Redacción (Lunes, 17-12-2012, Gaudium Press) Dice el Doctor Angélico que la Belleza es la unidad en la variedad. En la Santa Iglesia vemos esta belleza manifestada hasta en los elementos aparentemente más sencillos, elementos que nos llevan, por sus cualidades, desde las cosas meramente naturales al paraíso de las realidades espirituales.
Cardenal Raymond Burke |
Un gran ejemplo de esta unidad en la variedad lo podemos contemplar en su jerarquía, compuesta por diferentes grados que desempeñan diversas funciones, que lejos de oponerse se complementan unos a otros. Vemos en primer lugar a los acólitos y lectores como inicio del camino en las órdenes sagradas, encargados de las funciones más sencillas pero no menos importantes del servicio litúrgico; en segundo lugar -y como inicio del camino en las órdenes mayores- encontramos el diaconado, que es el ministerio instituido para ayudar al ejercicio del sacerdocio; posteriormente están los presbíteros o sacerdotes, que con su ministerio tienen la excelsa misión de interceder por los hombres ante Dios; y después de ellos, gozando de la plenitud del sacerdocio, están los obispos, que tienen el privilegio, por su ministerio, de ser los ministros ordinarios de todos los sacramentos y les es confiada, generalmente, una grey mayor que la que tenían cuando eran presbíteros.
Dentro de esta jerarquía, la Santa Sede concede a algunos clérigos unos títulos honoríficos (deán, canónigo, arcipreste, etc.) que no agregan nada al Sacramento del Orden pero que significan un reconocimiento especial a la obra que han realizado por el bien de la Santa Iglesia hasta ese momento. Dentro de ellos, el más importante es el cardenalato, que es la primera dignidad en la Santa Iglesia después del Santo Padre.
No es secreto para nadie que la jerarquía de la Iglesia Católica toma elementos de la estructura escalonada y estratificada del Imperio Romano; así es que entre los romanos existía un cargo llamado Judex Palatini (jueces palatinos o de palacio), que eran aquellos que, estando en el palacio del Emperador, constituían su círculo más cercano de consejeros. Esta función, ejercida siglos atrás, fue retomada por la Santa Iglesia con el cardenalato, siendo ellos (los cardenales) el grupo de consejeros más cercanos al Santo Padre.
Con el nombre de Sacro Colegio, se denomina a este grupo de egregios varones que aconsejan al Papa cuando éste requiere su ayuda y lo socorren para deliberar en estos o aquellos asuntos de importancia capital para el buen gobierno de la Iglesia, Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo. Además, ante la muerte del Sucesor de Pedro, les corresponde a ellos, y entre ellos, elegir a otro sucesor.
El Consistorio es la ceremonia en la cual son creados los cardenales y en ella existen varios puntos muy simbólicos que figuran la importante misión para la cual fueron llamados por el Santo Padre. Por ejemplo, él mismo abre y cierra la boca del futuro cardenal con sus propias manos, significando, con esto, que tiene voz y voto en el Cónclave para elegir a su sucesor; le otorga de igual manera un anillo con el escudo del Romano Pontífice grabado en él, símbolo de su unión con la Santa Iglesia y con la Cátedra de Pedro y finalmente le impone el Capelo Cardenalicio (un birrete rojo) símbolo de su dignidad.
El color que los caracteriza es el rojo, simbolizando que están dispuestos en cualquier momento a entregar su vida y, si es necesario, hasta dar la sangre por Nuestro Señor Jesucristo, por la Santa Iglesia y por el Sucesor de Pedro, el Santo Padre.
Por Guillermo Torres Bauer
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