Redacción (Viernes, 14-09-2012, Gaudium Press) Nos cuenta el historiador Eusebio de Cesarea que el general Constantino, hijo de Santa Helena, en el año 312, en la noche anterior a la batalla en que derrotaría al Emperador Majencio -terrible perseguidor de los cristianos- tuvo un sueño en el cual vio una cruz luminosa en el aire, mientras oía una voz decirle: «¡Con esta señal vencerás!». Al día siguiente, antes de comenzar la difícil pelea, mandó colocar el símbolo de la cruz en las banderas de sus legiones y partió para la batalla, en la cual obtuvo victoria total.
Un fruto inmediato de ese episodio fue la libertad de culto para los cristianos, hasta entonces perseguidos por los paganos, concedida por el propio Constantino, al ser coronado emperador.
Sin embargo, se puede decir que aquella promesa, presentada en sueño, era dirigida, de modo más amplio, a cada católico que, en la lucha de la vida, combate bajo el signo de la cruz.
De señal de ignominia a señal de gloria
Ya de inicio, alguien podría preguntarnos: «¿Pero si la Iglesia Católica es la religión de la vida, porque glorificar ese instrumento de muerte?»
Dice San Pablo: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; pero para los electos -ya sea judíos ya sea griegos-, fuerza de Dios, y sabiduría de Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,23-25).
En lo alto de la cruz, en la aparente derrota, en el aparente fracaso, escándalo y locura, Jesús nos liberó de la muerte y del pecado. En lo alto de este madero, reservado a los criminales más perversos, Cristo venció al demonio y nos abrió las puertas del cielo. Por eso, la cruz es para nosotros el lucero que nos indica el camino, en esta tierra de exilio, rumbo a la Jerusalén Celeste: «Si alguien quiere venir después de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Lc 9,23).
De señal de ignominia, la cruz pasó a ser señal de gloria, para los hombres de fe. Y así como Constantino la colocó en sus estandartes, la cruz pasó a figurar en todos los lugares donde hay un bautizado, desde el báculo de los Papas o la corona de los reyes, hasta incluso la pared de una humilde casa de aldea.
El demonio huye de la cruz
El demonio huye de esta señal de su derrota y de nuestra liberación.
Sucedió a San Antonio Abad, en el s. II, que el demonio lo atormentaba con terribles tentaciones. Un día, angustiado por tantos ataques, se le ocurrió hacer la señal de la Cruz y el demonio se alejó. De ahí en adelante, cada vez que ese infame lo perturbaba, el santo hacía nuevamente la señal de la cruz, delante de la cual el demonio siempre huía.
La verdadera Cruz
Una simpática y antigua tradición, no confirmada por los estudiosos del asunto, narra cómo Santa Helena, en el s. IV, encontró en Jerusalén la verdadera Cruz de Jesús. Según San Cirilo de Jerusalén, Santo Ambrosio y Rufino, después de muchas y profundas excavaciones, los exploradores encontraron tres cruces, sin embargo no sabían distinguir cuál sería la de Nuestro Señor. Llevaron, entonces al lugar a una mujer agonizante y en ella tocaron cada una de las tres cruces. Al tocarla con la tercera cruz, la enferma recuperó instantáneamente la salud y se levantó. Viendo ese milagro, Santa Helena, juntamente con San Macario, obispo de Jerusalén, y millares de fieles, salieron en procesión por las calles, portando consigo el adorable instrumento de nuestra Redención. En el camino, se encontraron con una viuda que llevaba a su hijo muerto para ser enterrado. Aproximaron el difunto a la Santa Cruz y él resucitó.
La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
En el s. VII, el Imperio Bizantino (sucesor del Imperio Romano de Oriente) trababa una guerra interminable con los persas. Estos conquistaron a Palestina en 614, adueñándose de tesoros y de la reliquia de la Santa Cruz. Solamente el 14 de septiembre de 627 el emperador Heraclio, habiendo invadido Persia, la recuperó, pasando esta fecha a ser celebrada por toda la cristiandad como la fiesta de la Exaltación da Santa Cruz. Para evitar nuevos robos, la Cruz fue dividida en varios pedazos. Uno de ellos fue llevado a Roma, otro a Constantinopla y un tercero se quedó en un bello cofre de plata en Jerusalén. Otro fue dividido en pequeñísimos fragmentos, enviados a iglesias del mundo entero. Hoy en día, en Roma, se encuentra en la Iglesia de la Santa Crocce (Santa Cruz) el mayor fragmento existente de la verdadera Cruz de Jesús, así como otras reliquias de la Pasión.
«Per crucem, ad lucem»
Son grandes las dificultades a enfrentar y duros los caminos a recorrer en esta tierra, principalmente en nuestros días, en los cuales la sociedad es sacudida por tantos males y amenazas. «¡La vida del hombre sobre la tierra es una lucha!» (Jó 7, 1). Lo que importa es no dejarnos abatir, como Nuestro Señor no se dejó desanimar. Incluso habiendo caído tres veces en el camino del Calvario, Él se levantó y llegó hasta el final de su Vía Crucis.
Con razón enseñó el finado Papa Juan Pablo II, cuando estuvo entre nosotros, en Brasil, a los pies del Cristo Redentor: «La cruz, símbolo de la fe, es también símbolo del sufrimiento que conduce a la gloria, de la pasión que conduce a la Resurrección. ‘Per crucem ad lucem’, por la cruz, se llega a la luz: este proverbio, profundamente evangélico, nos dice que, vivida en su verdadero significado, la cruz del cristiano es siempre una cruz pascual»(Hom. Rio de Janeiro, 30/6/1980).
Por la Hermana Juliane Campos, EP
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