Redacción (Martes, 11-09-2012, Gaudium Press) Desde los principios del Cristianismo, relucieron en el firmamento de la Iglesia hombres y mujeres orantes que pasaban la vida en la contemplación y el silencio, absortos solamente en Dios. Despojados por completo de las preocupaciones terrenales, tenían el alma fijada en un único fin: ‘vacare Deo’ – descansar en Dios, darse a Dios.
Retrocedamos casi dos siglos y viajemos, en busca de una de esas almas, a un país de escarpados montes cuyas maravillas fueron innumerables veces proclamadas en los Libros Sagrados: el Líbano. Fue allí donde, en 1828, en la aldea de Beqaa Kafra, naciera a la sombra de los cedros centenarios el pequeño Youssef Makhlouf.
Dios comienza a hablarle al corazón
Ya en los tiernos años de su infancia, murió su padre, Antun Za’rur Makhlouf, sometido por el ejército otomano a un régimen de trabajos forzados. Su madre, Brígida, contrajo nuevas nupcias, dejando la casa y las pequeñas propiedades de Antun para los hijos, que pasaron a ser tutelados por el tío paterno, Tannus.
San Charbel Makhlouf |
Inclinado a la piedad y la devoción, le tocó al pequeño Youssef, siendo sin embargo el menor de cinco hermanos, darles buen ejemplo en la piedad y el cumplimiento de los deberes. Dotado de un espíritu piadoso y altamente sumiso, recitaba diariamente las oraciones con la familia, así como desempeñaba con gran esmero la tarea de vigilar los animales en el pasto.
Sus virtudes luego se manifestaron a todos los habitantes de la aldea. Le gustaba la soledad, era prudente e inteligente. En la iglesia, se mantenía recogido, sin siquiera mirar alrededor de sí. De tal forma su buen comportamiento llamaba la atención, que los muchachos de la región a él se referían como «el Santo».
La Providencia fue preparando de a poco el alma de ese su hijo elegido hasta el punto de que, viviendo todavía en el mundo, de él se valía solo para cumplir lo que era la única aspiración de su vida. «Cuando Dios quiere unirse íntimamente a un hombre y hablarle al corazón, Él lo conduce a la soledad. Si se trata de un hombre llamado a la vida religiosa contemplativa, Dios, para realizar su deseo, comienza por separarlo del mundo».1
Fue así que, en el año 1851, a los 23 años de edad, Youssef dejó el hogar materno e ingresó al Monasterio de Nuestra Señora, en Maïfuq, donde adoptó el nombre de Charbel, en alabanza al mártir de Edessa, del segundo siglo.
De Maifouk a San Maron de Annaya
Sin embargo, con ese deseo de aislarse del mundo ardiéndole en el alma, Maifouk ciertamente no era el ambiente más propicio para la realización de su ideal. Aunque allí llevase una vida de oración y trabajo, como la santa Regla pedía, el contacto con los campesinos vecinos le perjudicaba mucho el recogimiento.
Cierto día en que los novicios se ocupaban de su tarea diaria de sacar las hojas y cáscaras de las moreras, para la creación del gusano de seda, una muchacha que trabajaba al lado, queriendo poner a prueba el silencio y la seriedad de Charbel, le lanzó al rostro un capullo. No obteniendo resultado, lanzó otro. El joven novicio permaneció impasible, pero en aquella misma noche salió del monasterio de Maifouk, sin decir nada a nadie, y fue a recogerse al convento de San Maron de Annaya, situado a cuatro horas de marcha.
Allí reinició el noviciado, separado del mundo por una severa clausura, observando la regla que lo guiaba en las vías de la contemplación, del recogimiento, de la oración y la obediencia. Dos años después recibió el hábito de los maronitas -túnica negra, capucha en forma de cono y cordón hecho de piel de cabra- y pronunció los votos de pobreza, castidad y obediencia. Desde entonces, fue un monje sumergido en el anonimato y en sus coloquios con Dios.
Aunque todo hiciese para lanzar su persona al olvido, su santidad se tornó notoria para los otros religiosos. Por decisión del superior y del consejo de la comunidad, fue admitido para las órdenes sacras y, después de hacer los necesarios estudios, recibió la ordenación presbiteral en 1859.
Charbel celebraba el Santo Sacrificio con la máxima dignidad y con una fe tan viva, que, con frecuencia, durante la Consagración, las lágrimas le corrían de los ojos oscuros y profundos, los cuales eran como dos ventanas abiertas para el Cielo. Y, en la contemplación, se quedaba de tal modo absorto que no prestaba atención alguna a eventuales ruidos o rumores.
Modelo de obediencia y pureza
Desde el tiempo de noviciado hasta su último aliento, se destacó como monje ejemplar en la obediencia y la observancia de la Regla. Al punto de que, cuando el Superior ordenaba a un monje hacer algo muy penoso, era frecuente escuchar una respuesta del tipo:
– ¿Piensa usted, por acaso, que soy el padre Charbel?
Cierta ocasión, siendo él todavía novicio, un sacerdote resolvió poner a prueba su paciencia. En la hora de transportar de un campo para otro los instrumentos agrícolas, comenzó a amontonar sobre sus hombros bolsas de semillas, piezas de arados, herramientas y otros materiales… Cuando terminó, se veía en medio de la carga el rostro sonriente de Charbel que repetía la censura de Jesús a los doctores de la Ley: «Ay de vosotros, que cargáis a los hombres con pesos que no pueden llevar…» (Lc 11, 46). Todos rieron de ese dicho espirituoso y se apresaron en librarlo del exceso de carga.
Brilló también de modo especial en la lucha para preservar la virtud de la castidad, con actos de heroísmo extremos, sin jamás demostrar a los otros las mortificaciones que hacía. La Regla de la Orden incita a los monjes a refrenar con todo empeño los propios sentidos. Entre otras actitudes de vigilancia, los exhorta a evitar cualquier conversación con personas del sexo femenino, incluso tratándose de parientes. San Charbel fue más lejos: él hizo, y cumplió, el propósito de jamás mirar al rostro de una mujer.
El don de hacer milagros
Tuvo el don de hacer milagros, y lo ejerció con su acostumbrada humildad.
Cierta vez, una pobre mujer hemorroísa, cuya enfermedad resistía a todos los tratamientos, encargó a un mensajero de entregar al padre Charbel determinada cuantía y pedirle que éste le enviase un cinturón bendecido. Existe una devoción mariana típica del Líbano: en las situaciones de emergencia – calamidades públicas, epidemias, guerras, etc. -, los jefes de familia llevan a la iglesia un velo de seda o algodón; esos velos son entrelazados y quedan suspendidos alrededor de la capilla, hasta la Virgen hacer cesar la desgracia. El padre Charbel agarró, entonces, uno de esos velos, que estaba en la imagen de Nuestra Señora del Rosario, y lo entregó al mensajero, diciendo:
– Que la mujer se ciña con este velo, y quedará curada. En cuanto a la limosna, colóquela sobre el altar, el padre proveedor irá sacarla.
Y la mujer quedó curada.
En la capilla de San Pedro y San Pablo
Visto que la soledad lo atraía desde la infancia, y que en el monasterio de Annaya vivía ya prácticamente como un anacoreta, fue él transferido para la capilla de San Pedro y San Pablo, a corta distancia del monasterio. Tenía entonces 47 años, y allí permaneció hasta el día de su muerte, ocurrida 23 años después.
Su oración era solo interrumpida por el cultivo de la viña y otros trabajos en el santuario. Y la única comida del día, cerca de las tres horas de la tarde, acababa siendo un ejercicio de penitencia, por la escasez y pobreza de alimento. Su devoción a María era incomparable. Repetía continuamente Su nombre bendito, y cada vez que entraba o salía de su celda recitaba, de rodillas, el saludo angélico delante de una pequeña imagen que allí estaba.
Proverbial era también su paz de alma. En un día de tempestad, un rayo derrumbó parte del ala meridional del santuario, echó a tierra una pared de la viña y quemó, en la capilla, los manteles del altar, mientras el santo monje allí se encontraba, en oración. Dos ermitaños acudieron al lugar, y lo vieron en la más apaciguadora tranquilidad.
– Padre Charbel, ¿por qué no se movió para apagar el fuego?
– Querido hermano, ¿cómo podría hacerlo? Pues luego después de encenderse, el fuego se extinguió…
De hecho, como el incendio fue rapidísimo, él juzgó más importante continuar su oración, sin perturbarse.
Nacimiento para la vida eterna
Cuando celebraba la Misa el día 16 de diciembre de 1898, en el momento en que comulgaba la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, un repentino ataque de apoplejía lo dejó paralizado, sin poder concluir el Santo Sacrificio. Socorrido sin demora, fue llevado para su pobre celda, donde permaneció ocho días entre la vida y la muerte, con intervalos de lucidez durante los cuales rezaba cortas oraciones.
En la vigilia de la Navidad, mientras la Iglesia conmemoraba la venida al mundo del Niño Jesús, nació para la eternidad aquel santo monje maronita, el primer oriental en ser canonizado según la forma usada en la Iglesia Católica latina.
Sus restos mortales fueron sepultados en una fosa común, junto a los de los demás monjes fallecidos, como pedía la santa Regla. Y, desde aquel momento, el cementerio pasó a ser iluminado de noche por una suave y misteriosa luz. Éste y otros prodigios, unidos a su fama de santidad, llevaron a transferirlos para una nueva tumba, en la pared de la cripta de la Iglesia de San Maron.
La fosa donde San Charbel fuera enterrado era tan húmeda que, al hacer la exhumación, el cuerpo apareció literalmente encharcado, pero milagrosamente íntegro y flexible, transpirando un líquido rojizo de agradable olor. Y cuando la nueva tumba fuera abierta, en 1950, 1952 y 1955, se constató que todavía continuaba flexible e incorrupto.
Su modelar vida monástica y los numerosos milagros realizados por su intercesión llevaron al Papa Pablo VI a beatificarlo el 5 de diciembre de 1965, días antes de la clausura del Concilio Vaticano II, y a canonizarlo el 10 de octubre de 1977.
Ejemplo también para nosotros
El ejemplo de San Charbel Makhlouf indica un camino también en los días de hoy, pues el silencio y la oración constituyen un valioso auxilio para solucionar las angustias y aflicciones del hombre contemporáneo.
Se equivoca quien piensa que el recogimiento es privilegio exclusivo de los religiosos de clausura. Él está al alcance de todos nosotros, pues «la fuente de la verdadera soledad y del silencio no está en las condiciones o en la calidad del trabajo, sino en el contacto íntimo con Dios […] El silencio, así entendido, puede encontrarse en la calle, en el estrépito del trabajo de la fábrica, en las actividades del campo, porque es llevado dentro de nosotros».2
Por Raphaela Nogueira Thomaz.
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1BRUNO, OCSO, Pe. M. Le silence monastique. 2.ed. Besançon: Imprimerie de L ‘est, 1954, p. 4.
2ROYO MARÍN, Antonio, OP, La vida religiosa. 2.ed. Madrid: BAC, 1968, p. 437.
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