Redacción (Martes, 04-09-2012, Gaudium Press) Antonio era un funcionario ejemplar. Vivía en la grande ciudad de San Pablo y era encargado de la cámara fría de congelados de un frigorífico.
Cierto día, al final de sus labores, cuando todos los funcionarios se preparaban para volver a sus hogares, Antonio fue a conferir si la última encomienda de carne estaba bien alojada y si el número de piezas entregadas coincidía con el recibo. Entró a la cámara de congelados, regulada con la temperatura quince grados negativos, contó las carnes, estaba todo perfecto. Cuando se dirigió a la puerta, constató que estaba encerrado sin poder salir. La cámara era muy antigua, y solo abría por fuera. Debido a la prisa -la vieja enemiga de la perfección- él no había suejtado la puerta debidamente. Por un momento, él no creyó en lo que pasaba. ¡Estaba trancado en la cámara fría de congelados, bajo una temperatura de quince grados bajo cero! Sacó el celular del bolsillo, pero no había señal. No había medio de comunicarse con el exterior, no servía de nada gritar, pues él era siempre el último empleado en salir de la firma. ¿Qué hacer?
Comenzó a sentir aquel frio cortante dentro de la cámara. Al ver las piezas de carne, él luego pensó que si permaneciese parado terminaría su vida como ellas: congelado. Sin demora, comenzó a mover las cajas y piezas de carne de un lado para otro dentro de la cámara fría; no podría descansar un momento que fuese, pues caso su cuerpo enfriase, él se congelaría.
Del lado de afuera, mientras algunos funcionarios entraban en sus automóviles, y otros se dirigían a la parada de ómnibus a fin de retornar a la comodidad del hogar, solamente un empleado permanecía en la firma. Era el guardia nocturno que estaba en el puesto a fin de vigilar el patrimonio de la empresa durante la noche.
Pasado un tiempo, él notó que un funcionario no había salido. Antonio era el funcionario más amable de la firma. Él siempre saludaba a todo el mundo, interesándose por la vida y la familia de sus compañeros. Siempre trataba a todos con mucha estima y calor.
Había hasta ganado un premio en la firma como funcionario ejemplar, tal era la amistad que demostraba a todos, fuesen iguales, inferiores o superiores. Una de las personas que era objeto de su desvelo era el guardia nocturno.
Sintiendo la falta de aquel saludo, percibió que Antonio no salía y juzgando que podría haber sucedido algo, el guardia se puso a buscarlo en todas las dependencias del predio. Después de casi una hora, en el momento que ya estaba casi por desistir, pensando que tal vez Antonio hubiese salido sin él percibir, tomó el camino de regreso para su puesto de guardia. «Pero Antonio siempre se despide, ¿por qué él no iría saludarme hoy?», pensó él. Entonces, volvió a buscar a su gentil amigo.
Sorprendido por encontrar la luz de la cámara fría encendida, entró en ella, y vio a Antonio cargando las piezas de carne. Antonio corrió al encuentro del guardia y le dio un abrazo.
– ¿Qué ocurrió? preguntó el guardia, sorprendido.
– ¡Usted salvó mi vida! respondió Antonio, emocionado.
Los dos salieron lentamente de la cámara para no tener el shock térmico y Antonio volvió a decir:
– Usted salvó mi vida, muchas gracias.
Y el guardia respondió:
– No, no fui yo quien te salvo. Fue su gentileza. Sentí su falta, pues todos los días usted me saludaba y se interesaba por mí. Entonces vine a buscarle. Usted fue salvado por la gentileza…
¿Qué dice la teología sobre la gentileza?
En la teología católica, la gentileza es un efecto de la más excelente de las virtudes teologales, la que permanece por toda eternidad, en suma, la que más caracteriza al cristiano como discípulo del Divino Maestro (Cf. Jn 13,1-35): la caridad. Su importancia y preeminencia son tales que el Santo Padre Benedicto XVI dedicó dos encíclicas y una exhortación apostólica al tema. [1] Tal vez fue por haber discernido que el hombre contemporáneo siente una crisis de afecto, la cual lo lleva a buscar incesantemente el amor donde quiera que se encuentre.
La gentileza es una forma de afecto que se inserta en lo que Santo Tomás llama de «amor de amistad», el más sublime de los amores meramente humanos. El querer bien a quien se ama, también es llamado amor de benevolencia. Solo es posible tener ese amor de amistad para con seres racionales capaces de retribuir el amor según la razón, pues conforme el Doctor Angélico enseña, la amistad se funda en alguna «comunicación», en mutua benevolencia. Así, para él cuando se dice que un animal es amigo del hombre o viceversa, es dicho apenas análogamente, o sea, solamente por la semejanza a la amistad que un hombre puede tener a otro hombre, pues es imposible tener amistad a un objeto o cualquier ser irracional, pues diferentemente del amor de concupiscencia, el amor de amistad exige reciprocidad racional.
Santo Tomás pasa a recordar que la amistad íntegra y auténtica, según Aristóteles, posee cinco elementos característicos:
1. El amigo quiere que el amigo exista y viva; 2. Le quiere bien; 3. Le hace bien; 4. Tiene placer en convivir con él; 5. Está de acuerdo con él, alegrándose y entristeciéndose ambos con las mismas cosas. [2]
Por eso, nada es tan propio a la amistad como convivir. Por la amistad se quiere el bien para el amigo y a todo lo que le pertenece. En la Biblia, uno de los ejemplos más patentes de esta amistad es la de Jonatán con David. Dice la Escritura que «el alma de Jonatán se aferró al alma de David, y Jonatán comenzó a amarlo como a sí mismo» (I Sm 18, 1). Para querer y hacer bien según el principio aristotélico de la amistad, «Jonatán hizo un pacto con David, porque lo amaba como a sí mismo. Jonatán se sacó el manto que usaba y lo dio a David, juntamente con sus ropas, la espada, el arco y el cinturón» (I Sm 18, 3-4). Esta amistad fue tan intensa, que sobrepasó al amor paterno. De hecho, Jonatán defendió a David del envidioso odio de su padre, el Rey Saúl (Cf. I Sm 19,1; 20,17).
Nuestro Señor Jesucristo, también demostró este tipo de amor. Cuando, por ejemplo, lloró por la muerte de Lázaro, o cuando recibió el beso de Judas, no dudando en dirigirse a él de forma pungente: «¿Amigo, con un beso traicionas al hijo del hombre?» (Lc 22,48). ¿La inflexión de voz en esta frase no sería ciertamente toda invadida de afecto y amistad? Otro ejemplo de la amistad del Hombre-Dios se puede constatar en su encuentro con María Magdalena en el Domingo de la Resurrección. El hecho narrado en el Evangelio deja entrever este sentimiento de amistad; con todo, por causa de la unión personal de la naturaleza humana y divina en Jesús, esta amistad toma otra perspectiva. La del amor de Dios a la criatura. Jesús era hombre completo y perfecto, y, por eso, debería poseer también la amistad humana en relación a la Magdalena y sus discípulos. De parte de María, además de la amistad humana, había la caridad y un alto grado de admiración por el Maestro, expresado en un verdadero sentimiento de discipulado, veneración y ‘dulía’, para no decir ‘latría’.
Es verdad que la gentileza se caracteriza como un amor meramente humano, entretanto, es el amar más semejante a la virtud sobrenatural de la caridad. Cuando este amor natural al hombre transciende al plano sobrenatural a través de la infusión de la gracia se transforma en la virtud sobrenatural de la caridad. Es para esa gentileza luminosa y divina que nosotros los cristianos somos llamados.
La gentileza entendida como caridad, es una participación de la propia caridad divina y una promesa de salvación, no solamente por darnos los medios para realizar las buenas obras junto a nuestros hermanos, sino porque es la esencia de la propia santidad. Ser santo significa participar de la caridad divina, tener la vida de la Santísima Trinidad, estar en estado de gracia. Esa es pues la substancia de la gentileza cristiana. No sin razón, se puede decir que tal como Antonio, un día seremos salvados por la «gentileza».
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
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[1] Deus caritas est en 2005, y Caritas in veritate en 2009. En 2007, fue publicada uma Exhortación Apostólica Pós-Sinodal sobre la Eucaristía como fuente y ápice de la vida y de la misión de la Iglesia, Sacramentum Caritatis.
[2] Aristóteles. Moral. lib. 9, cap. 4. In: _______. Obras Completas. t. 1. Buenos Aires: Anaconda, 1947. p. 251-252. (IX Ethic. Lect. 4). Santo Tomás cita este texto en latín en la IIª-IIae q. 25 a. 7: «Quinque quae sunt amicitiae propria. Unusquisque enim amicus primo quidem vult suum amicum esse et vivere; secundo, vult ei bona; tertio, operatur bona ad ipsum; quarto, convivit ei delectabiliter; quinto, concordat cum ipso, quasi in iisdem delectatus et contristatus».
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