Redacción (Martes, 09-10-2012, Gaudium Press) La parroquia de Nuestra Señora de la Victorias era sencilla, pero llena de vida. El padre Mauricio siempre promovía diversas actividades e incentivaba la conmemoración de las fiestas de los santos del calendario litúrgico, contando masivamente con el apoyo de los feligreses, que además de participar con piedad en los actos religiosos, engalanaban el templo con flores silvestres y cintas de colores.
Los niños de la catequesis se preparaban parala Primera Comunión o para la Confirmación en grupos animados y dinámicos.
La frecuencia a los sacramentos era intensa y la aldea era una de las más tranquilas de la comarca, pues sus habitantes tenían como lema el mandamiento que Jesús nos dejó: «amaos unos a otros, como Yo os he amado» (Jn 15, 12).
No obstante, un fuerte deseo alimentaba el corazón del buen sacerdote y de los lugareños: construir una grande y hermosa iglesia en honor de su Patrona, pues el edificio existente era muy pequeño y estaba deteriorado por el tiempo.
Sin embargo, no tenían medios económicos suficientes para levantarla… La región era algo agreste y en el verano la sequía castigaba al pueblo. Había que subir a lo alto de un monte cercano para conseguir un poco de agua en el único pozo que abastecía a las familias en esa época. Era un pozo antiguo, pero que nunca se había secado. Sin embargo, en el verano de aquel año hasta parecía que su abastecimiento disminuía. Hubo algunas ocasiones en las que ni siquiera una gota de agua subió en el viejo cubo de roble… El peligro que corrían era muy grave, pues si el pozo se secaba acabarían en la miseria.
Un sábado por la mañana, los niños llegaron a la catequesis agitados, comentando la escasez de agua en sus casas y los problemas que esto estaba acarreando.
Pablito, que siempre había sido un líder, tomó la palabra y dijo:
– Tengo una propuesta que hacer para resolver el problema del agua en nuestra aldea.
Los ojitos curiosos de los niños se dirigieron hacia él. Incluso el padre Mauricio quería saber qué iba a sugerir:
– Pues bien, Pablito, di cuál es tu idea.
– ¿Por qué no le hacemos una promesa a la Virgen de las Victorias, nuestra Patrona? Le pedimos que no deje que el pozo se seque y le prometemos empezar la construcción de la iglesia en su honor, en lo alto del monte.
Los chiquillos aplaudieron la idea de su compañero y el sacerdote sonrió complacido por la fe de aquella alma inocente. Con todo, se preguntaba cómo conseguirían los medios para ello. Y el niño continuó:
– Hacemos la promesa y, seguros del socorro de Nuestra Señora, iniciamos una amplia campaña en la aldea y por toda la comarca, en beneficio de la construcción. Estoy seguro de que Ella nos atenderá y pronto tendremos nuestra bonita iglesia parroquial. ¿Qué os parece? Adriana, de tan sólo siete años, aplaudía contentísima diciendo:
– ¡Eso, eso mismo! Jamás se ha oído decir que nadie que haya acudido a la Virgen, haya sido desamparado… ¡Ella nos dará la victoria!
El piadoso párroco se emocionó y pensó: «De hecho, Dios ha escondido grandes cosas a los sabios y las ha revelado a los pequeños». Levantándose, dijo animado:
– Pues bien, ¡manos a la obra! Vamos a convocar a todos los parroquianos para nuestra osada empresa.
Aquella gente humilde y llena de fe comenzó la campaña para cumplir su promesa. Recorrían las calles, los campos y las granjas vecinas pidiendo medios, en dinero o en materiales. Enseguida apareció un ingeniero de la capital que se interesó por el proyecto e hizo los planos del templo.
Consiguió donativos en sus medios y los camiones empezaron a llegar. Los tractores subían el monte del pozo, se preparaban los cimientos y, con el transcurso de los meses, las paredes se iban levantando.
Pasó el verano, vino el otoño, el invierno, y nunca se secó el agua del viejo pozo. Pronto llegó la primavera y con ella las bendecidas lluvias abastecieron las reservas de las casas y de los campos. La edificación de la iglesia iba viento en popa y estaba previsto que terminara en el verano.
El padre Mauricio preparó el programa de inauguración del nuevo templo, incluyendo una gran procesión de traslado de la imagen de Nuestra Señora de las Victorias hasta el altar mayor, todo hecho con mármoles de colores lindísimos. Pero el verano de ese año castigaba aún más que el anterior y el agua del pozo ¡se secó completamente!
No había forma de sacar ni una sola gota… ¿La Santísima Virgen abandonaría a quienes se habían puesto bajo su protección? El sacerdote estaba preocupado, porque en dos días tendría lugar la procesión y el pueblo iba a llegar sediento a la iglesia, tras recorrer un largo camino bajo un sol abrasador para subir al monte. Confiado en el auxilio de la Madre de Dios, no canceló la ceremonia y lo hizo todo como si no hubiera ocurrido nada.
Cuando llegó el esperado día, la procesión se realizó solemne y animada. Unas imponentes andas adornadas con las flores silvestres de la región transportaba a la imagen. Los fieles cantaban y caminaban con entusiasmo.
Solo de divisar la altanera torre de la nueva iglesia sus corazones se llenaban de alegría. Cuando llegaron al templo, cansados y ahogados, no les importaba el calor que sentían y entraron con la Virgen triunfalmente. Concluida la ceremonia, no obstante, la sed apretaba… Entonces Pablito tomó la iniciativa de decir:
– No se preocupen ustedes. Hemos cumplido nuestra promesa. Hagamos una fila cerca del pozo. Nadie se irá de aquí con sed.
Todos se miraron unos a otros, pues sabían que en el pozo ya no había ni una sola gota de agua. Sin embargo, el niño había hablado con tanta convicción que la fila se formó y… ¡oh milagro! El agua rebosaba cada vez que subían el cubo. Verdaderamente la Virgen les había dado la victoria. Y nunca más tuvieron problemas con la sequía.
Por: Fernanda Cordeiro da Fonseca.
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