Redacción (Martes, 18-09-2012, Gaudium Press) El Creador llama a cada ser humano a la santidad, pero en su sabiduría infinita, lo hace de las más diversas maneras. A unos les pide la soledad de los desiertos, como ermitaños, y a otros los envía a predicar a las muchedumbres. Guarda por toda la vida la inocencia inmaculada de unos, mientras que a otros los hace emerger de una situación de terribles pecados para que, arrepentidos, alcancen la perfección.
San José de Cupertino se eleva en dirección a la Basílica de Loreto. Basílica-Santuario de Osimo, Italia |
Pero existe un contraste que llama especialmente la atención: cuando la excelencia de las virtudes florece en un alma poco favorecida en capacidad intelectual. Dios suscitó inteligencias luminosas, como santo Tomás de Aquino o san Agustín, pero, en muestra de su omnipotencia, elevó a un alto grado de santidad también a hombres desprovistos totalmente de capacidades naturales. Uno de estos últimos es san José de Cupertino.
Una vocación difícil de realizar
El pequeño José vino al mundo el 17 de junio de 1603 en la aldea de Cupertino, no lejos de Otranto, Italia. Su padre, un pobre carpintero, murió antes que naciera el bebé, dejando a la desdichada viuda con seis hijos y cargada de deudas. Insensibles a su dolor, los acreedores la echaron de casa, ya que no tenía medios para pagar el alquiler. La triste mujer se vio reducida a la situación de dar a luz en un establo. Así, desde su nacimiento, la vida de José se asemejaría a la del Salvador, cuyos pasos habría de seguir decididamente.
A pesar de su pobreza, la madre pudo llevar a José a una escuela, donde a los ochos años tuvo el primero de sus numerosos éxtasis. Sus compañeros, sin comprender la razón de verlo parado y con la mirada perdida, le pusieron el jocoso mote de «Boccaperta» (boca abierta).
Cuando creció un poco más, empezó a trabajar como aprendiz de zapatero. Sin embargo, ya sentía la vocación religiosa, y al cumplir 17 años trató de ser admitido en un convento capuchino. Para tristeza suya, fue rechazado a causa de su ignorancia. No se dejó abatir, y a costa de gran insistencia logró ser recibido en 1620 como hermano lego por los capuchinos de Martino. Pero sus continuos éxtasis le impedían trabajar, y así, a pesar de sus ruegos, fue despedido.
José buscó refugio en casa de un tío de cierta condición, pero pasado un tiempo éste lo declaró «completamente inútil» y lo puso en la calle. Después de tantas desventuras volvió al hogar materno. Su madre recurrió a un pariente franciscano, por cuyo intermedio el joven terminó siendo aceptado en el convento de La Grotella como ayudante lego en los trabajos del establo.
Aunque torpe y distraído, su humildad, espíritu de oración y penitencia le granjearon la estima de todos, y en 1625, por votación unánime de los frailes, fue admitido al fin como religioso franciscano.
Predicación por medio del buen ejemplo
Mientras tanto, su amor a Dios lo hacía aspirar al sacerdocio. Aunque algunos no creían que fuera capaz de tanto, sus superiores le permitieron empezar los estudios. A duras penas cursó los años de filosofía; cuando llegaban los exámenes, se sentía tan inseguro que muchas veces era incapaz de responder. Pero la Providencia no lo desamparaba. En una de las pruebas más importantes, el examinador le dijo: «Voy a abrir el Evangelio al azar, y la frase donde ponga los ojos, ésa me explicarás».
En seguida abrió el libro santo en la página de la visita a santa Isabel y mandó a Fray José que disertara sobre la frase: «Bendito es el fruto de tu vientre», ¡justamente la única frase que sabía explicar!
Llegó por fin el día del examen definitivo, donde se decidiría la ordenación. El grupo de seminaristas se presentó al obispo, que dio comienzo al examen oral. Los diez primeros en ser interrogados causaron una tan buena impresión que el prelado, muy satisfecho con el grado de preparación del conjunto, eximió a los demás. Fray José era el 11º de la lista… Así, con justa razón, Fray José de Cupertino sería declarado patrono de los estudiantes, en especial los que atraviesan períodos de examen.
Fue ordenado sacerdote en marzo de 1628. Siempre le costó mucho predicar y enseñar, pero suplía esa deficiencia y ganaba almas a través de la oración, la penitencia y el poderoso medio del buen ejemplo.
«Fray Burro»… y hábil teólogo
Es verdad que no estaba muy versado en las ciencias humanas, al punto que se llamaba a sí mismo «Fray Burro». A pesar de ello, la gracia divina le concedía mucha sabiduría y luces sobrenaturales, de modo que no solamente aventajaba al común de los hombres en el aprendizaje de doctrinas, sino que se mostraba hábil en resolver las más intrincadas cuestiones que se le presentaran. En cierta ocasión, un profesor de la Universidad Franciscana de San Buenaventura dijo: «Lo oí discurrir tan profundamente acerca de los misterios de la teología, como no podrían hacerlo los mejores teólogos del mundo».
Además, nunca dejó de ser místico y gran contemplativo. Todo lo que se relacionaba de algún modo con Dios o con las cosas santas -el sonido de la campana, el canto litúrgico, la mención de los nombres de Jesús y María, algún pasaje del Evangelio- fácilmente lo transportaba al éxtasis, y nada lo sacaba de tal estado. Sus hermanos de hábito trataban en vano de empujarlo o arrastrarlo, inluso empezaron a golpearlo, pincharlo con clavos y, los más impacientes, a tocar su piel con brasas. Nada surtía efecto. Solamente el superior, por milagro de la santa obediencia, lo hacia volver a la vida común.
Éxtasis frecuentes, fuente de trastornos y pruebas
Los arrobos de san José de Cupertino podían |
Esos arrobamientos podían suceder en cualquier momento y lugar, especialmente durante la misa o el oficio. Llegó incluso a elevarse y quedar suspendido en el aire. Como estos hechos causaban no poco espanto y admiración, además de gran disturbio en la comunidad, los superiores tuvieron a bien decidir que Fray José no celebrara la misa en público ni participara en los actos comunitarios, como los cantos en el coro, las comidas y procesiones. Debía quedarse en su cuarto, donde se le preparó una capilla privada. El buen fraile lo aceptó todo con humilde y obediente resignación.
Pero las pruebas a que Dios sometía su siervo estaban lejos de terminar. Tantas manifestaciones sobrenaturales atrajeron la atención de la Inquisición, frente a la cual el buen fraile fue acusado de abuso de la credulidad popular. En el monasterio napolitano de San Gregorio Armeno, durante un interrogatorio, tuvo un éxtasis delante de los jueces. El largo y complicado proceso ocasionó varios traslados desde una a otra casa de los capuchinos, pero Fray José de Cupertino siempre conservó su paciencia y alegría de espíritu, sometiéndose con confianza a los designios de la Providencia. Lejos de angustiarse, progresaba en el camino de la santidad. Practicaba la mortificación y el ayuno al punto de hacer siete largos períodos de abstinencia cada año, y durante buena parte de ese tiempo no probaba comida alguna, salvo los martes y domingos.
La santidad atrae
Los últimos seis años de vida los pasó en Osimo. Un mes antes de su muerte celebró su última misa, durante la cual se elevó en el aire frente a numerosos testigos, quedándose largo tiempo suspendido, en éxtasis.
El 18 de septiembre de 1663, a la edad de 60 años, Fray José entregó su alma a Dios.
El Papa Benedicto XIV, conocido por su rigor en aceptar la autenticidad de hechos milagrosos, estudió cuidadosamente su vida y declaró que «todos estos hechos no pueden explicarse sin una intervención muy especial de Dios», para luego beatificarlo en 1753.
Clemente XIII lo canonizó en 1767, y hasta hoy su cuerpo es venerado en el Santuario de Osimo.
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