París (Lunes, 17-09-2012, Gaudium Press) En artículo publicado por Le Monde en agosto pasado, y reproducido por el diario oficioso vaticano L’Osservatore Romano, Patrick Kéchichian analiza los ataques sufridos por el Cardenal Arzobispo de París y presidente de la Confefencia episcopal francesa, Mons. André Vingt-Trois, a propósito de su oración leída en las parroquias parisinas compuesta para el día de la Asunción.
Si la Iglesia hubiera evolucionado con su tiempo «ya no sería escuchada» afirma Kéchichian |
Kéchichian -colaborador también de La Croix, de la Revue de deux mondes, y autor de ‘Un Petit éloge du catholicisme’ (Un pequeño elogio del catolicismo, Gallimard, 2009)- recuerda la frase causante de la hostilidad injustificada, la cuarta invocación del purpurado para el día en que la Iglesia celebraba la subida de la Virgen a los cielos: «Por los niños y los jóvenes, para que todos los ayudemos a descubrir su propio camino para continuar hacia la felicidad; para que cesen de ser objeto de los deseos y de los conflictos de los adultos y puedan gozar plenamente del amor de un padre y de una madre». La Iglesia por boca del Cardenal reclamaba el derecho natural de los niños de tener un padre y una madre que los apoyen y guíen en el camino hacia la felicidad. Nada más comprensible.
«No quiero hacer un análisis del texto -expresa Kéchichian en su razonamiento en Le Monde, pero ¿no es evidente que lo que aquí se defiende no va acompañado de ninguna condena hacia las personas y hacia los grupos que no comparten la misma visión de la humanidad y de sus leyes?», se pregunta. «En seguida se puede advertir la desproporción flagrante entre la delicadeza del texto y las acusaciones violentas que ha suscitado».
Del respeto del texto por quienes no comparten su pensamiento, el escritor católico pasa a un punto crítico, como es la negación de la libertad de expresión de la Iglesia, implícita en los ataques: «Y si estos grupos y estas personas no renuncian a expresar su opinión, ¿por qué la Iglesia no debería manifestar su pensamiento sobre un tema que ocupa el primer puesto entre sus preocupaciones?». Hay en esas posturas visos de un «anticlericalismo militante», expresa Kéchichian, que no acepta ni siquiera la manifestación pacífica de «un pensamiento meditado, fiel a veinte siglos (y muchos más, porque hay que remontarse al Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento) de antropología religiosa».
«No puede ignorarse que la Iglesia afirma con dulzura y mansedumbre, con santa obstinación, la permanencia de una visión antropológica en la que se enraiza la afirmación de los derechos imprescriptibles de todo hombre y de toda mujer. Una visión no formada a partir de un capricho, de una ocurrencia o de intereses de categoría. Ha nacido de la misma Revelación divina, como nos la entregan las Sagradas Escrituras y toda la tradición», continúa.
«Al recordar una parte de esta verdad, de la que es depositaria, ¿la Iglesia se sale de su papel? Si el Gobierno y el Parlamento dan su opinión sobre el matrimonio y deciden cambiar su naturaleza, ¿no es legítimo que la Iglesia, que ha aprendido de Cristo la dignidad del matrimonio y del vínculo entre la mujer y el hombre (dignidad elevada a rango de sacramento), haga también ella oír su voz? Una voz que no busca tapar a las demás, pero que no acepta que se la rechace a fuerza de sarcasmos y procesos infundados».
«¿De qué se acusa al cardenal Vingt-Trois? ¿De pronunciar aquella palabra que tiene la tarea de hacer oír, que tiene el deber, no de conservar en el secreto de las sacristías, sino de hacer públicamente inteligible? Esa palabra, que no es la de un partido o de un grupo de opinión, no la inventa, no la calcula según intereses circunstanciales. No la modifica. Sólo puede buscar las palabras, las frases más adecuadas, las que menos hieran. Que, repito, es lo que ha hecho con gran delicadeza. Pero sobre los contenidos la posición de la Iglesia no puede cambiar. Su fuerza y también su debilidad radican en esta intangibilidad. Después de lo cual corresponde a cada uno decidir según su conciencia».
El papel de la Iglesia «no es el de evolucionar con su tiempo. Si lo hubiera hecho en los siglos pasados, desde hace tiempo ya no sería escuchada. Tampoco le corresponde el papel de taparse los ojos y asustarse por la evolución de las costumbres, sino de mantener una vigilancia, un estado de atención en función de la verdad que ha recibido».
En esa misión, la Iglesia no teme a los insultos. ¿Y los prejuicios? Los prejuicios están más bien en los que quieren una Iglesia amordazada…
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