Redacción (Viernes, 21-09-2012, Gaudium Press) «Es por el amor entre Vosotros que el mundo conocerá que sois mis discípulos». Este axioma precioso y verdadero ha sido confirmado a lo largo de los 2000 años de la historia de la Iglesia de varias maneras; por ejemplo, a través del comportamiento de los santos, que son los modelos propuestos por la sabiduría de la Esposa Mística de Cristo para nuestra propia vida.
Con el espíritu colocado en ese punto luminoso de la doctrina predicada por Nuestro Señor Jesucristo, consideremos algunos hechos de la vida de los santos. Ya de inicio toda la nueva doctrina y consecuente modo de vivir enseñado por el Divino Maestro en lo que dice respecto al relacionamiento humano, transforma profundamente la mentaliad del mundo antiguo. ¿Qué dios de la antigüedad llamaba a sus adoradores de amigos? Al contrario, los dioses paganos siempre eran concebidos por sus seguidores como seres prepotentes, egoístas y que muchas veces padecían de las mismas y diversas pasiones desmedidas del ser humano, teniendo con sus seguidores un trato rudo, exigiéndoles sacrificios de sangre.
Cuando Nuestro Señor Jesucristo apareció sobre la tierra fue tal la transformación que el mundo sufrió, que, hasta hoy, se torna difícil hacernos una idea de cómo era el mundo antes de Él. Solo Él, el verdadero Dios, es quien pudo decir: «No os llamaré más siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; sino os llamo amigos, porque os di a conocer todo lo que oí de mi Padre». Dando el ejemplo más sublime que se podría dar, el de un Dios que ama a sus adoradores al punto de tornarlos sus amigos y hasta hermanos, dar a su propia Madre para que fuese también Madre de cada uno de ellos, y hasta dar su vida por sus adoradores, era comprensible y aceptable que Él recomendase como norma de conducta: «Amaos unos a otros, como yo os amé».
Ese ejemplo divino fue seguido con toda la integridad y brillo por María Santísima. Los evangelistas fueron muy sobrios en comentar su vida, pero se sabe que la visita a Santa Isabel fue un resplandecer del amor de Dios que transbordó del corazón de María. La intervención preocupada de Ella en las bodas de Caná, librando a los novios de una dificultad, y muchos otros actos de amor al prójimo que habrán sido practicados por Ella y de los cuales solo en la eternidad tendremos conocimiento, constituyen las huellas doradas dejadas por Ella sobre las de su Divino Hijo.
Felizmente para nuestra edificación, la vida de muchos otros santos que siguieron los pasos de Jesucristo Nuestro Señor es conocida en detalles. Por ejemplo, la vida de San Francisco de Asís.
San Francisco de Asís |
Se cuenta en las «Fioretti», libro con muchos hechos de la vida de ‘Il Poverello’, que estando él al inicio de la obra para la cual Dios lo había llamado, lloraba tanto durante la oración -por pura compasión al considerar los sufrimientos del Divino Redentor- y ésta era tan prolongada que, en consecuencia, casi quedó ciego. Y un día fue a distraerse con el hermano Bernardo, su primer discípulo.
Llegado al lugar donde este acostumbraba orar, lo llamó por tres veces, sin obtener respuesta. Un poco abatido, porque consideró que el Hermano no quería hablarle, se retiró. Estando camino de regreso, el Señor le reveló que Hno. Bernardo estaba, en aquel momento, en alta contemplación conversando con Dios, y que, por eso, no lo había escuchado. S. Francisco volvió entonces y llamando al Hno. Bernardo confesó humildemente que había pensado mal de él, pidiéndole perdón.
Por su lado, la admiración que este discípulo manifestaba por su fundador era tan grande que él ni quería oír el pedido de perdón. Pero S. Francisco, radicalmente, le ordena en nombre de la santa obediencia, que, por aquel mal pensamiento, el Hermano Bernardo pisase tres veces sobre su cuello y su boca diciendo: «Aguanta ahí, villano, hijo de Pedro Bernardone, ¿de dónde te viene tanta soberbia, siendo la más vil de las criaturas?»
Obedeciendo de la manera más delicada posible el Hno. Bernardo ejecuta la orden. A seguir pide él a S. Francisco que, por caridad, le prometiese algo: que siempre que estuviesen juntos lo reprendiese y corrigiese ásperamente por sus defectos. S. Francisco, que lo tenía por hombre muy virtuoso y santo, de ahí en adelante pasó a hablar con él lo mínimo posible, porque no quería corregir a aquel a quien consideraba mayor y más santo que sí.
Santa Clara de Asís |
Otro caso muy edificante se dio entre S. Francisco y Santa Clara. Es hecho muy conocido que ella fue atraída a la vida religiosa por él y renunció a una situación cómoda en medio de riquezas, para abrazar la vocación franciscana. A pesar de tener siempre conferencias y reuniones con S. Francisco para ser bien formada en el espíritu de la Orden, ella manifestaba el deseo de, un día, compartir una comida con su padre espiritual. Él, a su vez, por temor de darse a sí mismo ese deleite, siempre lo negaba. Sus hermanos y discípulos intercedieron a favor de ella e instaron que atendiese el pedido de la pobre dama, una vez que ella había renunciado a todo por amor a Dios y era tan santa. S. Francisco, muy sensato, concordó: «¿Os parece que debo concordar? Si os parece que sí, también a mí parece». La invitó entonces a almorzar con él en Santa María de los Ángeles, la iglesia donde ella había hecho sus votos y donde había cortado sus cabellos, símbolo de su entrega total a Dios. En el día marcado, allá fue ella felicísima, acompañada de una hermana. La pobre refección fue servida, sentándose a la mesa S. Francisco y Santa Clara, su hermana y otro fraile. Todos los demás frailes de la comunidad se acercaron a la mesa para acompañar la comida. Apenas los comensales comenzaron a hablar de las cosas de Dios con suavidad, alegría y elevación, ellos mismos y todos los que asistían fueron tomados por la abundancia de la gracia divina y quedaron extasiados en Dios. Las personas de lejos percibieron que la casa y el bosque al lado parecían arder en llamas y muchos allí acudieron, temiendo que fuese un incendio. Nada, sin embargo, encontraron que justificase tanta luz, solo un conjunto de santos que, con fisionomías alegres y embebidas, se entretenían en un éxtasis común y con eso glorificaban al Señor.
¿La consideración de esos sencillos episodios no nos trae alivio y consuelo? Son manifestaciones de personalidades inocentes, sin pretensiones, tan distantes de las preocupaciones del mundo, que ya viven la atmósfera del cielo.
Se reirá, tal vez, algún incrédulo materialista, diciendo: «¡Quimeras! ¡El mundo no es eso! ¡Es preciso trabajar, ganar dinero, progresar!» Y de dentro del cuadro medieval, uno de los castos personajes podría preguntarle: «¿Pero, a qué precio?» Y, si por un segundo el materialista tuviese la consciencia recta, se quejaría: «Al precio de una esclavitud a las pasiones y vicios por toda la vida, y después una eternidad desgraciada, de esclavitud al demonio».
Por Ângela Tomé
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