Redacción (Viernes, 14-12-2012, Gaudium Press) Continuamos con la 2da. Parte de la sublime historia de Santa Lucía, virgen y mártir de los primeros tiempos del cristianismo, cuya fiesta la Iglesia conmemoró ayer. Para contextualizar el relato, repetimos el último texto de la 1ra. Parte:
Quiso, sin embargo, el Señor manifestarse a Lucía por medio de un sueño profético. Cansada por la fatiga del viaje, acabó la joven cayendo en un sueño profundo. Mientras dormía, le apareció Santa Ágata, rodeada de un coro de ángeles. Su vestido era de una belleza sin par, adornado de zafiros y perlas finas. Su rostro, alegre y sereno, resplandecía como el sol mientras ella decía: «Mi queridísima hermana y virgen consagrada a Dios, ¿por qué pides por la intercesión de otro lo que tú misma puedes obtener para tu madre? ¡Ella ya se encuentra curada por la fe que tú tienes en Jesucristo! Así como Él tornó célebre la ciudad de Catania por mi causa, tornará también gloriosa la ciudad de Siracusa por tu mediación, pues supiste preparar en tu puro corazón una agradable morada para tu Creador».
Al oír estas palabras, se levantó Lucía todavía más convencida de su consagración a Dios. Contó entonces a su madre la reconfortante visión y agregó que, por la gracia de Dios, ella estaba totalmente curada de su enfermedad. Y la joven aprovechó la oportunidad para decirle confiada:
– Ahora, mi madre, solo una cosa te pido: en nombre de Aquel mismo que te devolvió la salud, dejadme conservar mi virginidad, perteneciendo solamente a nuestro Creador. ¡Repartamos entre los pobres los bienes que preparaste para mi casamiento, y tendremos un gran tesoro en el Cielo!
Euticia se dejó convencer y, volviendo a Siracusa, ambas distribuyeron sus riquezas entre los más necesitados, según las instrucciones de la comunidad cristiana a la cual pertenecían.
Ahora, esto llegó a los oídos del joven pretendiente. Lleno de furia, éste fue a ver a Euticia y testimonió, con sus propios ojos, madre e hija dando a los pobres sus joyas y objetos preciosos. Fuera de sí, corrió hasta Pascásio, entonces prefecto de la ciudad, para acusar a Lucía de practicar la religión cristiana. ¡Así se inició el proceso que llevaría a esta Santa a brillar en lo más alto de los Cielos, junto a la noble multitud de los gloriosos mártires!
Delante del tribunal
Edificante y abrumador fue el juicio de la valiente joven. Refutó todos los argumentos y amenazas de Pascásio, y su simple mirada imponía respeto. Viendo el juez la serena seguridad de la prisionera, intentó primeramente persuadirla con suaves palabras a ofrecer sacrificios a los dioses paganos. Después, ante la irreductible fe de Lucía, pasó de las adulaciones a la más terrible ferocidad. Impávida, ella le respondió sin dudar:
– Tú te preocupas en seguir las leyes de los príncipes de esta tierra, mientras yo busco meditar día y noche los mandamientos del Señor. Tú te preocupas en complacer al emperador, yo todo hago para agradar a mi Dios, a quien consagré mi propia virginidad.
– Pues bien – dijo Pascásio – ¡Yo te haré conducir a un lugar donde perderás tu castidad, así el Espíritu Santo te abandonará y dejarás de ser su templo!
– La violencia hecha al cuerpo no arranca la pureza del alma, si mi voluntad no consciente. Al contrario, esta violencia me proporcionará dos coronas: la de la virginidad y la del martirio – respondió la virgen.
Inmediatamente Pascásio dio a los verdugos orden de amarrar a la inocente víctima y arrastrarla hasta una casa de infamia, para ella perder la honra de la virginidad antes de ser decapitada.
Ahora, ¿qué pueden todas las fuerzas humanas contra la omnipotencia de Dios? Los ojos del Buen Pastor posaban sobre su sierva fiel y por eso impidió que los verdugos consiguiesen sacarla del lugar donde se encontraba. Intentaban en vano empujarla: Lucía permanecía inmóvil, detenida por una mano invisible. Ni incluso varias juntas de bueyes, a los cuales la amarraron, consiguieron removerla.
Obstinado en el mal, Pascácio mandó levantar alrededor de la Santa una enorme hoguera. Ella miraba sin miedo al tiránico juez, diciendo: «Pediré al Señor que este fuego no me afecte, para que los fieles reconozcan el poder de Dios y los infieles queden todavía más confundidos». Y efectivamente las llamas también fracasaron: la joven quedó incólume en medio del fuego.
Derrotado, Pascásio ordenó finalmente que la cabeza de la virgen fuese cortada con espada. Una celestial alegría traspareció en su semblante, al ver que había llegado la hora del supremo encuentro con su Redentor. Entretanto, no murió en aquel instante. Cayendo de rodillas, fue acogida en los brazos de algunos cristianos que asistían a su martirio.
Antes de fallecer, la virgen mártir pronosticó el final de las persecuciones de Diocleciano y Maximiano, y el inicio de una era de gran paz para la Santa Iglesia. Esta profecía no tardó en tornarse realidad: apenas dos años después de su muerte, subió al trono Constantino el Grande, que promulgó en 313 el Edicto de Milán, concediendo libertad al culto Cristiano, en toda la inmensidad del Imperio.
Estaban, así, ampliamente abiertas las puertas para que la Iglesia se desarrolle triunfante, a lo largo de los siglos.
* * *
La gloriosa Santa Lucía entregó su alma a Dios en el año 304 de la era del Señor. Un rayo de la Gracia había posado sobre ella. ¡En la Iglesia de Cristo lucía una mártir más, en el Cielo una santa más!
¡Tu vincis inter martyres! – ¡Tú vences, oh Cristo, por las pruebas de los mártires!
Por la Hna. Lucía Ordóñez, EP
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