Redacción (Jueves, 18-10-2012, Gaudium Press) Quien haya tenido ocasión de viajar a Roma y conocer sus antiquísimos monumentos -obras maestras de la inteligencia y de la capacidad de nuestros antepasados- ciertamente habrá experimentado una fuerte atracción al llegar al Anfiteatro Flavio, más conocido por su nombre de Coliseo.
Sólido y bien edificado, con sus galerías de arcos típicamente romanos, esta construcción atraviesa los siglos, insensible al tiempo, como imagen de un pasado que pocos saben admirar. En efecto, hoy en día el Coliseo es objeto de la incesante curiosidad de los turistas, que lo visitan durante todo el año. Muchos forman interminables colas para acceder a él, con el deseo de fotografiarlo y después vanagloriarse de haber estado en uno de los lugares más famosos del mundo; otros lo recorren con el mero instinto de constatar su valor artístico y arquitectónico; pocos son, sin embargo, los que acuden a él con la intención de rezar.
San Ignacio de Antioquía devorado por los leones – |
El Coliseo, teatro de crueldades
El Emperador Vespasiano, envidiando el afectuoso recuerdo que el pueblo guardaba de César Augusto, y sabiendo que éste, antes de morir, había prometido construir un inmenso anfiteatro que excediera en esplendor a todos los edificios del mundo, concibió la idea de realizar este plan y así rivalizar en fama con su predecesor. Vespasiano inició su obra al segundo año de su subida al trono (72 d.C.), pero tampoco tendría la oportunidad de ver sus ambiciones realizadas. La muerte se lo llevó antes de haberse completado la construcción, que solamente concluyó su hijo Tito el año 80 d.C. Este último contribuyó mucho al levantamiento del anfiteatro al sumar a los trabajos unos cincuenta mil prisioneros, traídos de su victoriosa campaña en Judea.
La gigantesca mole, construida como palco de los juegos de gladiadores tan apreciados por los romanos, estaba reservada sin embargo para servir de marco a combates de fe y heroísmo mucho más gloriosos que aquellos despreciables espectáculos paganos. Si los divertimentos del Coliseo dejaron una mancha en el pasado a causa de sus horribles escenas de crueldad, otros hechos, bajo un ángulo sobrenatural, escribieron una de las páginas más bellas de la historia de la Santa Iglesia.
Pedestal de bienaventurados
El verdadero peregrino católico debe entrar al Coliseo con espíritu de piedad. No hará falta sino un breve silencio para percibir la imponderable evocación de la fe, la fuerza y el coraje que habitan entre sus numerosos arcos. Cada piedra del lugar tiene algo hermoso que contar, y hasta la hierba y los musgos más recientes desearían decir una palabra sobre aquel pasado hecho de sangre, dolor y gloria. Contemplando más detenidamente esa arena, otrora pedestal de tantos bienaventurados, podemos divisar todavía los compartimentos donde se mantenía hambrientas a las fieras. A su lado se ven también las celdas que aprisionaban a los que hoy forman una verdadera legión en el gozo de la visión beatífica. Esas venerables ruinas, en las cuales refulge un misterioso brillo sobrenatural, parecen cantar a lo largo de los siglos la célebre frase latina: sine sanguine non fit remissio ; recordando a los hombres que, para ser verdaderos discípulos de Jesucristo, es necesario seguirlo primero hasta las ignominias del Calvario para después participar del triunfo de la resurrección. Sí, fue sobre esas piedras benditas, bañadas de sangre católica, que nacieron las raíces de la era en que la filosofía del Evangelio dominó todos los pueblos.
Oigamos, pues, atentos, uno de los emocionantes hechos que esos espacios vacíos, esas murallas y arquerías quieren contarnos.
Ignacio, el Teóforo
Corría el año 106 de la era cristiana. El emperador Trajano festejaba su victoria sobre Decébalo, rey de Dacia. Queriendo manifestar su reconocimiento a los dioses, a quienes atribuía su reciente éxito, Trajano organizó una persecución contra los cristianos que negaran la existencia de tales divinidades. Entre los condenados estaba un venerable anciano, presa de un gran valor, pues se trataba del obispo de una de las ciudades de mayor importancia en aquella época, varón que gozaba de mucha estima y autoridad entre los fieles de Asia Menor, por haber sido discípulo del evangelista san Juan y designado por el propio san Pedro para asumir el cargo en aquella Iglesia: Ignacio de Antioquía.
Según una antigua tradición, el primer encuentro entre el emperador e Ignacio se dio cuando este último, sabiendo que el césar pasaba por su diócesis, fue a presentarse voluntariamente. Sometido a un interrogatorio en el cual Trajano lo trató de «espíritu malvado», respondió el santo con majestad: «Nadie puede llamar espíritu malvado al Teóforo». «¿Quién es Teóforo, Portador de Dios?» , le preguntaron. «El que lleva a Cristo en su pecho…» Instado por el emperador a explicar más dicha afirmación, el hombre de Dios declaró: «Está escrito: Habitaré y andaré en medio de ellos» (2 Cor 6, 16). Así, por esas palabras, él mismo daba testimonio de un milagro que vendría a ser confirmado después de su martirio.
Trajano ordenó que Ignacio fuera encadenado y llevado a Roma bajo la custodia de diez soldados, para ser lanzado allí a las fieras en el Anfiteatro Flavio.
Doloroso viaje, desfile triunfal
Grande fue la consternación de los fieles al conocer la sentencia dictada contra su amado pastor. Él, en cambio, se regocijaba y no dejaba de dar gracias a Dios por haber sido digno de tan gran misericordia. Ya antes de la partida, embarcando en el puerto de Seleúcida, la noticia de su arresto se extendió por aquellas regiones, y los cristianos acudían de todas partes para verlo pasar y dar un último adiós al que los precedería en el Reino de los Cielos. El doloroso viaje derivó en un verdadero desfile triunfal. En Esmirna, el obispo san Policarpo, acompañado por su rebaño, lo acogió con manifestaciones de homenaje y respeto. También las comunidades de Éfeso, Trales y Magnesia fueron a su encuentro en gran multitud, deseosas de pedirle la bendición y testimoniar los padecimientos de aquel atleta de Cristo. Él, por su parte, no se olvidó de la misión confiada por el Señor y continuaba ejerciendo su ministerio, a pesar de tener las manos atadas por los grilletes. A muchos bautizó por el camino, a otros edificó por sus palabras llenas de unción, y a un número incontable inflamó en la caridad, arrastrándolos con su ejemplo a acompañarlo en el martirio.
El doloroso viaje derivó en un verdadero desfile triunfal. Por donde pasaba el santo, las comunidades
cristianas iban en multitudes para encontrarse con él, deseosas de pedirle su bendición.
Su celo infatigable lo hizo escribir siete cartas, dirigidas a las mismas Iglesias que lo habían recibido tan fervorosamente. Sus escritos, verdaderos tesoros de doctrina y espiritualidad, pueden ser considerados como «la segunda formulación doctrinal cristiana» 1.
Celoso predicador de la doctrina
Una de sus principales preocupaciones era la unión que los fieles debían mantener con Jesucristo, a través de la legítima jerarquía: obispos y presbíteros. Así, exhortaba él en la carta a los magnesios: «Esforzaos por permanecer firmes en la doctrina del Señor y los apóstoles, para que todo cuanto hagáis tenga buen éxito en la carne y en el espíritu, por la fe y por la caridad, en el Hijo, en el Padre y en el Espíritu, en el principio y en el fin, con vuestro digno obispo y la bien entretejida corona espiritual de vuestro presbiterio, juntamente con los diáconos agradables a Dios. Sed sumisos al obispo y unos a otros como, en su humanidad, Jesucristo al Padre, y los apóstoles a Cristo y al Padre y al Espíritu, para que la unión sea corporal y espiritual» 2. En otro pasaje, aconsejaba a su amigo Policarpo: «Cuida la unidad, pues no hay nada mejor» 3
El obispo de Antioquia tiene el honor de haber sido el primero en dar a la Santa Iglesia el glorioso título de católica: «Donde esté el obispo, allí estarán también las multitudes, de la misma forma que donde esté Jesucristo, allí estará la Iglesia Católica» 4.
También fue él el defensor de un punto que sólo siglos más tarde recibiría la categoría de dogma: el parto virginal de la Santa Madre de Dios. Así escribió a los efesios: «Al príncipe de este mundo fue ocultada la virginidad de María, su parto y también la muerte del Señor» 5. A sus queridos esmirnenses también afirmaba: «Creyendo de igual modo que verdaderamente nació de la Virgen, fue bautizado por Juan ‘para que en él se cumpliese toda la justicia'» 6.
La doctrina de Ignacio era clara y segura, tomada de los labios del discípulo al que se habían revelado tantos misterios cuando reclinó su cabeza sobre el pecho del Verbo Encarnado y en los muchos años de vida junto a María Santísima.
«Voy en pos de aquel que murió por nosotros»
Si las cartas de este insigne doctor manifiestan toda la riqueza de la enseñanza teológica, hay una, enviada a los romanos, que deja entrever el sublime ardor de su alma, elevada a las cimas de la más pura mística. Habiendo tenido noticia de que los fieles de Roma buscaban interponer toda su influencia para librarlo de la mortal condena, se apresuró a dirigirles desde Esmirna una súplica emocionante: «Escribo a todas las Iglesias y anuncio a todos que voluntariamente muero por Dios si vosotros no lo impedís. Os ruego que no tengáis para mí una benevolencia inoportuna. Dejadme ser pasto de las fieras por medio de las cuales podré alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios que ha de ser molido por los dientes de las fieras para ser presentado como pan puro de Cristo.
«Azuzad, al contrario, a las fieras para que se conviertan en sepulcro mío sin dejar rastro de mi cuerpo: así no seré molesto a nadie ni después de muerto. Cuando mi cuerpo haya desaparecido de este mundo, entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo. Haced súplicas a Cristo por mí, que por este medio me vuelva una hostia para Dios. […]
«Que nada de lo visible o de lo invisible me impida maliciosamente alcanzar a Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de huesos, descoyuntamientos de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, torturas atroces del diablo, sólo con que pueda yo alcanzar a Cristo. […]
«Voy en pos de aquel que murió por nosotros: voy en pos de aquel que resucitó por nosotros. Mi parto está ya inminente. Perdonad lo que digo, hermanos: no me impidáis vivir, no os empeñéis en que no muera; no me entreguéis al mundo, cuando yo quiero ser de Dios. […] «Os escribo estando vivo, pero anhelando la muerte. Mi amor está
crucificado, y no queda ya en mí fuego para consumir la materia, sino
sólo una agua viva que habla dentro de mí diciéndome desde mi interior:
‘Ven al Padre’ […]
«Si fuera martirizado, me habéis querido bien. Si fuera rechazado, me habéis odiado » 7.
Expresiones de tan heroica caridad sólo podían brotar de un corazón tomado por la gracia del martirio de manera superabundante. Por supuesto, así lo explica Santo Tomás de Aquino: «El martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que se demuestra tener tanto mayor amor a una cosa cuando por ella se desprecia lo más amado y se elige sufrir lo que más se odia. Ahora bien: es obvio que entre todos los bienes de la vida presente el hombre ama sobre todo su propia vida, y por el contrario experimenta el mayor odio hacia la muerte, especialmente si es con dolores y tormentos corporales, por cuyo temor hasta los mismos animales se abstienen de los máximos placeres, como dice Agustín. Según esto, parece claro que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, como signo de máxima caridad, conforme a las palabras la Escritura: ‘No hay mayor prueba de amor que dar la vida por sus amigos'» 8.
Un luchador resignado sólo puede ser traidor
Esta excelencia de la caridad que invadía el interior de nuestro santo iba creciendo a medida que el viaje se acercaba a la meta tan anhelada. Embarcando en el puerto de Dirraqui -siempre bajo la mirada vigilante de los guardias, a los cuales llamaba «los diez leopardos» por los malos tratos que le inflingían- enfrentó una larga travesía, bordeando el sur de Italia y, por fin, desembarcó en Ostia el 20 de diciembre del año 107, último día de las fiestas públicas que se celebraban en Roma.
En la orgullosa metrópolis de los emperadores se conmemoraba todavía el triunfo de Trajano sobre los dacios. Durante 123 días se habían prolongado los espectáculos en los cuales murieron 10.000 gladiadores y 12.000 fieras. El obispo Ignacio era esperado con ansiedad por la turba pagana, pues las víctimas ilustres y de aspecto venerable causaban más atracción en los juegos circenses. Por eso los soldados lo llevaron allá sin más demora. Los cristianos le recibieron en las puertas de la ciudad con manifestaciones de sincera admiración y respeto. Se alegraban al verlo, pero lamentaban, al mismo tiempo, que les fuese arrebatado tan pronto. Le rogaron, pues, que obtuviese de Dios el favor de que algunas reliquias suyas les fueran dejadas después del martirio. Aunque contra su voluntad -porque deseaba ser devorado por completo- el santo varón accedió bondadosamente en hacerse cargo de un pedido tan filial.
Arrastrando sus cadenas, Ignacio atravesó las calles pavimentadas de la capital del imperio: a lo lejos podía divisar los imponentes muros del Coliseo dominando el valle, circundado por los montes Palatino, Esquilino y Célio. Aquel edificio representaba para él el fin de sus anhelos, la realización de sus esperanzas más íntimas, la consumación de su holocausto. Caminaba apresuradamente, no con la resignación de un condenado, sino impelido por los ardores de un entusiasmo que ya no cabían dentro de su alma, convencido de que un luchador resignado es un traidor. Aquel edificio le serviría de tumba y de altar, convirtiéndose además en el pedestal desde donde su espíritu volaría al cielo.
«Desearía ser triturado como el trigo»
Una numerosa multitud acudía al Coliseo para presenciar el sangriento espectáculo y divertirse con la destrucción del cuerpo del mártir. Éste, sereno y alegre, no manifestó la menor vacilación cuando las puertas fueron abiertas y entró en el vasto anfiteatro, a la espera del trágico momento en que las bestias feroces fuesen liberadas. Las burlas y los escarnios de esos paganos no significaban nada para él; al contrario, eran una razón más para creer en la invisible cohorte de bienaventurados que le esperaban con una palma y una corona.
Se escucharon aclamaciones festivas en la multitud, seguidas por silencio y un gran suspenso: los hambrientos leones irrumpieron en la arena, impetuosos, para abalanzarse sobre la pura e inocente víctima para devorarlo. Mientras, con una majestad e imperio que sólo poseen las almas tomadas por el Espíritu Santo, el mártir las paralizó a medio camino con un simple gesto de su mano.
En un movimiento solemne, se arrodilló, elevando los brazos al cielo, clamó en alta voz: «Señor, los que me acompañaron y que son también vuestros hijos me pidieron rezar para que algo sobre de este martirio, algo que sirva de estímulo a su fe. Yo quisiera ser triturado como el trigo, para ser ofrecido a vos como hostia pura. Os ruego, Señor, que cumplas la voluntad de ellos y también la mía».
Después de la oración, presenciada con estupefacción por la horda criminal y pagana, y con respeto por las fieras, el santo hizo un noble gesto que sacó a los animales de su milagroso encantamiento y dar salida a los instintos de su voraz naturaleza.
Vista interior del Coliseo |
Pocos minutos después entraron los gladiadores para encadenar a esos animales que habían saciado su apetito bestial con las carnes de un nuevo serafín. Ante la arena vacía y el espectáculo terminado, la asistencia se retiró holgazana y frustrada. ¡Qué demostración de fe y de nobleza habían presenciado!
«Ponme como un sello en tu corazón»
Los cristianos todavía permanecían por allí a la espera de la puesta del sol. Y cuando el manto de la noche cubrió la ciudad de Roma, penetraron en el recinto buscando la arena convertida en reliquia al ser empapada por la sangre de aquel que ahora los precedía en la gloria celestial.
¡Un milagro! ¡Encontraron intactos un fémur y el corazón! Llenos de sobrenatural entusiasmo, caminaron sin medir distancias rumbo a las catacumbas y después de algunas horas, constataron, a la luz de las lámparas, otro milagro: en un círculo, las venas y las arterias del corazón del santo mártir constituían las célebres palabras: Iesus Nazarenum, Rex Iudeorum.
Ignacio, el Teóforo, el portador de Dios, había dado testimonio de su nombre con aquel conmovedor prodigio. Su corazón amante fue subyugado y modelado por el Amado, según aquella petición del cántico: «Ponme como un sello en tu corazón» (Cant 8, 6). Ni las tribulaciones, ni las cadenas, ni los suplicios, ni la propia muerte habían podido separarlo del amor de Cristo, por su santa vida, rica en predicaciones, en caridad y ejemplos, se asemejó al Divino Maestro, imitándolo como verdadero pastor de ovejas. Por su generosa entrega llevada al extremo de su inmolación, alcanzó para siempre aquella «única cosa necesaria» (Lc 10, 42): la vida eterna junto a Aquél a quien buscaba en la Tierra, Jesús.
A este santo varón de Dios bien podrían serle aplicadas las bellas pala bras de un autor medieval: «Fuerte es el amor, que tiene poder para privarnos del bien de la vida. Fuerte es el amor, que tiene poder para restituirnos el gozo de una vida mejor. Fuerte es la muerte, poderosa para despojarnos del revestimiento de este cuerpo. Fuerte es el amor, poderoso para robarnos los despojos de la muerte y entregárnoslos de nuevo.
«Fuerte es la muerte, el hombre no puede resistirla. Fuerte es el amor, que puede vencerla, embotarle el aguijón, trabarle el ímpetu, quebrantarle la victoria» 9.
Y una vez más cayó la noche sobre la grandiosa mole del Coliseo. Las arenas del circo pagano regadas por la sangre del que había llevado en su pecho al Redentor, se transformaron de nuevo en campo arado y fértil, de donde germinarían muchos otros hijos de la Esposa Mística de Cristo.
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