Redacción (Jueves, 13-12-2012, Gaudium Press) Fue dentro de las fronteras del Imperio Romano que, por designio del Altísimo, nació la Santa Iglesia Católica. Entretanto, ese inmenso poder temporal, viendo el poder espiritual nacer misteriosamente y florecer con rapidez desconcertante, se mostró al inicio intrigado y receloso, y, por último, hostil al punto de llegar a las violencias más extremas.
Las sublimes enseñanzas cristianas contradecían frontalmente las costumbres vigentes entre aquellos hombres de corazón duro. Víctima de toda suerte de calumnias, la Iglesia naciente se vio blanco de sangrientas persecuciones desencadenadas por las autoridades romanas con el objetivo de sofocarla de modo inexorable.
Entretanto, era el propio Dios quien permitía que su Iglesia pasase por la larga prueba del dolor y el sacrificio. ¡En efecto, después de cada persecución, el Cristianismo resurgía más numeroso, brillante y lleno de fe!
En el reinado de Diocleciano (284-305), ese clima de horror llegó al auge. Por un edicto de este emperador, todas las iglesias deberían ser demolidas y todos los cristianos que ejercían cargos públicos serían obligados a abjurar la fe en Cristo.
Es en esta última fase del período de las grandes persecuciones que surge un alma de rara virtud: la joven Lucía.
Voto de virginidad
El nombre Lucía tiene su origen en la palabra latina «lux», y resuena en nuestros oídos, cargado de connotaciones heroicas, trayéndonos a la memoria una vida llena de luz y gloria, porque hecha de sangre y dolor.
Nacida en Siracusa, y oriunda de una familia noble y cristiana, ya en el florecimiento de la adolescencia se consagró a Jesús, ofreciéndole la flor de su virginidad.
Esta promesa de castidad perfecta no era rara en los principios del Cristianismo, pues el propio Salvador llamaba a gran número de almas a la práctica de esta angélica virtud. Un día, respondiendo a una pregunta de los discípulos sobre los pesados encargos del casamiento, les dijo el Maestro: «No todos son capaces de comprender esta doctrina, sino solamente aquellos a quien fue concedido de lo alto» (Mt 19-11). Hay hombres, prosiguió Él, que son inaptos para la vida conyugal, y otros, al contrario, que de libre y espontánea voluntad renunciaron al matrimonio «por amor al Reino de los Cielos» (Mt 19,12). Por primera vez resonaba en la Historia el llamado cristiano a la virginidad, y su eco repercutiría en almas como las de Cecilia, Ágata, Inés, y tantas otras que, sobreponiéndose a las leyes de la carne y la materia, se lanzarían alegres en vuelos admirables de perfección espiritual.
Intercesión de Santa Ágata
Su padre falleció cuando ella era todavía muy niña. Su madre, Eutícia, aunque cristiana, no se había despojado totalmente de las glorias y atracciones de este mundo. Así, deseosa de proporcionar a su hija un futuro lleno de fama y de honra, la exhortaba a casarse con un joven rico y bien posicionado, pero pagano.
La casta Lucía -que mantenía su voto en secreto- buscaba siempre esquivarse de ese asunto. Ponía toda su confianza en Dios y aguardaba una oportunidad providencial para revelar a la madre su resolución firme y decidida de pertenecer solamente a Cristo. Las fervorosas oraciones hechas por ella en esa intención fueron prontamente atendidas: luego se presentó una buena ocasión.
A pesar de las atroces persecuciones a los cristianos, se celebraba cada año en la propia Sicilia la fiesta de Santa Ágata, la virgen de la ciudad de Catania, martirizada alrededor del año 250. Los prodigios por ella obrados la tornaron tan conocida que acudía gente de todas partes a implorar su intercesión. Ahora, hacía ya algunos años, Euticia sufría mucho de un flujo de sangre. Por eso Lucía, que tenía gran devoción a esa virgen mártir, su conterránea, persuadió a la madre a ir en peregrinación hasta su tumba para implorar la cura de tal enfermedad.
Cuando entraron a la iglesia, el asombro se apoderó de las dos. Transcurría una solemne Celebración y en aquel exacto momento se proclamaba la Palabra del Santo Evangelio: «Entonces, una mujer que hacía doce años padecía un flujo de sangre, y gastara todo cuanto poseía sin haber sentido mejoras, habiendo escuchado hablar de Jesús, fue por detrás entre la multitud y tocó su manto. Inmediatamente paró el flujo de sangre y sintió en su cuerpo estar curada del mal. Jesús, conociendo luego en sí mismo la fuerza que saliera de Él, dirigido a la multitud, dijo: ‘¿Quién tocó mis vestidos?’. Sus discípulos respondieron: ‘Tu ves que la multitud te comprime, y preguntas: ¿Quién me tocó?’ Y Jesús miraba alrededor para ver quién había hecho aquello. Entonces la mujer, que sabía lo que había pasado en ella, fue a postrarse delante de Él, y le dijo toda la verdad. Jesús le dijo: ‘Hija, tu fe te salvó; anda en paz y quedas curada de tu mal'» (Mc 5, 25-34).
Estupefactas y en extremo conmovidas al oír ese pasaje del Evangelio, cayeron de rodillas y comenzaron a rezar. Así se quedaron durante mucho tiempo. Terminó la ceremonia, todos se retiraron, y ellas, dándose cuenta de que estaban solas, se postraron delante del sepulcro de Santa Ágata para implorar la bondad de Dios, por la intercesión de tan poderosa abogada.
Quiso, sin embargo, el Señor manifestarse a Lucía por medio de un sueño profético. Cansada por la fatiga del viaje, acabó la joven cayendo en un sueño profundo. Mientras dormía, le apareció Santa Ágata, rodeada de un coro de ángeles. Su vestido era de una belleza sin par, adornado de zafiros y perlas finas. Su rostro, alegre y sereno, resplandecía como el sol mientras ella decía: «Mi queridísima hermana y virgen consagrada a Dios, ¿por qué pides por la intercesión de otro lo que tú misma puedes obtener para tu madre? ¡Ella ya se encuentra curada por la fe que tú tienes en Jesucristo! Así como Él tornó célebre la ciudad de Catania por mi causa, tornará también gloriosa la ciudad de Siracusa por tu mediación, pues supiste preparar en tu puro corazón una agradable morada para tu Creador».
Al oír estas palabras, se levantó Lucía todavía más convencida de su consagración a Dios. Contó entonces a su madre la reconfortante visión y agregó que, por la gracia de Dios, ella estaba totalmente curada de su enfermedad.
Por la Hermana Lucía Ordóñez, EP
(Mañana: Delante del tribunal – Su martirio)
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