigió a su ciudad, Nazaret, y lo seguían sus discípulos. 2a Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga;
El Señor vivió en Nazaret alrededor de treinta años, desde su regreso de Egipto, tras la muerte de Herodes (cf. Mt 2, 15.23), hasta el comienzo de su vida pública con el Bautismo en el Jordán (cf. Mt 3, 13-17). En esa ciudad nunca se había manifestado como Dios, sólo como el hijo de José y de María; por lo tanto, lo consideraban una persona común.
En determinado momento desaparece y a esa Nazaret únicamente llegan los ecos de sus grandiosos milagros. Galilea ciertamente se encontraba en alboroto por las repercusiones relativas a los hechos de Jesús, como la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la hemorroísa, realizadas no hacía mucho conforme lo relata San Marcos (5, 22-42), y otras tantas acciones extraordinarias. Y también debieron oír hablar de las maravillosas doctrinas inéditas predicadas por el divino Maestro, así como las encantadoras parábolas que tanto entusiasmaban a los hombres de buena fe.
Sin embargo, podemos suponer que, por una parte, el escepticismo era una reacción bastante común ante esos relatos, pues a la naturaleza humana le cuesta creer en lo excepcional cuando se relaciona con alguien que forma parte de nuestra vida diaria. Pero, por otra parte, los habitantes de Nazaret de alguna manera se sentían orgullosos, porque su pequeña ciudad iba adquiriendo fama en virtud del Nazareno. En estas circunstancias, llega Jesús a su tierra. Podemos imaginar el revuelo que se armaría al verlo entrar en la sinagoga, donde nunca había predicado, y empezar a comentar la Escritura de un modo jamás oído.
Admiración, primer movimiento ante la superioridad
2b …la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
Sinagoga de Nazaret (Israel) – Edificación medieval construida en el mismo lugar donde Jesús predicó |
San Lucas añade importantes pormenores relacionados con este episodio. Al ser invitado a hablar, Jesús abrió el libro del profeta Isaías donde está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres». Y a continuación Jesús afirma: «Hoy se ha cumplido la Escritura que acabáis de oír». Y el evangelista concluye: «Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de sus palabras de gracia que salían de su boca» (cf. Lc 4, 18-22).
La primera reacción, por lo tanto, fue de admiración general; tan ricas, densas y originales debían haber sido las palabras pronunciadas por el Salvador, ciertamente no registradas en su totalidad por el evangelista. De hecho, es éste el primer movimiento de cualquier criatura humana en sus relaciones sociales cuando encuentra a alguien que destaca a justo título. Pero a continuación, en razón del instinto de sociabilidad que nos impele a entrar en contacto con los demás, la inevitable tendencia natural es la comparación: «¿Sería yo también capaz de realizar lo mismo?». El contenido afirmativo o negativo de la respuesta determinará como consecuencia inmediata una reacción interna de alegría o de tristeza.
En caso afirmativo, nos pondremos contentos al juzgarnos aptos para igualar, o incluso superar, al otro. Y podemos adoptar dos actitudes: una buena, la de comprender que se trata de un don gratuito de Dios -pues el Espíritu Santo reparte sus dones «a cada uno en particular como Él quiere» (1 Co 12, 11)-, y tenemos el deber de usarlo para ayudar a los demás en su santificación, como enseña el Apóstol: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7); y otra mala, de orgullo, despreciando el mérito de los demás.
En caso negativo, sentiremos tristeza al constatar nuestra inferioridad. Y aquí también son posibles dos actitudes. La primera, buena, consiste en pasar por alto esa instintiva tristeza y admirar la cualidad ajena, encantándonos con su superioridad. La segunda, mala, tener cierto resentimiento, consecuencia de la envidia ante el mérito del otro.
Las dos actitudes buenas nos traen paz de alma, ya que favorecen reconocer la grandeza del Creador a través de sus reflejos en las personas. Así procede el que se habitúa a considerar los aspectos de la vida cotidiana elevándose a partir de ellos a superiores pensamientos. Son los que, en el paso siguiente a la admiración, siempre están dispuestos a alabar, estimar y servir aquello que es bueno, verdadero y bello. Ahora bien, dada la naturaleza caída, sin el auxilio de la gracia, las reacciones posteriores a la comparación son, de ordinario, ruines. Un ejemplo arquetípico de esto lo encontramos en los versículos siguientes, en los que el evangelista resume la reacción de los nazarenos ante la predicación de Jesús.
La consecuencia del egoísmo
2c «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? 3 ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de Él.
En la ciudad de Nazaret, a excepción de la Virgen María, probablemente no hubo nadie que tomara la correcta actitud de admirar la superioridad de Jesús. Tras la primera reacción buena, pasaron a considerar sólo los aspectos humanos, y pronto surgieron las dudas de mala fe, seguidas de la envidia.
«El taller de Nazaret», por Juan del Castillo – Museo de Bellas Artes, Sevilla (España) |
Unos se preguntaban de dónde vendría tanto conocimiento, puesto que el predicador no había estudiado con ninguno de los conocidos maestros de la comarca. Incluso algunos de éstos podrían estar presentes en la sinagoga en ese momento y considerar intolerable que Jesús les superase en el saber, precisamente a ellos que tanto habían estudiado.
Y tal vez se preguntaban qué artimañas empleaba aquel joven maestro para adquirir tan grandes conocimientos en tan corto espacio de tiempo.
Se mezclaba la envidia con algo de falta de fe, al querer juzgar las cosas por las primeras apariencias.
No supieron ir más allá de la figura del hijo de un carpintero que había vivido tantos años allí ejerciendo un trabajo artesanal, en una situación completamente normal, y que de repente surge como sabio, taumaturgo y exorcista.
A su vez, no podían negar que eran verdaderos los retumbantes milagros atribuidos al Redentor, pero por su ceguera espiritual preferían cerrar los ojos a una realidad superior y refugiarse en una explicación natural, que no les reclamaba un cambio de vida.
Así, «se escandalizaban a cuenta de Él». La consecuencia necesaria de la falta de amor y de la envidia es el desprecio. San Basilio reprende con severidad ese defecto de alma: «Es la envidia un género de odio el más fiero, porque los beneficios amansan a los que por otra causa son enemigos nuestros; pero el bien que se hace al envidioso le irrita más; y cuanto más recibe, tanto más se indigna, se entristece y se exacerba.
Porque la desazón que tiene por el poder del bienhechor, es mayor que el agradecimiento por los bienes que de él recibe […] Los perros se hacen mansos, si se les da de comer; si se cuida a los leones, se domestican; pero los envidiosos se enfurecen más con los beneficios».3
El peligro de no ver lo sublime
4 Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
Anteriormente San Marcos había relatado que algunos parientes de Jesús estaban avergonzados de Él, hasta el punto de que en cierta ocasión fueron a buscarlo «para llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí» (Mc 3, 21). En la asamblea, sin duda, se encontraban varios de sus familiares, máxime si se considera lo pequeña que era la localidad. Y quizá se compararían ellos mismos con Jesús, imaginándose ser semejantes a Él a causa de la consanguinidad. Al constatar, no obstante, su evidente inferioridad nacía el deseo de destruir el bien visto en el otro, juzgando que éste les hacía sombra. Tal es la naturaleza humana que, por lo general, el individuo no tiene envidia de un desconocido, sino de un amigo, de aquel con el que convive.
Por eso, a semejanza del Señor, quien abraza el camino de la virtud puede ser muy bien considerado en determinados ambientes, pero no siempre lo será entre sus íntimos.
La divinidad de Jesús debía resplandecer
Assueta vilescunt – la rutina puede acabar envileciendo incluso las cosas más grandiosas. Ahora bien, Jesús, Dios y Hombre verdadero, se encontraba donde había vivido durante tanto tiempo como una persona común, deseoso de hacer el bien a sus más cercanos.
Con todo, no podemos creer que la convivencia con Él no hubiera dado lugar a que resplandeciera algo inusual en innumerables ocasiones. En virtud de la íntima unión entre la naturaleza humana y la divina en Cristo, bajo el velo de su perfectísima humanidad debía traslucir con frecuencia de alguna forma la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, sobrepasando por completo cualquier capacidad humana de perfección, de modo que quedase patente que se trataba de un ente completamente fuera de lo común. «Mientras que la naturaleza, en su cuerpo purísimo, evolucionaba poco a poco hacia su plenitud, ‘la sabiduría divina llenaba su santa alma y la gracia agotaba todos sus dones’. […] Atemperaba las manifestaciones exteriores de sus perfecciones ocultas, como el árbol joven que desarrolla de forma gradual sus yemas, hojas y flores antes de producir su fruto; como el sol que, tras haber clareado ligeramente el horizonte, lo colorea con los rojizos crecientes de la aurora antes de inundar el espacio con sus rayos victoriosos y de mostrar su rostro resplandeciente», 4 comenta Monsabré.
Jesús debía ser la perfección en los gestos, en las actitudes e incluso en el andar. ¿Y qué decir de su incomparable voz? La belleza de su alma se refleja maravillosamente en su rostro y, sobre todo, en su mirada. Dotado de todas las cualidades humanas posibles, era bello, noble y distinguido en el más alto grado. Todo en Él trasparecía una misteriosa e inefable superioridad.
Por qué no vieron: egoísmo y mediocridad
Sin embargo, cuando fue a anunciar la salvación a sus parientes y conocidos, éstos no creyeron.
Vemos en ello cómo es terrible esa tendencia de la naturaleza humana de juzgar las cosas por sus apariencias y de no aceptar lo que es superior. Esta ceguera espiritual es fruto de la mediocridad. El mediocre nunca reconoce los valores que no le conciernen; es archiegoísta. Y todo egoísta es mediocre, porque son defectos recíprocos e inseparables. La mediocridad lleva al individuo a no querer prestar atención a nada que pudiera ser superior a él. Y luego a intentar denigrarlo. Por eso, con la intención de humillarlo, los nazarenos llaman a Jesús «el carpintero». No hay ninguna referencia a San José porque, según algunos comentaristas, debía haber fallecido.
La admiración justifica
Detalle de «Jesús ante Caifás», por Maestro de Rubió Museo Episcopal de Vic (España) |
Muy diferente hubiera sido la historia del inicio de la Iglesia si los nazarenos hubiesen admirado y seguido al Señor.
El papel de la admiración y del amor es resaltado por Santo Tomás cuando afirma que quien orienta su vida, incluso el no bautizado, según su verdadero fin, amando un bien honesto más que a sí mismo, obtiene por la gracia la remisión del pecado original.5 Y sobre este particular comenta Garrigou-Lagrange: «Está justificado por el bautismo de deseo, porque ese amor, que es ya el amor eficaz de Dios, no es posible en el estado actual de la humanidad sin la gracia regeneradora».6 Podríamos entonces invertir la afirmación del Doctor Angélico y decir que cuando una persona se ama a sí misma más que a un bien, se vuelve mediocre y egoísta y, por lo tanto, se abre a toda forma de mal, pasando a ser ciega de Dios. Al igual que se une a Dios el que ama un bien superior más que a sí mismo, quien se ama a sí mismo sobre todas las cosas y más que a Dios, se vincula al demonio.
Así que, en ese sentido, el límite que separa el Cielo del infierno se traza con una palabra: admiración. La admiración a algo superior me acerca al Cielo; y la admiración a mí mismo, al infierno.
Las consecuencias de la ceguera de Dios
5a No pudo hacer allí ningún milagro,
El evangelista se muestra muy cuidadoso al precisar en este versículo que Jesús no se negó a hacer milagros, sino que «no pudo», es decir, no existían las condiciones para hacerlos. Él, cuya simple sombra o manto había curado tantas veces, no obró ningún milagro en Nazaret. O hizo pocos, como lo relata San Mateo (cf. Mt 13, 58). ¿Por qué? Para que se realice un milagro se requieren dos condiciones: primero, la fe de los beneficiarios y, segundo, la intercesión de aquel por medio del cual Dios ejercerá su poder. El divino Maestro no precisaba la intercesión, pues el poder es suyo; pero era necesaria la fe de los otros.7 La envidia de los nazarenos impedía que Jesús fuese aceptado, y todo lo que hiciera sería analizado bajo un prisma meramente humano.
Por otra parte, si realizase algún milagro grandioso, muy probablemente, los nazarenos se rebelarían y con eso agravarían su pecado, ofendiendo aún más al Padre. Por consiguiente, una manifestación del poder de Jesús podía condenarlos irremisiblemente. Y Él no quería perderlos, sino salvarlos. De aquí recogemos una importante enseñanza para nuestro apostolado: debemos hacer lo posible para que los demás no pequen y con eso no ofendan al Padre, porque ante todo la gloria de Dios es nuestro objetivo. Luego entonces, en algunas ocasiones podremos mostrar los dones que la Providencia nos dio para hacer bien al prójimo; pero en otras, por el contrario, será necesario velarlos si son causa de condenación para algunos.
5b sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. 6 Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Estas curaciones no tenían el carácter estruendoso de un milagro que subvierte las leyes de la naturaleza. De hecho, era frecuente entre los sacerdotes hebreos la práctica de la imposición de las manos para curar algunas enfermedades o expulsar demonios. De esta manera, el Señor desempeñó allí tan sólo el papel de un simple sacerdote.
Mientras en las poblaciones vecinas enseñaba y obraba todo tipo de milagros, de su propia tierra fue expulsado por los suyos (cf. Lc 4, 29).
III – Admiración, antídoto contra la mediocridad
Si no somos cuidadosos en combatir la tendencia al egoísmo y a la mediocridad, manifestada por los nazarenos en esa ocasión, tendremos dificultad en admitir y admirar los valores ajenos. Por eso, debemos ejercitarnos en la virtud del desprendimiento de nosotros mismos. Y el mejor medio para ello consiste en reconocer siempre los puntos por los cuales el prójimo es superior a nosotros, deseando admirarlo y estimularlo. La admiración debe ser para nosotros un hábito permanente. Y si notamos en nosotros alguna superioridad real debemos utilizarla, sin vanagloriarnos nunca, para ayudar a los demás. Es la invitación siempre actual a la virtud de la humildad. Muy a propósito dice la Iglesia en la Oración del día: «Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída…».
Al igual que Dios actuó con relación al mundo, debemos proceder nosotros en relación con todos cuantos nos son inferiores a justo título. Cristo tuvo compasión por la humanidad y, teniendo siempre el alma en la visión beatífica, asumió una carne sufridora por amor a los hombres.
El plan de Dios con el instinto de sociabilidad
«Asunción de la Virgen» – Fresco de la Abadía Benedictina de Subiaco (Italia) |
El gran plan de Dios para la sociedad humana es este: al crear a los hombres con el instinto de sociabilidad tan arraigado tuvo en mente proporcionarles la posibilidad de ayudarse unos a otros, en la admiración recíproca de los dones recibidos, de manera que, venciendo comparaciones y envidias, cada uno culmine en el deseo de servir y alabar aquello que es superior a él.
De estas verdades fluye una importante consecuencia: el perdón, fruto de la caridad. Si alguien nos ofende, enseguida debe brotar del fondo de nuestro corazón un perdón multiplicado por el perdón. Actuando así, aportaremos nuestra contribución para que tengamos una sociedad en la cual todos se perdonen mutuamente, pues constantemente unos querrán elevar a los otros.
Esta es una de las maneras más sapienciales de practicar el amor a Dios en relación con nuestro prójimo: queriendo que éste se eleve siempre más en la virtud y rindiendo nuestra admiración y alabanza a sus cualidades.
Una sociedad constituida con arreglo a este principio extraído del Evangelio acabaría con tantos horrores como se propagan hoy en día, y se volvería la más feliz que pudiera existir en este valle de lágrimas al hacer que todos se unan en función del amor a Dios.
Cuando esa sociedad se haga realidad, bien podrá ser denominada Reino de María, pues estará impregnada de la bondad del Sapiencial e Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Reino en el que la Santísima Virgen comunicará 8 a todos una participación en el supremo instinto materno que tiene por cada uno de nosotros. Entonces comprenderemos enteramente lo que Ella misma dijo en Fátima: «¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!».
Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, E.P.
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1 GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia comentada. Libros proféticos . Madrid: BAC, 1961, t. III, p. 4.
2 Cf. CCE 1268.
3 SAN BASILIO, EL GRANDE. De envidia. Homil. 11: MG 31, 371.
4 MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie- Louis. Exposition du Dogme Catholique. Vie de Jésus-Christ. 9ª ed. París: P. Lethielleux, 1903, p. 71.
5 Enseña Santo Tomás que cuando el hombre «llega al uso de la razón», lo primero que le ocurre es pensar «acerca de sí mismo». Y afirma: «Si se ordenare a sí mismo al fin debido, conseguirá por la gracia la remisión del pecado original» (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica . I-II, q. 89, a. 6).
6 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Reginald. El Salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977, p. 34.
7 Enseña Santo Tomás que «no era conveniente hacer milagros entre incrédulos» (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica . III, q. 43, a. 2, ad. 1).
8 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, nº 144. In: OEuvres complètes. París: Seuil, 1966.
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