Ciudad del Vaticano (Lunes, 22-10-2012, Gaudium Press) En el 86° Día Mundial de las Misiones, Benedicto XVI canonizó a los siete nuevos santos con votos de que su testimonio de vida pueda reforzar y apoyar a la Iglesia en su misión de anunciar el Evangelio al mundo entero. Con numerosa participación de fieles de todo el mundo, el Papa proclamó santos a: Jacques Berthieu, sacerdote profeso de la Compañía de Jesús, mártir; Pedro Calungsod, catequista laico, mártir; Giovanni Battista Piamarta, sacerdote, fundador de la Congregación de la Sagrada Familia de Nazaret y de las Humildes Siervas del Señor; María Carmen Sallés y Barangueras, fundadora de la Congregación de las Hermanas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza; Marianne Cope, religiosa profesa de la Congregación de la Orden Tercera de San Francisco de Syracuse; Kateri Tekakwitha, laica; Anna Schäffer, laica.
Fotos: Radio Vaticano |
Una bellísima fiesta, muy alegre y bendecida con el sol. Con estas palabras se podría describir la atmósfera de ayer en la Misa de canonización en la Plaza San Pedro. Los sectores se llenaron de peregrinos en seguida. El Papa saludó a los presentes desde el papamóvil al final de la misa al atravesar los diversos sectores de la Plaza.
«El Hijo del Hombre vino para servir y dar la vida en rescate por muchos (cfr Mc 10,45)». Esas palabras del Evangelio de Marcos fueron el lema de la homilía del Papa. Antes de presentar a los nuevos santos, reafirmó que «la santidad en la Iglesia tiene siempre su fuente en el misterio de la Redención» y confirma la «misteriosa realidad salvífica de la misma».
«Con heroico coraje ellos vivieron su existencia en la total consagración a Dios y en el generoso servicio a los hermanos. Son hijos e hijas de la Iglesia que escogieron la vida del servicio siguiendo al Señor».
Entre los concelebrantes por la Beata María Carmen Sallés y Barangueras junto al arzobispo de Madrid, card. Antonio María Rouco Valera, estaba también el arzobispo de San Pablo, card. Odilo Pedro Scherer. Presentando su figura el Papa observó que ella «Viendo su esperanza llenada, después de muchas dificultades, al contemplar el progreso de la Congregación de las Religiosas Concepcionistas Misioneras de Enseñanza, pudo cantar junto con la Madre de Dios: «Su amor de generación en generación, llega a todos los que lo respetan». Su obra educativa, confiada a la Virgen Inmaculada, continúa dando frutos abundantes entre los jóvenes y a través de la entrega generosa de sus hijas que, como ella, se confían al Dios que puede todo».
Continuando el saludo en lengua española, deseó que «desde el cielo, ella sigue exhortando a todos, pero especialmente a sus hijas, las Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, a acoger y meditar fielmente en su corazón la palabra de Dios, llevándola a la práctica con espíritu de servicio, confianza y humildad, a ejemplo de la Inmaculada Virgen María. Que, ayudados con la intercesión de la nueva Santa, sean cada vez más quienes anuncien y den testimonio con valentía del Evangelio de Jesucristo, sobre todo entre los jóvenes.»
La presencia más numerosa en la Plaza San Pedro era la de filipinos, los residentes en Roma y también los que vinieron del país. Todos por Pedro Calungsod, el primer santo de esta nación. «Pedro Calungsod nació aproximadamente en el año 1654, en la región de Visayas, Filipinas. Su amor a Cristo lo inspiró a prepararse como catequista con los misioneros jesuítas de la región. En 1668, junto con otros dos jóvenes catequistas, acompañó al Padre Diego Luiz de San Vitores a las Islas Marianas con el fin de evangelizar al pueblo Chamorro. En ese lugar, la vida era difícil y los misioneros enfrentaron la persecución nacida de la envidia y de calumnias. Pedro, con todo, demostró una gran fe y caridad, y continuó catequizando a sus muchos convertidos, dando testimonio de Cristo a través de una vida de pureza y dedicación al Evangelio. Su deseo de ganar almas para Cristo se sobreponía a todo, y eso lo llevó a aceptar decididamente el martirio. Murió el día 2 de abril de 1672. Algunos testigos contaron que Pedro podría haber huido para un lugar seguro, pero eligió permanecer al lado del Padre Diego. El sacerdote, antes de ser muerto, pudo dar la absolución a Pedro. ¡Que el ejemplo y el testimonio corajudo de Pedro Calungsod inspire al dilecto pueblo de Filipinas a anunciar corajudamente el Reino y ganar almas para Dios!»
También para los americanos autóctonos la ceremonia de ayer tuvo un valor particular. El Santo Padre proclamó la primera santa de la tribu Mohawk. Kateri Tekakwitha nació en lo que hoy es el Estado de Nueva York, en 1656, hija de padre Mohawk y de madre Algoquin cristiana, que le transmitió la fe en el Dios vivo. Fue bautizada a los 20 años de edad; para escapar de la persecución, se refugió en la Misión San Francisco Javier, cerca de Montreal. Allí ella trabajó, fiel a las tradiciones culturales de su pueblo, aunque renunciando a las convicciones religiosas de éste, hasta su muerte con 24 años. Llevando una vida simple, Kateri permaneció fiel a su amor por Jesús, a la oración y a la Misa diaria. Su mayor deseo era saber y hacer aquello que agradaba a Dios».
Dos mujeres del ‘apostolado del sufrimiento’
Entre los nuevos santos hay también dos mujeres del apostolado del sufrimiento: Marianne Cope, que junto al Padre Damián dedicó su vida a los leprosos en Hawai. «Ella partió, junto con seis hermanas de su congregación, para administrar personalmente un hospital en Oahu, fundando en seguida el Hospital Mamulani, en Maui, y abriendo una casa para niñas de padres leprosos. Cinco años después, aceptó la invitación para abrir una casa para mujeres y niñas en la Isla de Molokai, partiendo con coraje y, encerrando así su contacto con el mundo exterior. Allí, cuidó del Padre Damián, entonces ya famoso por su trabajo heroico con los leprosos, asistiéndolo hasta su muerte y asumiendo su trabajo con los leprosos. En una época en que poco se podía hacer por aquellos que sufrían de esa terrible enfermedad, Marianne Cope demostró un inmenso amor, coraje y entusiasmo. Ella es un ejemplo luminoso y valioso de la mejor tradición de religiosas católicas dedicadas a la enfermería y del espíritu de su amado San Francisco de Asís».
Otra fue la joven alemana: Anna Schäffer de Mindelstetten. Por causa de un grave accidente sufrió quemaduras incurables en las piernas, pero vio su situación como «un llamado amoroso del Crucificado para que lo siguiese. Fortalecida por la comunión diaria, se tornó una intercesora incansable a través de la oración y un espejo del amor de Dios para las numerosas personas que buscaban consejo. Que su apostolado de oración y sufrimiento, de ofrenda y expiación sea para los creyentes de su tierra un ejemplo luminoso y que su intercesión fortalezca la actuación bendecida de los centros cristianos de curas paliativas para enfermos terminales».
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