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Purgatorio: Misterioso paraje entre la Tierra y el Cielo

Redacción (Viernes, 02-11-2012, Gaudium Press) Muéstrate conciliador con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel.

«Te lo aseguro: no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo» (Mt 5, 25-26).

Jesús hablaba a los apóstoles acerca de los castigos que esperan a los pecadores después de la muerte. Antes se había referido al fuego de la gehena -el Infierno-, una prisión eterna. Pero aquí habla de una cárcel de la que se puede salir, siempre que se haya pagado la deuda hasta el último céntimo.

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San Odilón instituyó en el
calendario litúrgico cluniacense
la «Fiesta de los Muertos».

Vitral del Museo de Cluny

 

Esa prisión temporal -un estado de purificación para los que mueren cristianamente sin alcanzar la perfección- es el Purgatorio. Prisión misteriosa y temible, pero donde reina la esperanza y los quejidos de dolor se mezclan con himnos de amor a Dios.

Estimado lector, aquí tenemos un asunto del que poco se habla pero cuyo conocimiento es vital para nosotros y nuestros seres queridos que dejaron esta vida.

Lo invito a repasar conmigo diversos aspectos de este importante tema.

La fiesta de difuntos

El 2 de noviembre, la sagrada liturgia se acuerda de forma especial de los fieles difuntos. Después de regocijarse el día anterior, en la fiesta de Todos los Santos, por el triunfo de sus hijos que ya alcanzaron la Gloria del Cielo, la Iglesia dedica su maternal desvelo a los que sufren en el Purgatorio y claman con el salmista: «Saca mi alma de la cárcel para que pueda alabar tu nombre. Me rodearán los justos en corona cuando te hayas mostrado propicio a mí» (Sal 141, 8).

La génesis de esta fiesta está en la orden benedictina de Cluny, cuando su quinto abad san Odilón, instituyó en el calendario litúrgico cluniacense la «Fiesta de los Muertos», dando a sus monjes la ocasión de interceder por los difuntos y ayudarlos a entrar en la bienaventuranza.

A partir de Cluny esta fiesta se fue extendiendo entre los fieles hasta su inclusión en el Calendario Litúrgico de la Iglesia, volviéndose una devoción habitual del mundo católico.

Quizás el lector, como gran número de fieles, acostumbrará visitar el cementerio en aquel día, para recordar y elevar una plegaria por familiares y amigos fallecidos. Sin embargo, muchos cristianos no dan oídos a la llamada de su corazón, que los mueve a sentir añoranza de sus seres queridos y aliviarlos con una oración. Ya sea por falta de cultura religiosa o de quien las incentive y oriente, muchas personas ni siquiera ven la necesidad de rezar por las almas de los fallecidos.

A muchas otras la realidad del Purgatorio les causa extrañeza y antipatía.

Pues bien, por amor a las almas que esperan verse libres de sus manchas para entrar al Paraíso, para estimular en nosotros la caridad hacia estos hermanos necesitados de nuestra intercesión y también para nuestro provecho, indaguemos el «por qué» y «para qué» de la existencia del Purgatorio.

Purificación necesaria para entrar al Cielo

Sabemos que la Iglesia Católica es una. Lo confesamos en el Credo.

Sin embargo, sus miembros están en lugares diversos, como enseña el Concilio Vaticano II. Algunos «peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados» (Lumen Gentium, 49).

Entre la tierra y el Cielo puede tener cabida, en el itinerario del alma fiel, una estación intermediaria de purificación. El Catecismo de la Iglesia nos enseña que por ella pasan los que «mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados».

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En virtud de lo cual «sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el Cielo» (CIC, n. 1030).

Este estado de purificación nada tiene que ver con el castigo de los condenados al Infierno. Pues las almas del Purgatorio tienen la certeza de haber conquistado el cielo, aunque su entrada en él sea aplazada en virtud de los residuos del pecado.

La primera epístola a los Corin­tios hace referencia al examen a que serán sometidos los cristianos, los que, habiendo recibido la fe, deben continuar en sí mismos la obra de su santificación. Cada uno será medido respecto de la perfección que haya logrado: «Si sobre este cimiento uno edifica con oro, plata, piedras preciosas o madera, heno, paja, su obra quedará de manifiesto; pues en su día el fuego lo revelará y probará cuál fue la obra de cada cual. Aquel cuya obra subsista recibirá la recompensa, y aquel cuya obra sea consumida sufrirá el daño. Él, no obstante, se salvará, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Cor 3, 12-15).

«Se salvará», dice el apóstol, excluyendo el fuego infernal, del que ya nadie puede salvarse, y refiriéndose al fuego temporal del purgatorio.

Haciendo mención de este y otros trechos de la Escritura, la Tradición de la Iglesia nos ha hablado de un fuego purificador, como explica san Gregorio Magno en sus Diálogos: «Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, como lo afirma Aquel que es la Verdad al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos colegir que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, y otras en el siglo futuro».

¿Por qué existe el Purgatorio?

¿Acaso Dios es tan riguroso que no tolera ni la más mínima imperfección, limpiándola con terribles penas? Es una pregunta que puede hacerse con facilidad.

En primer lugar debemos considerar que después de nuestra muerte no seremos juzgados según nuestro criterio personal, pues «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, porque el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 Sam 16, 7) Estaremos ante la presencia de un Juez sumamente santo y perfecto, y en su Reino «nada impuro puede entrar» (Ap 21, 27) En efecto, ante la presencia de Dios, de su Luz purísima, el alma percibe en sí cualquier pequeño defecto, juzgándose ella misma indigna de tal majestad y grandeza. Santa Catalina de Génova, gran mística del siglo XV, dejó una obra muy profunda sobre la realidad del Purgatorio y del Infierno.

Explica lo siguiente: «Digo más: en lo que a Dios concierne, veo que el paraíso no tiene puertas y que puede entrar y salir quien quiera, porque Dios es todo misericordia y sus brazos están siempre abiertos para recibirnos en la gloria; pero la divina Esencia es tan pura -infinitamente más pura de lo que la imaginación pueda concebir- que el alma, viendo en sí misma la más ligera imperfección, prefiere arrojarse ella misma en mil infiernos antes que presentarse sucia en presencia de la divina Majestad. Sabiendo entonces que el purgatorio ha sido creado para purificar, ella misma se precipita en él y encuentra ahí una gran misericordia: la destrucción de sus faltas».

¿Qué son estas manchas que deben purificarse en la otra vida? Son resquicios de apego exagerado a las criaturas, es decir, las imperfecciones y los pecados veniales, así como la deuda temporal de los pecados mortales ya perdonados en el sacramento de la Reconciliación.

Todo esto disminuye el amor a Dios en el alma.

A causa de esta afección desordenada se establece un estado de desorden en nuestro interior, alejándonos del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas.

Esta es la causa, como nos explica Santo Tomás, por la cual, antes de acceder a la Gloria Celestial «la justicia de Dios exige una pena proporcional que restablezca el orden perturbado» (Suma Teológica, Supl., q. 71, a. 1) Las almas se sujetan a este castigo incluso con alegría, en plena conformidad con la voluntad del Señor.

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«Quien muera con el Escapulario no padecerá el fuego del infierno»

Su único deseo es verse limpias y poder configurarse con Cristo.

San Francisco de Sales nos dice que las almas en este estado «se purifican voluntariamente, amorosamente, porque Dios así lo quiere» y «porque están seguras de su salvación, con esperanza inigualable».

La pena del Purgatorio

Los dolores sufridos en ese lugar de purificación son «tan intensos que la mínima pena del Purgatorio excede a la mayor de esta vida» (Suma Teológica, Supl., q. 71, a. 2). Incluso así, san Francisco de Sales pondera que «el Purgatorio es un feliz estado, más deseable que temible, ya que las llamas que hay en él son llamas de amor».

¿Cómo entender que ese terrible sufrimiento esté al mismo tiempo traspasado de amor? Verdaderamente, el mayor tormento de las almas del Purgatorio -la «pena de daño»- es causado por el amor. Dicha pena consiste en el aplazamiento de la visión de Dios. El hombre, creado para amar y ser amado, descubre al abandonar esta tierra la inefable belleza de la Luz divina, y a ella tiende con todas sus fuerzas, como el ciervo sediento corre en dirección a la fuente de las aguas. Sin embargo, viendo en sí el defecto del pecado, queda privado temporalmente de tan pura presencia.

Entonces, lejos de Aquel que es la suprema y única felicidad, el alma padece sufrimiento incalculable.

A nosotros, todavía peregrinos en este valle de lágrimas, nos cuesta entender la inmensidad de tal dolor. Vivimos sin ver a Dios aunque creamos en él. Somos como ciegos de nacimiento, nunca hemos visto el Sol de Justicia, que es Dios, y aunque sintamos su calor, no podemos hacernos idea de su resplandor y grandeza.

Sin embargo, las almas benditas del Purgatorio, al abandonar el cuerpo inerte, disciernen la inefable y purísima belleza de Dios, sin que la puedan poseer inmediatamente. Santa Catalina de Génova emplea una metáfora muy expresiva para explicar este dolor: «Supongamos que en el mundo entero no hay más que un solo pan para saciar el hambre de todas las criaturas, y que con sólo verlo quedan satisfechas.

El hombre saludable tiene el instinto natural de alimentarse.

Imaginémoslo capaz de abstenerse de los alimentos sin morir, sin perder la fuerza ni la salud, pero sintiendo que su hambre crece más y más.

Pues bien, sabiendo que sólo aquel pan podrá satisfacerlo y que mientras no lo obtenga su hambre no se aliviará, sufrirá penas intolerables que serán tanto más grandes mientras más lejos se halle del pan».

A pesar de todo, las almas del Purgatorio poseen la certeza de que algún día se saciarán plenamente con ese Pan de la Vida, que es Jesucristo, nuestro amor, y en eso difiere su sufrimiento del de los condenados al infierno, que nunca podrán acceder a la Mesa del Reino de los Cielos.

Esperanza y desesperanza es la diferencia fundamental entre ambos lugares.

Disposición de las almas en el Purgatorio

Por eso existe en las almas del Purgatorio un matiz de alegría en medio del dolor. De forma brillante lo explica el Papa Juan Pablo II en la alocución del 3 de julio de 1991: «Aunque el alma deba sujetarse, en el paso rumbo al Cielo, a la purificación de las últimas escorias mediante el Purgatorio, ella ya está llena de luz, de certeza, de alegría, porque sabe que pertenece para siempre a su Dios».

Y santa Catalina de Génova afirma: «Tengo por cierto que en ningún otro lugar, exceptuando el cielo, puede hallarse el espíritu en una paz semejante a la que gozan las almas del Purgatorio».

Esto se debe a que el alma queda fija en la disposición que tenía al momento de morir, o sea, a favor o en contra de Dios. La libertad humana cesa con la muerte, y habiendo muerto en la amistad con Dios, el alma del Purgatorio se amolda con toda docilidad a su santa voluntad. Esta es la raíz de una paz tan profunda en medio de terribles sufrimientos.

Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, aconseja con vehemencia: «Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida. ¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!» Sin embargo, su discípula santa Teresita del Niño Jesús formula de manera sorprendente su actitud frente al Purgatorio: «Si tuviera que ir al purgatorio me sentiré muy dichosa; haré como los tres hebreos en la hoguera, caminaré entre las llamas entonando el canto del amor».

Una actitud no se contrapone a la otra, más bien se completan. Incluso si tuviéramos que pasar por un sitio tan doloroso, conservemos una confianza ilimitada en la bondad divina.

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De cualquier modo, la Santa Iglesia coloca maternalmente a nuestra disposición las indulgencias, para librarnos de las penas del purgatorio. Pero esta temática puede quedar para otro artículo.

Ayudemos a las benditas almas

No debemos pensar sólo en nuestro destino personal; preguntémonos también cómo ayudar a las almas que allí están en espera de su liberación. Ellas no pueden hacer nada por sí mismas, pues están privadas de alcanzar méritos, y dependen de nosotros. Interceder por ellas es una bellísima y valiosa obra de misericordia, pues en cierto modo, nadie hay más desamparado que estas benditas almas.

La costumbre de rezar por las almas de los difuntos viene del Antiguo Testamento.

Diversos Padres de la Iglesia fomentaron también esta práctica, como san Cirilo de Jerusalén, san Gregorio de Nisa, san Ambrosio y san Agustín. El Concilio de Lyon enseñaba en el siglo XIII: «para aliviar estas penas, [a las almas] les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, es decir, el sacrificio de la Misa, las oraciones, limosnas y otras obras de piedad que, según las leyes de la Iglesia, han acostumbrado hacer unos fieles por otros».

¡Cuán bella es la devoción a las benditas almas del Purgatorio! Agradable a Dios, y nos aprovecha también a nosotros, transportándonos a la verdadera dimensión cristiana de la existencia, que nos hace vivir en contacto y comunión con lo sobrenatural, con lo futuro en el sentido más pleno de la palabra. ¡Cuánto nos serán agradecidas estas pobres almas al recibir nuestro interés y nuestro auxilio! Podrán ser nuestros parientes, o hasta nuestros padres. Quizás sea incluso alguien a quien no conozcamos, pero de quien recibiremos una afectuosísima acogida en la eternidad. En el Cielo, y mientras todavía estén en el purgatorio, rezarán con ahínco por nosotros, porque Dios así se los permite.

A modo de conclusión, quisiera hacer una propuesta al lector: ore por estas almas necesitadas, ofrezca la Santa Misa, dé limosna, bríndeles sacrificios y haga que otros se vuelvan devotos fervorosos de las benditas almas.

¿Sabe quién será el más beneficiado? ¡Usted mismo!

Fuentes documentales sobre el Purgatorio

La doctrina católica sobre el Purgatorio fue definida en especial durante en los Concilios de Florencia (1438-1445) y de Trento (1545-1563) tomando como base la Escritura (2 Mac 12, 42-46; 1 Cor 3, 13-15) y la Tradición, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1030-1031).

La Constitución Dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, aborda la cuestión en su número 50.

En su solemne profesión de fe titulada Credo del Pueblo de Dios, realizada el 30 de ju­nio de 1968, el Papa Pablo VI incluye a las almas «que deben purificarse todavía en el fuego del Purgatorio» (n. 28).

El Papa Juan Pablo II se refiere al Purgatorio en varios documentos: – Mensaje al Cardenal Penitenciario Mayor de Roma, 20/3/98; – Carta al obispo de Autum, Châlon y Mâcon, Abad de Cluny, 2/6/98; – Audiencia General del 22/7/98; – Audiencia General del 4/8/99; – Mensaje a la Superiora General del Instituto de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio, 2/9/2002.

Por el P. Carlos Werner Benjumea EP

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