Redacción (Sábado, 01-09-2012, Gaudium Press) «Este es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a la tierra de vez en cuando para la conversión de los hombres», dijo al Papa Benedicto XV un Obispo de Uruguay luego de visitar al padre Pío. Con esas palabras, el Prelado supo dar a la figura del fraile capuchino toda su dimensión: es la visita que Dios hace a la Humanidad en determinadas épocas, para indicarle el camino a la salvación.
Con su inmensa popularidad y sus asombrosos dones sobrenaturales, San Pío de Pietrelcina fue, por encima de todo, un alma crucificada, ofrecida como víctima voluntaria por el mundo, sumida en un permanente coloquio con el Señor.
De esas íntimas profundidades emerge la fuerza con la cual llegó a identificarse por entero con Cristo. Los estigmas de la Pasión son el sello exterior de esa unión mística entre el Creador y su creatura.
A los cinco años recibió la vocación
Francisco Forgione de Nunzio nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, pequeño poblado vecino a Benevento, en el sur de Italia. Sus padres, Grazio y María Giuseppa, lo llevaron a la pila bautismal al día siguiente en la iglesia Santa María de los Ángeles, donde, además, realizó su primera comunión a los doce años.
Era tenido por un niño callado porque raras veces jugaba con los demás. Cuando le pedían explicaciones a ese respecto, respondía que «ellos blasfemaban». Sus silencios correspondían a precoces pero hondas meditaciones, a momentos de oración entremezclados con la práctica de austeridades que ya señalaban la vocación que desde los 5 años veía con claridad: ser capuchino.
En enero de 1903, con 16 años, entró como novicio a la Orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone. Terminado ese año de formación emitió sus votos simples, que son profesados solemnemente en enero de 1907.
Con los frecuentes traslados de convento durante los estudios necesarios para la ordenación, su precario estado de salud empeoró tanto, que le fue necesario volver a la casa paterna por orden de sus superiores, para la convalecencia. Aun así, no abandonó la vida regular de oración y meditación, unido en espíritu a sus hermanos que permanecían en el monasterio.
En enero de 1910 pidió ser ordenado sacerdote prematuramente, ya que temía morir en cualquier momento. En agosto del mismo año recibió el orden sagrado en la capilla del Arzobispo de Benevento. Tuvo que regresar en seguida a Pietrelcina, donde permaneció hasta 1916.
Don de «leer las almas»
En septiembre de 1916, sus superiores notaron una pequeña mejoría en su estado de salud y decidieron mandarlo al convento de Santa María de las Gracias, situado en San Giovanni Rotondo. Fue una alegría para él poder dedicarse a la vida de comunidad y seguir la regla de los capuchinos.
El día 25 de mayo de 1917 merece ser registrado en su larga y santa vida. Cumplió 30 años; y mientras rezaba en el coro de la iglesia, fue agraciado con los estigmas de la crucifixión de Jesús, que permanecerán en él por más de 50 años.
En el conventocomenzó desempeñándose como director espiritual y maestro de novicios. También confesaba a los habitantes del pueblo que frecuentaban la iglesia conventual. Estos fueron quienes, poco a poco, notaron las especiales características del nuevo padre: sus misas a veces duraban tres horas, pues con frecuencia entraba en éxtasis, y los consejos que daba en el confesionario revelaban a alguien que «leía las almas».
Cierta vez llegó una joven de Florencia, muy atribulada, pues un familiar cercano había tenido la desgracia de suicidarse arrojándose al río Arno. Ya había oído hablar del padre de San Giovanni y después de la misa se dirigió a la sacristía para hablar con él. Apenas éste vio a la joven, completamente desconocida para él, le dijo con dulzura:
-Del puente al río hay unos segundos.
La joven, sorprendida y llorando, sólo pudo responder:
-Gracias padre.
Hechos maravillosos como éste se repetían todos los días. Llegaban incrédulos que salían arrepentidos de su falta de Fe. Personas desesperadas recobraban la confianza y la paz de alma. Enfermos volvían curados a sus hogares.
«Hay que amar a la Iglesia, y más cuando castiga»
Su gran instrumento de apostolado era el sacramento de la Reconciliación. Una vez le preguntaron:
-¿Y qué es la confesión, padre?
-La confesión es el baño del alma, hijos míos. Hay que lavarla al menos cada ocho días.
El padre Pío también tenía el don de la bilocación, vale decir, el estar en dos lugares al mismo tiempo. Así lo cuenta el general Luigi Cardona, quien al recibir una foto del padre, recordó: «Éste, éste es el fraile que sin permiso, sin ser anunciado, sin ser visto por nadie, entró en mi despacho aquella noche en que yo había tomado la decisión de suicidarme, con el revólver ya cargado en mi mano. Fue él quien me disuadió de hacerlo y cuando ya me tuvo convencido y arrepentido, desapareció tal cual había llegado.»
En vista de los estigmas y de la popularidad que iba alcanzando, el superior del convento juzgó oportuno enviar al Vaticano un relato ilustrado con fotografías. Como respuesta, la Santa Sede solicitó como medida de prudencia prohibir al padre Pío celebrar misa pública y atender confesiones.
¿Cómo reaccionó él? Como sólo un santo sabe hacerlo. Uno de sus compañeros nos lo relata: «Al recibir la noticia dejó entrever unas lágrimas y un gesto profundo de dolor. Se retiró a la tribuna del coro, y a los pies del crucifijo estuvo orando hasta medianoche. Luego él mismo diría: ‘La Iglesia es una madre a la que hay que querer y más cuando nos pega… Por muy grande que sea la prueba a la que el Señor nos quiere someter, nunca jamás pierdan el ánimo; corran con filial abandono a los brazos de Cristo'».
La compañía del Ángel de la Guarda
Un rasgo que descubre su privilegiado contacto con el mundo sobrenatural es la estrecha relación que mantuvo la vida entera con su Ángel de la Guarda, al que llamaba «mi amigo de infancia». Era su mejor confidente y consejero. Cuando aún era niño, un profesor decidió comprobar si esa magnífica intimidad era cierta. Le escribió varias cartas en francés y latín, lenguas que el padre Pío desconocía entonces. Al recibir las respuestas, estupefacto exclamó:
-¿Cómo puedes saber el contenido, ya que del griego no conoces siquiera el alfabeto?
-Mi ángel de la Guarda me lo explica todo.
Gracias a un amigo como ése, junto al auxilio sobrenatural de Jesús y María, el santo pudo ir purificando su alma en el crisol de los sufrimientos físicos y morales que nunca le faltaron.
Casa de alivio del sufrimiento
No contento con su íntegra dedicación al bien de las almas, el padre Pío proyectó la construcción de un hospital para remediar también los padecimientos corporales. Sabedor que el sufrimiento del cuerpo acarrea el del alma, quería fundar una institución de caridad donde los espíritus y los cuerpos hallaran alivio para acercarse a Dios.Gracias al entusiasmo que comunicó el santo a sus hijos espirituales, las obras dejaron de ser un mero proyecto tan pronto finalizó la guerra en Europa.
No era una buena época para lanzarse a empresas costosas… Pero la fama de santidad del fundador atraía las donaciones. Así, los recursos financieros llegaban siempre justo a tiempo, desconcertando a los que basaban sus cálculos solamente en las cautelas humanas. La obra, fruto de los continuos padecimientos del padre Pío, fue bautizada por él como Casa Sollievo della Sofferenza (Casa de Alivio del Sufrimiento).
Milagro para un futuro Papa
Entre los tantos devotos del padre Pío se contaba cierto sacerdote polaco que en 1947, cuando estudiaba en Roma, había ido a confesarse con él. Se llamaba Karol Wojtyla. Quince años más tarde, cuando participaba en las primeras sesiones del Concilio Vaticano II como vicario capitular de Cracovia, escribió al fraile capuchino pidiendo oraciones por una colaboradora suya, la Dra. Wanda Poltawska, madre de 4 hijos y afligida por un cáncer de garganta que demandaba una intervención médica ya inútil.
Diez días después el padre Pío recibió una nueva carta del futuro Papa, esta vez de agradecimiento, puesto que la mujer había curado súbitamente, antes de la cirugía, causando estupor a los médicos que la trataban. Ambas cartas figuran en el proceso de canonización del fraile estigmatizado.
Al final, la glorificación
Las humillaciones, contrariedades y sufrimientos asediaron a San Pío de Pietrelcina toda la vida, realzando su condición de víctima propiciatoria; y con el correr del tiempo, no hicieron más que conferirle una inefable semejanza con la Víctima por excelencia, Nuestro Señor Jesucristo. Hasta el fin, continuó con sus actividades de apostolado, de manera especial la atención de confesiones, guiando hasta Jesús y María a todas las almas que se le aproximaron.
Las manifestaciones de fervor popular en torno a la venerable persona del anciano y fatigado hijo de San Francisco, crecían con el paso de los años. Y la Santa Sede fue dándole muestras cada vez más expresivas de confianza y benevolencia.
En septiembre de 1968, entre la interminable afluencia de peregrinos y de personalidades de todo el mundo, el padre Pío recibió la llamada de la eternidad. El domingo 22 celebró su última Misa. Poco después renovó su profesión religiosa y su consagración al Señor.
En las primeras horas del 23 de septiembre, habiendo recibido los sacramentos, San Pío de Pietrelcina entregó a Dios su virtuosa alma. Sostenía entre sus manos el santo Rosario, devoción que jamás dejó de cultivar.
Una incalculable multitud de fieles desfiló durante cuatro días ante sus restos mortales.
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