Redacción (Martes, 02-10-2012, Gaudium Press) Se trata aquí de una antigua enseñanza arraigada en el Nuevo Testamento [1] y que el Concilio Vaticano II propone: «El Hijo de Dios con la encarnación se unió, de cierto modo, a todo el Hombre». Esto nos aclara que, por un lado, la unión hipostática solo la hizo Cristo una vez con la Encarnación en su humanidad en concreto y, por tanto, esa hipóstasis está completa en Él y no con la humanidad.
Podemos decir también que gracias a ese «cierto modo» que se dio con la Encarnación, la unión con toda la humanidad se hizo en el plan salvífico, pues constituye la base por la cual Cristo elevó al hombre de su miseria haciéndolo partícipe de su vida divina. Por eso, la Iglesia al proclamar en su liturgia «O félix culpa» [2], canta la alegría del Pueblo de Dios por -al pecar nuestros primeros padres- la encarnación del Verbo y el rescate del género humano con su muerte y resurrección y concedernos el don del Espíritu. Una cosa está clara y es el misterio, la grandeza y la belleza a la cual Cristo elevó al hombre de su postración a participar de una convivencia con la Trinidad, a una ‘comunio’ con ella. Sin hablar de la promesa de su presencia diaria en la Eucaristía. Jesús no se deja vencer en gracia y generosidad hacia el hombre.
La tradición de los primeros padres de la Iglesia quiso explicarnos el contexto en la figura del Buen Pastor y de la oveja perdida como símbolo de toda la humanidad pecadora. Así lo describe Gregorio de Nisa (contra Apoliarem XVI):[3]
Esta oveja somos nosotros, los hombres. Que nos hemos separado con el pecado de las cien ovejas razonables. El Salvador carga sobre las espaldas la oveja toda entera. Porque no se ha perdido solo una parte, sino porque se había perdido toda entera, por eso toda entera ha sido acompañada. El pastor la lleva en sus espaldas, o sea en su divinidad. Por esta asunción llega a ser una sola cosa con Él.
Es interesante constatar cómo esta idea de Cristo estaba arraigada profundamente en la Iglesia, de tal forma que las interpretaciones más antiguas que se conocen de Cristo, lo pintan o esculpen como el Buen Pastor, llevando sobre sus hombros la oveja. También en la Liturgia está señalado el cuarto domingo después de la Pascua, justamente como la festividad del Buen Pastor.
San Agustín comenta el hecho, también rescatado de la tradición de que:
Cuando ora el cuerpo del Hijo no se separe de sí a su Cabeza, de tal manera que ésta sea un solo salvador de su cuerpo, nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios, que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros.[4]
Esta constituye la misteriosa conexión que se estableció en la Encarnación de Cristo, como Cabeza que salva al cuerpo y que, siendo cabeza, quedó indisolublemente unida al cuerpo, de tal manera que la plenitud de este último, causada por la cabeza, constituye la salvación del mismo Cristo, ya no pensable sin el cuerpo de su Iglesia. Por tanto, tenemos dos movimientos: uno de la cabeza al cuerpo y otro del cuerpo a la cabeza. Nada de lo que ocurre en la cabeza es ajeno al cuerpo y viceversa.
Se concluye con un pensamiento del teólogo, hoy Papa Benedicto XVI, en 1968, sobre la Gaudium Spes 22:
Por primera vez en un documento de la Iglesia tenemos una versión completamente nueva de la teología cristocéntrica. Sobre la base de Cristo, esta osa presentar la teología como antropología y se muestra radicalmente teológica por el hecho de haber incluido al hombre en el discurso de Dios por medio de Cristo, manifestando de este modo la profunda unidad de la teología.[5]
Por el Diac. Francisco Berrizbeitia, EP
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[1] Ver Jo 1, 12-14; Fl 2, 5-7; 4, 4-7; Ef 4, 20-23; Hb 2, 17; 1Jo 15, 19.
[2] O félix culpa, quae talem et tantum meruit habere redemptorem(Precónio da Vigília Pascal).
[3] LADARIA L., «Jesucristo, salvación de todos», San Pablo-U.Comillas, Madrid 2007, p. 105.
[4] Idem, p. 106.
[5] GALLAGHER M., «Ludici per il corso TFC004″7, PUG, Roma 200, p. 10. (tradução nossa)
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