Redacción (Martes, 20-11-2012, Gaudium Press) Existen en la naturaleza ciertos fenómenos meteorológicos de los cuales bien podemos sacar una gran lección para nuestra vida espiritual. En efecto, al contemplar una bella puesta del sol, o la feria de colores de un magnífico arcoíris, o, quizás la blancura espectacular de un campo totalmente nevado, nuestras almas alaban al Creador por todos los dones de la Creación. Nos unimos entonces a Él por la consideración maravillada de estos prodigios naturales: dichos espectáculos bien representan la unión del alma justa con el Creador.
Sin embargo otros fenómenos, completamente distintos de los que arriba fueron vistos, bien representan la Justicia Divina, Majestuosa e Implacable hacia el pecador empedernido. Así la vemos representada en las feroces tempestades, en los ensordecedores – pero cuán deslumbrantes – truenos, y aún en el tremendo y destructivo huracán…
¡Es justamente esta Divina Implacabilidad del Creador la que vemos representada en algunos salmos de las Sagradas Escrituras! «¿Si tuvieras en cuenta nuestros pecados, Señor, quién podrá subsistir delante de vos?» (Sl 129, 3); «Vuestra cólera nada escatimó en mi carne, por causa de mi pecado nada hay de intacto en mis huesos» (Sl 37, 4); «En vuestra cólera no me reprendáis, en vuestro furor no me castiguéis» (Sl 6, 2): estos y algunos otros salmos nos demuestran la Inexorabilidad de Dios hacia aquellos que no se arrepienten de sus delitos… ¿Pero será solamente ese aspecto que el lector encontrará en la lectura de los salmos penitenciales, esas verdaderas y valiosas joyas de literatura? En los salmos penitenciales encontramos ríos de sabiduría, alabanza y perdón.
El libro de los Salmos, una obra sapiencial
Sabiduría. Los salmos que acabamos de contemplar componen, junto con muchos otros, el libro de los Salmos. Originariamente se titulaba como el libro de los Himnos, y con la traducción de los LXX pasó a denominarse tal cual lo conocemos. Junto con los libros de Job, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, el de la Sabiduría y el Eclesiástico, el Libro de los Salmos compone en el Antiguo Testamento la clase de los libros conminados como Sapienciales. Así son denominados porque por medio de ellos podemos tomar los supuestos necesarios para, a partir de las criaturas, conocer a Dios. En ellos encontramos la nota común de consejos divinos para tener una vida justa, y, por medio de ésta, estar en paz con el Creador. Ellos enseñan a vivir con sabiduría.
En el caso concreto del libro de los Salmos, él está compuesto por 150 salmos que fueron redactados en las más diversas épocas, y por varios autores… Primeramente eran todos ellos atribuidos a aquel que es conocido como el «Cantor de los Salmos de Israel» (2 Sm 23, 1): el Profeta David. Posteriormente se verificó que sería más correcto afirmar que los salmos fueron escritos no solo por uno, sino por diversos autores. Así vemos, entonces, en algunos la pluma del Gran David, que marcó no solo la historia del pueblo hebreo, sino la del mundo por ser uno de los antepasados de Nuestro Señor; en otros salmos, encontramos la pluma de personajes tragados por el anonimato de la Historia – de los cuales ni siquiera se conoce la vida – como a Asaf, Heman y los hijos de Coré; y en otros salmos, el anónimo es el autor. Pero toda esta cuestión es secundaria, teniéndose en consideración la belleza, el objetivo y los varios modos con los cuales fueron escritos los salmos.
Por el Diác. Felipe Isaac Paschoal Rocha, EP
(Mañana: Modos de alabar a Dios – Clamorosos pedidos de perdón)
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